Me declaro convicto y confeso de un amor
impagable por la Universidad Central de Venezuela, que convive con lo que más
atesoro de mi vida. Y es que le debo tanto que me siento culpable y exigido a
la vez por el mal que le hacen los que se creen victoriosos al quemar un
pupitre o pisotear con desmanes de pandilla uno de los pocos baluartes que aún
quedan de nuestra vitalidad democrática que se erige esquiva frente a las
ambiciones del pensamiento único y del control militar de todo lo civil
civilizado.
Corresponde esta tropelía a un torvo plan
fraguado desde el gobierno que antes de gatear ya se había propuesto invadir y
arrasar con los símbolos más profundos y prósperos del quehacer ciudadano para
así cercenar nuestra memoria colectiva mientras levantaban el pudridero en el
que se ha convertido la nación.
Lo peor es que los ejecutores de esas acciones
“revolucionarias” no han sido importados de otras latitudes. En su gran mayoría
son, estoy seguro, malos hijos de ese vientre que es la universidad, en donde
aprendieron a escribir y leer, y ahora cobran quince y último o son sus
becarios repitientes, y de donde reciben seguro para hijos y padres enfermos.
Tal desvergüenza se arropa en otra, que es que a los autores materiales y
archiconocidos de esos eventos, se los convierte en héroes del padre mayor
cuando los muestra en público, alabados y pagados en su cobardía ante los
indefensos pero sumisos frente a los poderosos, o dejando en el limbo,
arteramente, a través de los poderes públicos genuflexos, decisiones tomadas
por el Consejo Universitario legítimo, pleno y soberano.
Pero hasta ahora no han podido aunque vayan
por más; a qué dudarlo. Porque mientras avanzan y no pueden, ya que la gran
mayoría los rechaza democráticamente, más se arrecian sus frustraciones en la
cuneta de la que no pueden salir porque no tienen fuerza argumental, ideas, ni
nociones siquiera. Son tan solo una bocanada de azufre. Entidades lacrimógenas,
saboteadores, asustadores de oficio y paga, que encontraron camino para
sentirse guapos y apoyados en el poder. Ya es tanto que ni capucha usan. Puede
que se conviertan en ministros como los
de ahora.
No es suficiente comprender esta barbarie.
Hay que pasar a más. No es solo la declaración y el volante a lo que los
acontecimientos obligan. Es que debemos despertar de este bostezo y canalizar
en acciones una emoción efectiva, que anda desparramada por la patria, que
reúna en un río de fuerza contundente ese amor por la UCV; y que haga sentir
que sus autoridades no están solas; los profesores, estudiantes, empleados,
obreros, ella, tampoco, y sus principios éticos menos.
Tanto hemos vivido y aprendido en ese seno
maternal que apoyar la majestad del recinto universitario no es sino un acto de
justicia, dignidad íntima, orgullo ciudadano, sobre todo hoy en un país en
donde casi todo, se ha convertido en botín y servidumbre. No la dejemos sola.
No la perdamos íngrima. Demos todo por ella.
Leandro Area
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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