Votar
es elegir. Entre el uno y el otro. O entre lo uno y lo otro. Cuando voy a las
urnas –¿por qué se llaman urnas? ¿Cómo la caja de la muerte? ¿Será porque el
que pierde muere, por lo menos políticamente, muere?– elijo y des-elijo, evoco
y revoco, inclusive in-voco y por si fuera poco, co-loco, mi cruz, mi señal, el
derecho que más tengo, que es elegir a quien ha de gobernar, no a mí, sino a la
nación. El lugar donde hago la cruz, es el sitio del Locum, no del loco. Elijo
entre el uno y el otro, y eso me hace soberano, porque nadie sino yo está, en
ese momento, solo frente a la urna, y con la cruz, elige.
Elegir
es vivir, pues sin elegir entre esto o aquello, no hay vida. Por eso, cada vez
que hay votación, y tengo derecho a votar, voto. Porque el voto es el acta
notarial que subscribe que yo, en la ciudad que voto, soy algo más que nadie.
La cruz, esa, no la de Jesús, sino la del voto, certifica, por lo menos ante mí
mismo, que tengo un derecho, y que es mi derecho porque es un derecho, es un
deber, y ese es mi voto. Mi voto: mi voto es mi carta de amor a la ciudad donde
yo vivo.
Amo
al voto desde que una vez me lo quitaron. Me lo quitó Pinochet, con su Estado
Único, con su Idea de Partido Único, con su afán de eternizarse, como si él
fuera el Único. Desde entonces, me decidí a votar siempre, donde pudiera, y
aunque perdiera, y casi siempre he perdido, pero al fin, siempre, aunque
pierdo, algo he ganado: gano mi derecho a elegir, a quien debo pagar una parte de
mis ingresos para que me represente en el gobierno; pues quizás porque yo no
tengo condiciones, o aptitudes, o tiempo, para representarme a mí mismo, o
simplemente, porque no soy político profesional, debo pagar, con una parte de
mis impuestos, a alguien para que gobierne.
Le
pago al médico para que cuide de mi salud (no siempre lo ha hecho bien, debo
confesarlo). Le pago al funcionario que hace mi declaración de impuestos, y
desde que me caí de una escalera le pago a un pintor para que pinte mi casa.
Con mi voto, elijo a quien debo pagar para que me represente, hacia dentro de
la nación y hacia fuera de la nación. Le pago, en fin, a alguien para que haga
bien un trabajo que yo no puedo, no quiero o quizás, no debo hacer.
Cuando
voto, solo, frente a la urna, pongo en juego, con una simple cruz, mi
existencia política. Voto, luego existo. Esa decisión marcada en un simple
papel es también el resultado de mi propia biografía. Pues en virtud de lo que
uno es, o ha llegado a ser, elige.
Ese
alguien por el que voto debe reunir, por supuesto, ciertas condiciones. En
primer lugar ha de ser un político. Porque el poder es político. Eso quiere
decir que no debe ni puede ser un militar, ni tampoco nadie que esté
involucrado con organizaciones militares, ni mucho menos militaristas. Debo
dejar muy en claro, en este punto, que no tengo nada en contra de los
militares. Pero su tarea no es gobernar, sino cuidar la soberanía nacional. Los
militares están encargados de cuidar los límites geográficos de cada nación, y
su deber en ese sentido, es sagrado. Pero no están encargados de cuidar los
límites políticos. Esa es tarea del gobernante político.
Cuidar
los límites políticos es muy distinto a cuidar los límites ideológicos. No hay
nada más antipolítico que las ideologías, pues la política vive de la realidad,
tal cual ella se presenta. Las ideologías, en cambio, están hechas para
controlar la realidad. Cada ideología vive de los sistemas abstractos que ella
misma inventa. Un buen gobernante, eso lo dijo una vez Max Weber, es aquel que
es capaz de tomar decisiones aún en contra de sus ideologías, pues él no sólo
ha de gobernar a sus partidarios, sino a toda la nación.
Ese
alguien por el que voto, ha de ser, si no humilde, por lo menos no un
exhibicionista. Nunca votaré por alguien que piense que es el rey del mambo, ni
mucho menos por un reformador del mundo. Quien he de elegir, ha de ser
político, y político tiene que ver con la polis, y la polis de hoy es, no es
otra cosa, que la nación bien constituida. El gobierno es para los gobernados,
no para los gobernantes.
Ese
alguien por quien voto, ha de ser democrático, que fuera de la democracia otra
forma mejor de gobierno aún no tenemos, los humanos. Y debe ser democrático, no
sólo hacia dentro de la nación, sino sobre todo hacia fuera. Jamás votaría por
alguien que concierta acuerdos y hermandades con los gobiernos más represivos y
monstruosos de la tierra.
Pero
¿qué importan, en este caso, mis opiniones, aunque sean las de alguien a quien
una vez le robaron el derecho a voto? Importan, sólo quizás en un punto: que
cuando tú entras, y haces la cruz, no sólo apoyas a alguien, sino que niegas a
otro alguien, o dicho al revés, porque niegas a alguien, apoyas al otro. Una
negación fuerte, lleva a una afirmación fuerte de tu propio ser. El no es
condición del sí. Un sí sin no, es un sí débil, pues no se sostiene sobre nada.
El no es aquello que sostiene al sí.
¿Y
si te roban el voto? –me dirás– No el derecho al voto, como una vez a mí me lo
robaron, ¿sino el mismo voto?
¿Valdrá
la pena entonces votar?
Sí;
aún así, vale la pena votar. Porque el que roba tu voto, no tú, será el ladrón.
Si no votas, nadie te robará el voto, y luego no habrá ningún ladrón. Pero si
tú votas, tú habrás cumplido con tu tarea, la que te corresponde como ciudadan@
de tu nación. Tú pagas tus impuestos, aunque sabes que serán malgastados. ¿Por
qué no votar entonces aún sabiendo que tu voto será robado? Lo importante, es
cumplir con el deber que a cada uno le corresponde. El que te robó el voto,
sabrá, por lo menos frente al espejo de sí mismo (y todos lo llevamos, aunque
algunos muy adentro) que es un ladrón. Haz entonces, con tu voto, que el ladrón
se sienta un ladrón y no un triunfador.
Podrá
mandar el ladrón, pero nunca gobernar. Y entre mandar y gobernar, hay mundos de
distancias
fernando.mires@uni-oldenburg.de
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Pienso que lo más triste que le ocurre hoy a los democratas vanezolanos, es la imposibilidad de elegir. Yo no elijo, simplemente voto en contra.
ResponderEliminarsisofre@yahoo.com