Cuando Rafael Ramírez –quien detenta más
cargos que un dictador africano, pues es vicepresidente para el Área Económica,
ministro de Petróleo y Minas y presidente de PDVSA (¿de dónde sacará tiempo
para atender las exigentes demandas de la empresa petrolera?)- le señaló a José
Vicente Rangel que le había “declarado la guerra al dólar paralelo”, la divisa
norteamericana se disparó hacia las nubes a la velocidad de crucero. Un empuje
similar seguramente ocurrirá luego de la alocución de Maduro del miércoles 6 de
octubre en la que decretó el nacimiento del socialismo militarista, ya sin
tapujos de ninguna clase.
Ramírez
y Maduro, con quince años en el gobierno, siguen creyendo en dos dogmas
comunistas: uno, que la economía puede dirigirse como si se tratase de un
cuartel; dos, que la realidad puede moverse a placer como si sus piezas fuesen muñecos de un teatro de títeres. Su fórmula
es sencilla: contra la conspiración, autoritarismo.
Si el asunto fuese tan simple los países con
mayor desarrollo y equidad habrían delegado la conducción económica al ejército
o a la policía. Estos habrían resuelto los problemas llenando las cárceles con
empresarios deshonestos que trafican con el hambre del pueblo.
Ramírez -junto a Maduro, Giordani, Samanes y el resto de burócratas
que jefaturan el proceso- no se han enterado de que las naciones con mayores
controles, restricciones y obstáculos a la actividad económica, se encuentran
en las cotas más bajas del desarrollo y más altas de inequidad social. En la
acera de enfrente se ubican los países donde las regulaciones son pocas y la
concertación entre los agentes productivos permite resolver los cuellos de
botella que inevitablemente aparecen en las naciones.
La receta que se aplica
es inversa a la de Ramírez: diálogo para solucionar los conflictos surgidos en
el curso espontáneo que sigue la realidad. Cero coqueteo con las teorías conspirativas
que buscan ocultar los fracasos de las políticas públicas. Cuba y Hong Kong
resumen el contraste entre el intervencionismo policial y la libertad de
mercado. En la isla antillana sus pobladores viven sumergidos en la miseria; en
Hong Kong, la sociedad con el mayor índice de libertad económica del planeta,
el nivel de pobreza es minúsculo y la prosperidad robusta.
El régimen lleva tres lustros dándose
cabezazos con una realidad terca. Trata de someter el dólar paralelo mediante
amenazas, y este se le encarama en la azotea. Controlan los precios de los
productos de la canasta básica, pero la inflación crece en este rubro más que
en el resto de bienes y servicios. Militarizan la economía para mejorar el
abastecimiento, sin embargo la escasez se acentúa. Imponen el control de cambio
con el fin de evitar la fuga de divisas y fortalecer las reservas
internacionales, no obstante la devaluación en los últimos años ha sido la más
severa conocida por Venezuela en toda su historia, la brecha entre el dólar oficial
y el “innombrable” más profunda que el cráter del Vesubio y las reservas
internacionales hundidas en el pozo más
profundo en décadas. Estatizan la Electricidad de Caracas y CEMEX, y
reestatizan SIDOR, con el declarado propósito de elevar el suministro del
fluido eléctrico y aumentar la distribución de cemento y cabillas, pero resulta
que los apagones se repiten con la monotonía de un estribillo, mientras el
cemento y las cabillas no se consiguen ni para remedio; o, cuando se
encuentran, su precio provoca espasmos.
Las comunas productivas, la economía popular,
las Empresas de Responsabilidad Social, las monedas comunales y todo el resto
del arsenal socialista del régimen, explotó. El proyecto de ingeniería social
diseñado por el oficialismo naufragó porque era imposible que tuviese el viento
a su favor.
El gobierno fracasó en la macro y en la microeconomía. El entuerto
no podrá enderezarlo aunque ponga el Ejército en la calle, militarice la
economía, coloque a los milicianos en las cajas de los automercados o profiera
tantas amenazas como Savonarola.
El dirigismo se hundió porque atentó contra un
principio esencial de la economía y de la vida: las necesidades se satisfacen
con los instrumentos que la sociedad posee; este acoplamiento entre necesidades
y satisfacción va dándose de forma espontánea, tal como lo descubrió Adam Smith
hace más de dos siglos.
El Gobierno es un factor que contribuye a corregir
distorsiones y desequilibrios, y coopera con los trabajadores y los empresarios para que el proceso productivo
sea óptimo, pero jamás puede sustituirlos.
Aquí reside la lección de la rebeldía del
paralelo.
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