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jueves, 11 de julio de 2013

VÍCTOR MALDONADO C., ¿HOMBRE FUERTE Y BUENO?

Uno de los retos que tenemos por delante es desasirnos de la exaltación histórica a la dictadura. Desde tiempos pretéritos nuestro gentilicio ha estado esclavizado por el imaginario que nos presenta al “buen dictador” como el solucionador de todas nuestras desgracias. 
Por alguna razón todos nuestros afanes terminan invocando a ese “déspota ilustrado” que elevándose sobre las miserias nacionales si va a poder administrar y distribuir la cosa pública con honestidad y eficacia. Esta ansiedad impostergable no es fácil de explicar, sobre todo en las clases medias supuestamente educadas, pero lo cierto es que las generaciones que vinieron después del gobierno de Pérez Jimenez vivieron una nostalgia fatal que ansiaba esa época, supuestamente edénica, donde el único delito era el meterse en la política. Y se pagaba con creces.
Luego vino el experimento democrático que tuvo que aprender rápidamente lo que podía ofrecer, presionado como estaba por el tiempo y asonadas de izquierdas y derechas. Ofreció también su propia versión de lo mismo, matizado, eso sí, por ese proyecto de modernización que suponía crear ciudadanía y oportunidades, pero que se enfrascó fatídicamente en esa dialéctica del poder que hizo sagrados y estratégicos los recursos de la nación,  y se engarzó en una relación de desconfianza con el emprendimiento privado, que tuvo que vivir sin garantías económicas, dispuesto por lo tanto a negociar cada espacio de oportunidades como si fueran privilegios.
Buscando al déspota irredento nos conseguimos con el chavismo. Todos estos años hemos estado encajados en un dilema casi fundacional que nos impide romper con ese socialismo silvestre que pretende la ilusión de un gobierno que se entromete para resolver entuertos. Todos somos socialistas en la medida que todos esperamos nuestra porción de la renta nacional sin que por eso nos sintamos responsables en la creación de nuevas riquezas y oportunidades.
Todos aplaudimos un régimen que obliga a determinar costos, fijar precios, administrar las divisas y establecer unilateralmente las condiciones de las relaciones laborales. Todos nos complacemos con la oportunidad de tener divisas sobrevaluadas, o una casa bien equipada, pero sin costos, o mantener ese precio ridículo de la gasolina. Todos, de alguna manera, no tenemos problema en participar de esa lotería nacional, siempre y cuando no empecemos a notar el desguace que ocurre detrás del escenario.
Pero lamentablemente un gobierno como el que nos gusta  solo tiene sentido interviniendo el sistema de mercado, sofocándolo a punta de controles y medidas y jugando a la candileja del “pan para hoy”. 
Este tipo de regímenes se alimenta de poder y del espectáculo de su propia arbitrariedad. Por eso ejerce de confiscador, monopolista y empresario capitalista, encargado de esos menesteres,  mientras el resto del país espera una distribución goteada de la supuesta riqueza, y paradójicamente aprecia y valida  la corrupción, la lenidad y ese discurso que confisca libertades y que iguala por la fuerza y hacia abajo, allí donde la estrechez de posibilidades y las largas colas nos hermanan a todos en tanto y en cuanto somos los menesterosos de la patria. Los presumidos “gobiernos fuertes” viven del cuento del “gallo pelón”.
El hombre fuerte no es bueno. Esa debería ser la gran conclusión de nuestra experiencia republicana. Las dictaduras y los supuestos redentores de la patria han resultado ser sus expoliadores. El hombre fuerte pero ocurrente, con piel de “tío tigre” y  talante del “tío conejo” no hizo a Chávez más eficaz ni al país más próspero. Así como los desplantes expropiadores no nos han dado mejores empresas y ni siquiera una mayor capacidad productiva.
Estos regímenes de insolencias autoritarias y violencia dosificada deberían ser valorados en sus resultados concretos.  Comencemos, por ejemplo, por el resguardo de la soberanía. El resultado al respecto es patético. 
Simplemente no sabemos donde se toman las decisiones de Estado. Algunos aseguran que en Cuba, otros dicen que los hermanos Castro operan como los grandes consejeros que por eso mismo arriman la sardina para su propio sartén. Pero sabemos que la ausencia de soberanía se paga en términos contantes y sonantes, y también en forma de intrusión obscena de  los sistemas de inteligencia y de defensa nacional. 
El hipotético “gobierno fuerte” ha convertido en escena cotidiana la intervención cubana en muchas áreas consideradas paradójicamente como estratégicas.
Pasemos entonces a algo más terrenal. La solidez económica, porque se supone que ese es un indicador de los gobiernos que hace gala de su fortaleza. La deuda ha escalado a velocidades sorprendentes. Las reservas internacionales son un galimatías tramposo y opaco que nadie se atreve a interpretar positivamente. Dependemos como nunca del negocio petrolero al que sin embargo se ha maltratado hasta dejarlo en condiciones francamente precarias. Y para colmo, la guerra contra el sector productivo nos ha dejado con la mitad de las empresas del pasado y sin ninguna oportunidad de que alguien sensato venga a invertir.  ¿Y los dólares? Ya sabemos el vacío en las arcas que resulta  inexplicable a menos que le pongamos costo a ese afán de dirigir la suerte del continente en el que se embarcó el chavismo.
Todo lo demás es debilidad. Hospitales que no funcionan. Policías que no garantizan ni siquiera la seguridad de sus propios funcionarios. Bandas armadas que funcionan como “leviatanes” alternativos e imponen su ley en las calles. Escuelas Públicas que son puro déficit y carencias. Universidades colocadas en el extremo de la inanición. Y todo esto conviviendo con decisiones rocambolescas como la financiación de satélites (aunque no tengamos como importar teléfonos celulares o proveernos con un internet de banda ancha razonable) o un parque de armas de guerra que pronto será chatarra y deuda. Entonces, ¿tiene sentido endosarnos al hombre fuerte y bueno?
El reto es lanzar al basurero de la historia ese mito y elaborar una nueva narrativa democrática, menos vinculada al usufructo del poder y más comprometida con el respeto a la ley y la garantía de derechos y libertades. 
Esa nueva narrativa debe tener límites y prioridades. Debe saber que decir, cuales son compromisos legítimos y cuales otros son espurios. Debe apostar a las instituciones y no a las montoneras de seguidores. Debe respetar las reglas del juego y no preponderar la trampa. Debe tener líderes y no caudillos endiosados. Y debe renunciar al cohecho, a la corrupción institucionalizada, al compadrazgo, el nepotismo y al juego cerrado que considera buenos solo a los amigos. Debe creer en la validez de las libertades y derechos así como apostar al emprendimiento nacional. 
Si no lo hacemos, no tiene sentido alguno pasar de este socialismo a otro, pero tampoco tendremos tiempo para evitar el desastre.
victormaldonadoc@gmail.com

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