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martes, 2 de julio de 2013

ALEARDO F. LARÍA, LA ILUSIÓN DEL PODER ABSOLUTO

La frase "El Estado soy yo", que se atribuye a Luis XIV, señala la identificación del rey con el Estado en el marco de la monarquía absoluta. De este modo el Estado pasa a ser una suerte de propiedad, de la que el monarca puede usar y disfrutar, como si de un bien mostrenco se tratara. Es una concepción que abomina de cualquier restricción al ejercicio del poder. Una concepción que pertenece a la cultura del siglo XVII, pero que en la Argentina algunos pretenden reinstaurar en los albores del siglo XXI.

La democracia liberal, hija de la Revolución Francesa, es contraria a toda idea absoluta del poder. El Estado de derecho se concibe como un juego armónico de tres poderes, donde la división de funciones, encarnada cada una en un soporte institucional diferente, impide o evita que uno solo ocupe la totalidad del espacio político. La consecuencia ineludible es el respeto recíproco entre los tres poderes.

En la Argentina existe un esfuerzo denodado en arrasar con este delicado equilibrio institucional invocando como pretexto una supuesta "voluntad popular". La idea que preside esta concepción absolutista del poder es que un resultado electoral, que siempre resulta circunstancial y aleatorio, legitima al presidente de turno para exigir que el resto de las instituciones se pliegue a sus deseos. Una suerte de concepción heliocéntrica, donde alrededor del sol presidencial debe girar el resto de los planetas.

Esta concepción autoritaria es insostenible en la modernidad. No tiene la menor chance de imponerse y la pretensión de alcanzar un objetivo tan alejado de las posibilidades reales tiene necesariamente que generar resistencias, conflictos y está destinado inevitablemente al fracaso. La consecuencia es el enorme desgaste de tiempo y energías que se emplea en una labor inútil, que impide atender los asuntos verdaderamente relevantes. Sólo desde la mayor ceguera política se puede insistir en recorrer ese frustrante camino.

La idea de que es posible ocupar el Estado como si de una propiedad privada se tratara, no es nueva en la Argentina. Históricamente lo hicieron los militares con el pretexto de "salvar a la Patria" de los riesgos de caer en la desintegración. En el primer peronismo (1946-1955) se hicieron también notables esfuerzos por ocupar la totalidad del Estado con la justificación de que las fuerzas políticas opositoras carecían de toda legitimidad porque pertenecían a la "antipatria". Desde esa concepción parecía normal que los puestos públicos fueran sólo ocupados por afiliados al partido peronista, un partido que en su denominación dejaba ver la impronta personalista que lo inspiraba.

Los esfuerzos por ocupar todo el espacio del poder durante el primer peronismo dieron lugar a una política de propaganda oficial extenuante. Algunas provincias adoptaron el nombre de la pareja presidencial y toda la obra pública y labor asistencial del Estado parecía ser una concesión graciosa de los dos esposos. La prensa crítica fue cerrada u hostigada, mientras se creaba una sólida cadena de medios adictos con financiación pública. Se reformó la Constitución para posibilitar la reelección presidencial indefinida (artículo 78 de la CN de 1949).

Todos aquellos excesos fueron luego reconocidos como un error por los propios peronistas y por el general Perón, que en su regreso al país en torno de 1973 hizo un dramático llamado a la unidad de los argentinos. No fue escuchado y, lamentablemente, una juventud que proclamaba la llegada inminente del socialismo hizo oídos sordos a su petición. Así se fueron gestando las bases de desgarradores enfrentamientos internos y desde el Estado se alentó luego la formación de una organización armada clandestina –la Triple A– para contener esos ardores juveniles.

Todo esto forma parte de una historia reciente, que la vivieron muchos de los actuales dirigentes políticos que hoy se nuclean en el kirchnerismo. De allí que resulte incomprensible que se reiteren comportamientos y conductas que llevan inevitablemente a ásperos enfrentamientos que tienen un elevado costo social, económico, político e inclusive electoral, puesto que este clima de beligerancia nunca va a ser aceptado por la mayoría de los ciudadanos.

Los últimos episodios, caracterizados por el uso de un agresivo lenguaje presidencial dirigido a erosionar el prestigio de los jueces y de la Corte Suprema, a partir de una decisión que cualquier experto jurídico vaticinaba inevitable, han llevado los excesos a límites inimaginables. De igual modo, la apropiación de la historia –ya sea de la Reforma Universitaria o de la epopeya de Belgrano– de un modo casi caricaturesco sólo puede generar sorpresa y estupor. Son exabruptos incompatibles con el mínimo equilibrio emocional que se espera de la figura presidencial.

La democracia no es un espacio vacío donde sólo impera la "voluntad popular". La afirmación del senador neuquino Marcelo Fuentes de que "la Constitución de 1994 murió en el 2001" sólo puede entenderse como fruto del deseo de defender la idea de un presidencialismo ilimitado. Pero el voto popular no puede convertir al presidente en una suerte de monarca absoluto.

Es indispensable recuperar la cordura institucional y respetar las reglas de juego que la convencional Cristina Fernández, junto con otros convencionales, aprobaron en 1994. En vez de perder energías intentando una inalcanzable reforma constitucional, el oficialismo bien podría dedicar sus esfuerzos a reconstruir alguna forma de democracia partidaria interna y crear las condiciones que le permitan elegir en forma genuina un eventual sucesor. Abandonar cualquier ilusión reeleccionista nos haría bien a todos.

aleardolaria@rionegro.com.ar


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