Una retorcida interpretación de la democracia
actual sigue haciendo de las suyas en el mundo. La oligárquica corporación
política viene por más, y en algunos sitios, su soberbia les permite decir sin
pudor, que vienen por todo.
Esa casta de dirigentes cree pertenecer a una
privilegiada lista de seres humanos especiales, iluminados que todo lo saben,
que son capaces de darle a la gente lo que quiere. Aspiran a apropiarse del
poder y usar lo logrado para provecho propio. Para mantenerse allí, necesitan
secuestrar a la sociedad, arrebatarle su poder de decisión, acorralarla a
diario, suprimir su autoestima, sus derechos y fundamentalmente su libertad.
Los populismos contemporáneos, su
perseverante e hipócrita discurso del socialismo del siglo XXI y su aliado
circunstancial, el Estado del bienestar, vienen trabajando duro, hace mucho, en
quitar las libertades una a una.
La dinámica de destrucción de las libertades
ahora no ha elegido las armas y la violencia como mecanismo como lo fue en
tiempos del comunismo. Bajo la influencia de Antonio Gramsci, algunos
comprendieron que la lucha es cultural y siguieron al milímetro aquello que
afirmaba este pensador cuando decía “La conquista del poder cultural es previa
a la del poder político y esto se logra mediante la acción concertada de los
intelectuales infiltrados en todos los medios de comunicación, expresión y
universitarios”.
Buena parte de los que detentan el poder
actual, intentan ese camino. Se han adueñado del lenguaje, de las ideas,
instalando nuevos paradigmas, para de este modo garantizarse contar con un
constante apoyo popular.
Afirman desear democracia, libertad,
prosperidad, diversidad. Hablan de amor, de luchar contra la pobreza. La
evidencia muestra todo lo contrario.
Ellos pretenden discurso único y hegemónico,
por eso quieren eliminar la crítica y el disenso. Defienden la existencia de
una verdad única, y desde allí pretenden silenciar a todo el que piense
diferente, con normas que diseñaron para limitar el poder de la sociedad. Por
eso crearon una legislación que regula la libertad de expresión, siempre bajo
la amenaza del latente intento sedicioso, esa fuerza confabuladora que a la
sombra de sus intereses económicos y políticos, conspira siempre.
El odio es el emblema que los moviliza.
Instalan la idea de una sociedad dividida, clasifican a la gente como en grupos
enemigos del sistema. La riqueza del idioma les aporta esa chance de etiquetar
con una sola palabra a todos los que desean combatir, como cipayos,
vendepatrias, oligarcas, golpistas, imperialistas, en una interminable lista de
términos que usan para poner en la vereda de enfrente a un sector de la
sociedad, y así fustigarlos.
Ellos saben que para lograr sus fines,
precisan limitar y eliminar cada una de las libertades vigentes. El combate
político del presente, les impone una tarea gradual, sistemática, metódica,
pero perseverante. Se trata de ir despojando a la sociedad de sus libertades,
sin que los ciudadanos se den cuenta, o generando solo pequeñas molestias que
no sean consideradas relevantes como para resistirse y de ese modo puedan
seguir contribuyendo con su complicidad funcional a alimentar el poder del
sistema.
Para lograrlo, bajo el paraguas de esta
parodia democrática, van buscando aliados. Por un lado están sus seguidores más
leales, esos que comparten el objetivo político, que coinciden en el proyecto, y lo conocen en
detalle.
A estos se suman los intelectuales, que diseñan
el relato, para construir la estructura argumental que sostiene el esquema
político. Algunos aportan ideas solo por migajas y un reconocimiento mínimo.
Otros mercantilizando su contribución, como intelectuales a sueldo, que
construyen un endeble, pero aparentemente sólido, soporte a cambio de algo de
dinero para su supervivencia cotidiana, ese que no obtendrían de otro modo.
El componente clientelar nunca falta a la
cita, porque aporta masa crítica y electoral. En este grupo no solo están los
que menos tienen que reciben dádivas del asistencialismo, sino también una
inmensa lista de personas de baja autoestima y excesivo resentimiento.
Finalmente se identifica al grupo de los que hacen negocio con el
régimen. Se trata de pseudo empresarios, que pretenden obtener ventajas
económicas, constituyéndose en colaboracionistas. Por un lado dicen en privado
que se dan cuenta de lo que está sucediendo, pero su codicia e incapacidad
evidente, les impide poner en la balanza
ciertas cuestiones, y eligen así el camino de enriquecerse de modo poco
convencional.
Quienes creen que todo está perdido y no vale
la pena resistir, se equivocan. La libertad siempre tiene un costo para los que
creen en ella sin matices. No se trata
ya de un simple derecho, sino de una posibilidad que hay que ganársela, que
debe ser defendida con convicción y determinación, sabiendo que el adversario
es astuto y que se ha apropiado de los recursos de todos para poner de rodillas
a los individuos.
No se llegó hasta aquí por casualidad. Ellos
fueron contaminando las mentes de todos y avanzando en este proceso con la
anuencia legitimadora, sumando la aprobación de muchos que hoy se espantan con
lo ocurrido.
Definitivamente, la estrategia es destruir lo
que se conoce como libertad. El plan es terminar con ellas, en forma
secuencial, gradual, y en cada paso que dan construyen un planteo que justifica
quitar ese derecho.
Siempre, existirá en su vocabulario, el bien
superior, el interés común, la importancia de lo colectivo por sobre lo
individual. Con esa línea argumental fueron robando la libertad de cada
persona. Y para ello, legitimaron cada decisión con la caricatura democrática
del poder de las mayorías.
La libertad está en peligro. Ellos vienen
avanzando en firme y decididamente van por más. Cada uno de los integrantes de
la sociedad debe tomar la decisión adecuada y elegir de qué lado está y como
serán sus próximos pasos, en este ejercicio de convivir en sociedad.
Es por no custodiar la libertad que se llega
a este estado de situación. La negligencia y distracción de su momento, el
priorizar el presente por sobre el futuro, hizo creer a tantos que todo estaba
bien, y validar así cada avance. Se prefirió no escuchar cuando se advertía lo
que venía. Esto que está pasando es el precio de hacer oídos sordos.
Ser libre tiene un costo. Hoy, como siempre,
la frase atribuida a Thomas Jefferson tiene más vigencia que nunca, “el precio
de la libertad es su eterna vigilancia”.
albertomedinamendez@gmail.com
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