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domingo, 25 de noviembre de 2012

ALBERTO JIMÉNEZ URE, CUANDO LA LITERATURA «SE COMETE»

Yo, que deploro a la Vindicta Pública o Vendetta y todas las armas de guerra que le dan forma letal, durante mis días de infante creí que nada a la Humanidad lesivo había en mi existencia hasta cuando tuve que admitir que propendía a convertirme en escritor: es decir, en un incorregible pendenciero de la palabra»

La realidad ha demostrado que la Literatura «se comete» a partir del instante cuando leemos una novela, una pieza teatral o un poema (exceptúo al Ensayo, porque es la percepción docta del parto de los escritores non sacris)
La primera vez que «delinquí» en el territorio de la intelectualidad lo hice al escribir mi primer cuento, a los seis años (según testimonio de mi madre). Luego al leer el Quijote (1605), que admito me aburrió. Empero, reincidí y leí varias «noveletas» del español Marcial La Fuente Estefanía (1903-1984, cuyos lectores creímos que era norteamericano: pero, al parecer,  el redactor de westerns jamás visitó USA) En sus textos describía, tan magistralmente como un film, los asaltos a ferrocarriles y bancos: las riñas, las ejecuciones con horcas, los duelos (fundamentalmente con revólveres y rifles) y el ulterior abatimiento de forajidos o comisarios. De él recuerdo la memorable frase de uno de sus personajes: «La muerte une a todos los hombres» (en Caída mortal, 1977) Eran, las suyas, ¿«actos delictivos»?
En sus tramas hubo forajidos y representantes de las leyes que los hostigaban y cazaban. Eran, ¿«obras literarias» o «testimoniales» de «actos delictivos»? ¿Merecen que se les recuerde como textos realmente literarios las novelas de La Fuente Estefanía? A mi me divertían, me conmovían e impulsaban a tener esperanza en hacedores que no provocan tedio como Miguel de Cervantes (1547-1616, Madrid)  Ovacioné el talento que exhibió Horacio Quiroga (1878-1937), quien satisfaría mi apetito literario con su compilación intitulada Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917)
Un día llegó a mis manos Crimen y Castigo (1866), cuya lectura me mantuvo exaltado y maravillado. Advertí que, aparte de entretenerme, Fiodor Dostoievski (1821-1881, Moscú) me incitaba a escrutarme psíquicamente. Me narraba un suceso que suscitaría innumerables reflexiones y pláticas entre el criminal y  su perseguidor, que parecía admirar la inteligencia del joven asesino. Durante mi pubertad, continué riéndome al leer La aventuras de un cadáver de Robert L. Stevenson (1850-1894, Edimburgo). Me pregunto si me falla la memoria y no se trata de una novela del autor del Extraño caso de Mr. Jekyll y Mr. Hyde (1886).
Cuántas veces no me maravillé adentrándome al mundo «poético-narrativo» de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930, alguien que «cometió Literatura y Suicidio») Con el advenimiento de mis más fortísimas depresiones de adolescente, recuerdo haber colocado en la puerta de mi habitación un fragmento de «Preludio» que transcribiré: «Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras» (1925). Admito que me parecía superior al venerado J. L. Borges (1899-1986), cuyo Libro de los seres imaginarios (1967)  indultaba a los profesos de ficciones.
Ya me ocurrió hace más de veinte años, en el Hotel Prado Río de Mérida, que fue muchas veces sede de coloquios y encuentros literarios. Conversaba con admirables intelectuales y amigos, y les comenté que me había fascinado un texto de Albert Camus intitulado La muerte feliz (que compré en una librería de Sabana Grande, Caracas). Les dije que el personaje de Albert Camus (1913, la Argelia francesa) era un hombre adinerado, confinado a una silla de ruedas a causa de un accidente. Buscó, mediante avisos de prensa, alguien capaz de matarlo a cambio de su fortuna porque no quería seguir viviendo en tan precarias condiciones físicas. Y halló a un individuo que lo satisfaría. Al cabo, ese criminal se arrepintió y rogó que lo ajusticiaran.
No recuerdo cuál de los presentes me desafió a demostrar que esa narración era de Camus y no una inédita novela «que yo cometí»? La mayoría rendía culto a Baco y, quizá por ello, pensaría que la memoria me fallaba o yo intentaba impresionarlos. Nadie, entre los presentes, sabía de la existencia de esa ficción. Y yo dudé por cuanto no la tenía en mis manos. Años más tarde la recuperé y se la obsequié al poeta y ensayista Fernando Báez Hernández.
A quienes hayan analizado algunas de mis «noveletas» (Aberraciones, Adeptos, Dionisia, Desahuciados, Alucinados, Decapitados o Escorias, por ejemplo), preguntaré: ¿tienen elementos incriminatorios? ¿Soy inimputable? No sólo en derredor a mis novelas y cuentos he sentido cierta presión de índole «socio-política» o «académica», sino en torno a mis anotaciones filosóficas y ensayísticas brevísimas.
A partir de mi pubertad busqué, ansioso, que los narradores me divirtiesen y algunos lo hicieron. Décadas después de haberme topado con Crimen y Castigo, disfruté con textos de Boris Vian (Escupiré sobre vuestra tumba) y otros autores.
Aun cuando no sea un escritor en situación de «reo de delitos intangibles», he cometido Literatura y soy un confeso. Pero, felizmente, permanezco en «Régimen Sustitutivo de Presentación Esporádica» gracias a la benevolencia de los «magistrados» del Tribunal Supremo de la Justicia Literaria (TSJL) de Venezuela. Digo que, a veces, los destellos de la Escritura semejan a los de una detonación: empero, la elijo por cuanto nunca abatió físicamente a nadie.

jimenezure@hotmail.com

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