La derrota, se le
aferra al rostro, lenta y pacientemente. Fija una mueca, independiente, con sus
propios tics y sin responderle ya el sistema nervioso que antes comandaba. No
es nada nuevo, otros lo han sufrido. Haga usted un ejercicio simple de
“googleo” y vea los rostros deformados por la ira, en cualquier documental de
época, de los líderes mesiánicos bordeando delirantes el abismo.
La derrota, alborota la lengua y la parte más
oscura del cerebro. Quién responde a quién en estos casos es un enigma
fisiológico. Sólo sabemos que cunde el improperio, el insulto, la sinrazón, el
descenso inexorable hacia lo peor de sí mismo. ¿Cuánto asombro todavía entre
quienes lo rodean?
La derrota, espanta a los asesores, tiran la
toalla amarela, y regresan con la mala nueva: esse garoto nao fala serio. Otro
tanto presumen las embajadas, los
corresponsales de las agencias noticiosas, los analistas de las calificadoras
de riesgo, los deudores y los acreedores. Sobretodo, los presidentes que una
vez fueron amigos y ahora empiezan a silbar y a mirar para un lado como quien
no quiere la cosa. La duda no requiere pasaporte.
La derrota, entusiasma a los segundones. La sucesión pisa pasito, es un oficio de
años, de paciencia, requiere sonrisa ante el desprecio, y alegría ante la
lisonja mal repartida. Lo que ayer parecía inconmensurable, hoy está a la mano.
Sólo se requiere ver bien de lado y lado, calcular, estar allí donde siempre
hubo o volverse a vender, hoy, para
arrimarse mejor mañana.
La derrota, no anima, es un arma cargada de
cansancio. Los seguidores visten de rojo, repiten consignas, enarbolan banderas
con rostros impuestos que apenas conocen, pero falta “aquello” que alguna vez proporcionó el
líder. Es un desagüe de esperanza, un puente roto por las promesas incumplidas.
Las llamas de Amuay se siguen reflejando en sus pupilas.
La derrota, acobarda. Alza la voz y hace
desplantes. Se destroza los nudillos castigando paredes inocentes. Desafía
imperios y anuncia ejércitos justicieros. Inventa conspiraciones y gime
magnicidios. Todo para distraer la mirada y no ver el descalabro frente a
frente. Al temor le sucede el desconcierto, luego sobreviene una alegría de
saltaperico mojado, pero la íntima convicción de que todo se desmorona se hunde
profunda, en la psiquis, como un peñón
lanzado al océano. Entonces, se implora a los cielos en vano.
El triunfo, está anunciado. Recorre calles y pueblos, derrama alegría, no agrede. Es una hazaña de tranquilidad y esfuerzo ciudadano, de
tesón y valentía, de la simple virtud de querer servir y cambiar a un país.
Reposa en la voluntad de dialogar y el esfuerzo de construir. De ganar
voluntades y no destruirlas. De hacer democracia.
El
triunfo, tiene nombre y apellido. Lo musitan en los escritorios
públicos, bajo el silencio impuesto por los jefes burocráticos; lo repiten las
peluqueras que todo lo saben y todo lo guardan; lo confían los taxistas que todo lo escuchan y todo lo comentan; lo
asumen los indecisos que todo lo cavilan y todo lo asienten.
Lo quieren ocultar el encuestador chimbo y el
jerarca asustadizo que le mercantilizó el alma.
El triunfo, se contagia. Se levanta temprano
en la mañana. Se alberga en las casas, en los pueblos, en los caseríos. Viaja
en autobús, en por puesto, en metro. Estudia en las universidades, busca
trabajo, se indigna y no se fatiga. El triunfo huele a votos constantes y
sonantes.
El triunfo es de Capriles y es nuestro y hay que saberlo
proteger.
Habrá que desanimar a los “odiantes”,
desmontar el cinismo de los complacientes, aplacar a los almirantes de mil
naufragios, calmarle las ansias al insomne de protagonismo, desmontar las
talanqueras, y fortalecer el espíritu democrático para diluir las provocaciones que vendrán en
lo que Carlos Raúl Hernández describió
como el día más largo.
De aquí hasta entonces, haremos de tripas
televisión para aguantar a la derrota retorciendo la amargura públicamente en
un espectáculo triste que avergüenza a la nación frente al mundo e injuria los valores que dice defender.
En poco… el triunfo será de todos.
@jeanmaninat
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