Dos
experiencias motivan este artículo: la primera vinculada a un curso de
doctorado que en su momento dicté en la Universidad Simón Bolívar. 
Una
irreverente alumna comprometida con el régimen, rebatió un argumento
señalándome: nuestra diferencia fundamental está profesor en que usted es
liberal y yo no; la segunda está relacionada con una entrevista que por
televisión concedió recientemente el presidente de Uruguay, Pepe Mujica. 
Con
 sabiduría y respaldado por el rico andar de su larga y agitada vida, Mujica
destacaba la relevancia de la tradición liberal, independientemente de su
genuina formación socialista. Confieso que  la aseveración estudiantil
  movió el piso de mis ideas y creencias. Nunca me he sentido liberal y
siempre me he  identificado con las ideologías con fuerte contenido
social, y por su supremo valor, que no es otro que la justicia social. En suma,
en ese momento mi mente rechazó acrítica y contundentemente  el reproche
de ser liberal. Después de varios años y oyendo a Mujica medité críticamente y
sin prejuicios  una visión diferente que estampo a continuación.
En
primer lugar, como se sabe, el liberalismo es la primera ideología moderna,
cocinada a través de un largo proceso (que por cierto no ha cesado todavía),
cuyos orígenes se remontan en Europa (principalmente en Inglaterra, pero
también en Francia y Alemania) a mediados del siglo XVIII, pues nace unido a
ese portentoso movimiento de ideas que identificamos como Ilustración. El
liberalismo desde sus inicios tendrá una ventaja sobre la gran ideología
contrapuesta, el socialismo, pues mientras ésta fue al poco tiempo de su
desarrollo maniatada y convertida en ortodoxia por el marxismo, aquella
permaneció libre de ataduras, por lo cual hoy es más justo hablar de
liberalismos que de liberalismo. Hay en efecto liberalismos de liberalismos:
conservadores y progresistas, sociológicos y económicos, individualistas y
abiertos a lo social, respetuosos del Estado, a lo más un mal necesario, hasta
anarquistas, en fin  liberalismos, como enfatiza John Gray, que insisten
en la tolerancia como una forma ideal de vida y liberalismos que destacan el
compromiso de paz entre diferentes modos de vida.
El
único intento serio con pretensiones de maniatar y absorber el liberalismo en
una única visión ha sido el neoliberalismo, y ha estado cerca, aunque
afortunadamente no lo ha logrado todavía, de conseguirlo. 
Cuando hablamos de
neoliberalismo, para que el lector no se confunda, nos referimos a esa
 corriente del liberalismo surgida en torno a sus dos grandes gurús,
 Friedrich Hayek y Milton Friedman, y que tuvo en las reuniones de Mont
Pélerin, en Suiza, a partir del año 1947 su punto de partida y de definición de
sus líneas fundamentales. Y no sólo me refiero a ello por  su rabiosa
oposición al Estado de bienestar, recién nacido en Europa de las cenizas de la
guerra, tanto como al New Deal norteamericano, sino principalmente por la
fisura que introdujo en el liberalismo, al separar el liberalismo político y el
liberalismo económico, haciendo de éste su niña mimada bajo el sacrosanto
principio del libre mercado. 
Al desvalorizar el liberalismo político, unido a
la idea de libertad como libertad de la opresión política y la defensa
irrestricta del ideario democrático, y su expresión garantista en el Estado
constitucional democrático moderno, el neoliberalismo abrió las puertas al
autoritarismo e intentó cerrarlas a los legítimos anhelos de justicia y
libertad que hoy acompañan las luchas de los excluidos, los marginados y los
indignados, en todas las latitudes del planeta.
El
liberalismo político, entrelazado desde sus orígenes con las grandes
declaraciones de derechos, punto de partida indiscutible de la doctrina
 de los derechos humanos, y su expresión en lo que Bobbio calificó como
las grandes libertades de los modernos: la libertad personal, de manifestación
del pensamiento, de reunión y de asociación, constituye un tesoro de
incalculable valor con el cual  se identifican todas las ideologías
progresistas de la modernidad. Sin ellas la conquista de la libertad política,
el derecho ciudadano de participar directamente o por medio de representantes
elegidos en las decisiones colectivas hubiese resultado imposible 
Es en sentido
que todos somos liberales, orgullosamente liberales, independientemente de que
comulguemos con disímiles ideas de avanzada social, por la sencilla razón de
que no hay libertad social que valga si no es garantizada por esas libertades
fundamentales que el liberalismo tanto ayudó en construir.
ricardojcombellas@gmail.com
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