Los pregoneros de la Revolución Bolivariana acaban de explicar ante su clientela lo que pasó aquel 15 de mayo en el que una bomba lapa mató a dos de mis escoltas, los dos mejores amigos que la vida me dio, hirió a más de 50 personas y no me aniquiló porque Dios no quiso. La cosa es muy simple: no hubo tal atentado en mi contra, sino que todo se contrae a un plan que urdimos el presidente Álvaro Uribe Vélez y yo, asociados, cómo iban a faltar, con unos feroces paramilitares.
No hay que descartar ninguna hipótesis, supongo que dirá nuestro ilustre Presidente. Lo mismo dirá el general Óscar Naranjo, para despedirse de 35 años de servicio al país con todos los honores, y el Fiscal General de la Nación, respirando más tranquilo, no dejará pasar semejante suculento plato, para quitarse de encima una investigación que no quiere que vaya para ninguna parte, y en su lugar meternos a Uribe y a mí a la cárcel, por simular un atentado terrorista, asesinar dos inocentes, herir a cincuenta y turbar la paz pública.
La estupidez venezolana, tendremos que reconocerlo, le viene como anillo al dedo al Gobierno colombiano. Y mire que si tal cosa lo dice nuestro nuevo mejor amigo, hay que mirarla con mucha atención. Los buenos amigos no se equivocan cuando se refieren a lo que con sus amigos pasa. Luego dejemos de lado la hipótesis dramática de que hubo atentado, y la más molesta de que provino de las Farc, precisamente cuando nos hacemos guiños cariñosos con ella. Lo de Londoño es una vaina, dirán en Palacio, y qué maravilla salir de la vaina adoptando como propia la tesis de Caracas y dedicando por lo menos algunos esfuerzos, siquiera dos o tres años, o quince, a despejar ese tema. Imaginemos que Londoño no iba en la camioneta, o bien adiestrado se ubicó en ella de manera que la bomba no le hiciera mayor daño y mientras tanto podemos negociar tranquilos con Timochenko y sus amigos, dirán los encargados de condimentar la teoría chavista. Con la ventaja adicional de que en ese proceso Uribe y Londoño mantendrán cerradas sus boquitas, ocupados como quedarán en aclarar sus cuentas con la Policía, el Fiscal y los jueces.
Sería genial, ¿no es cierto?
Me estoy exponiendo a que más de uno crea que perdí la chaveta en la explosión, o que llevados por mis odios nuevos me atrevo a cualquier cosa, con tal de criticar al presidente Santos. Pues he de aclarar que la cabeza fue lo único que conservé más o menos intacto. Y que no tengo odios nuevos ni viejos. Solo que ya ando curado de espantos y que si en Caracas fueron capaces de escribir lo que escribieron, y proponerlo como la posición oficial del Régimen, me pregunto si en Bogotá no recibirán con gozo esta ayuda y no nos embolatarán un rato con semejante maravillosa versión.
Ya el Presidente, Naranjo y Montealegre dijeron que no hay prueba alguna de que las Farc, que me amenazaron por diez años y obligaron a mantenerme una escolta nada acostumbrada, son culpables del atentado terrorista del que fui víctima. Después de semejante fantochada, cualquier cosa vale. Hasta una semejante. Pasadas casi dos semanas de la bomba, el Gobierno y el Fiscal no han dicho una sola palabra. Están investigando. Y seguirán así, por los próximos quince años, cuando probablemente descubran que el presidente Uribe no ordenó que me mataran y que yo sí resulté herido en el atentado. Mientras tanto, habrá pasado tanta agua bajo los puentes, que nadie se acordará de aquella mañana trágica. Los del Secretariado de las Farc, en pleno, estarán a punto de jubilarse como congresistas y Colombia, a lo mejor, yacerá bajo el yugo de un socialismo a la Chávez, para su perdición definitiva. Y el doctor Santos dictará conferencias por el mundo, como exSecretario General de la ONU.
Hay que descartar todas las hipótesis. Para eso estamos, dirá la Policía. Para eso estamos, dirán fiscales y jueces. Para eso estamos todos. Para hacer lo mismo, exactamente lo mismo, que hicimos tan bien hecho con los asesinatos de Luis Carlos Galán y de Álvaro Gómez.
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