Diez años. Se dice fácil. Lo que sí es mucho más difícil es llenar esas
palabras con todo el contenido que les es propio y les da su significado pleno,
al menos esta semana y en nuestra nación. Me refiero, por supuesto, a la
conmemoración de los diez años del 11 de Abril de 2002, que se cumplirá el próximo
miércoles.
Podría explicar, una vez más, que de las 79 investigaciones penales que
abrió el gobierno sobre las diecinueve muertes y las varias decenas de heridos
de los días 11, 12 y 13 de Abril de 2002, la gran mayoría de éstas sólo
quedaron en la fase preliminar de la investigación, para luego ser sobreseídas
o archivadas, garantizando la más absoluta y abyecta impunidad. Podría aclarar
que incluso hoy, por boca del Ministerio Público –si es que debemos darle algún
crédito- sólo se mantienen activas 27 de estas causas, y que en ninguna de
ellas –digo, en ninguna de las investigaciones- se ha producido una condena
legítima o válida contra quienes asesinaron y dañaron no sólo a ciudadanos, a
seres humanos, sino también al alma de una nación que desde ese momento nunca
volvió a ser la misma.
El 11 de Abril de 2002 fue el día en el que los venezolanos revivimos los
colores del miedo y de la muerte, y lo que siguió a esas fechas –las
persecuciones, el uso de las mentiras desde el poder, la creación novelera de
épicas oficialistas inexistentes- no se quedó atrás como muestra de hasta dónde
es capaz de llegar quien sólo quiere el poder, por el poder. Si en algún
acontecimiento de nuestra historia contemporánea quedará claro que este
gobierno falsea los hechos, y que usa sus falsedades para perseguir a quienes
se le oponen, y para endiosar y mitificar a un Chávez que fue en esos días de
todo, menos valiente y digno, será en éstos, en los sucesos relativos a Abril
de 2002.
La única condena que se ha dado en concreto sobre estos sucesos, los que
tuvieron lugar en el centro de Caracas y en las cercanías de Miraflores, nunca
me cansaré de repetirlo, es absolutamente ilegítima, y sólo sirve a apuntalar
una mentira oficial, una versión sesgada y falseada de los hechos –una que por
estos días se escuchará en los medios oficiales una y otra vez sin descanso ni
tregua- que no se corresponde con la realidad de lo que pasó. Hablo de la
injusta sentencia que mandó a la cárcel a los comisarios Vivas, Forero y
Simonovis y a los funcionarios de la PM, sin pruebas y sin más lógica o sentido
que el de hacer creer, a propios y a ajenos, que se había hecho “justicia”, y
que se había descubierto la “verdad” de lo ocurrido, cuando lo cierto es que si
en alguna oportunidad el Poder Judicial sirvió como mampara al abuso, a la
mentira y a la irracionalidad, fue en ese caso. Al que no me lo crea, le invito
a tomarse el tiempo de leer el expediente –un mamotreto elefantiásico tan
absurdo y surrealista como las decisiones que en éste se contienen- y a
preguntarse, por ejemplo, cómo es que si se suponía que se iba a hacer
justicia, quienes fueron captados en video disparando contra la autoridad y
contra la marcha de ciudadanos desarmados –los famosos pistoleros de Puente
Llaguno- fueron declarados “héroes de la revolución”, y finalmente absueltos;
mientras que quienes se dedicaron a evitar confrontaciones asesinas y a
proteger a quienes protestaban, fueron condenados como pretendidos asesinos.
También podría destacar que esta condena sólo abarca a 2 de los 19 fallecidos
en nuestra capital, dejando en la absoluta oscuridad a 17 personas,
oficialistas y opositores, que al día de hoy no encuentran ni siquiera una
justicia torcida o de parapeto que les tome en cuenta.
Hubo, vale la pena recordarla, otra condena relacionada con los sucesos
de Abril de 2002, y en esta también se evidenció cómo al poder no le interesaba
la verdad, sino proteger al “líder” de sus propias mentiras y de las
mitificaciones que sus acólitos le han creado sobre su personalidad. Me refiero
a la condena al Capitán Otto Gebauer, cuyos únicos pecados fueron el haber
cumplido en esos días con su deber –trasladando a Chávez desde Caracas hasta La
Orchila- y otro, mucho más imperdonable: El de haber visto llorando como
plañidera a quien se suponía era el “hombre fuerte” de Venezuela. Por eso se le
condenó, en uno de los absurdos judiciales más emblemáticos de estos tiempos, a
cumplir una pena de prisión de 13 años, por la supuesta “desaparición forzada”
–así se calificó su delito en la sentencia- de un presidente que no sólo nunca
fue maltratado o irrespetado mientras fue depuesto del poder, sino que además
–por lo menos hasta donde sabemos los venezolanos- jamás “desapareció”.
Y así quedan muchas incógnitas sobre el 11A. Habría que indagar también
cómo es que si Chávez no renunció –eso es lo que los medios oficiales nos
repetirán una y otra vez estos días- su entonces Vicepresidente, Diosdado
Cabello, se juramentó como Presidente, lo cual sólo habría podido hacer ante la
constatación de que en efecto Hugo Chávez había renunciado, ¿se trató de una
traición?, ¿o será entonces por el contrario que lo que todos sabemos –que
Chávez sí renunció- es verdad, y que en consecuencia su mandato es ilegítimo
desde 2002?
Lo único cierto sobre el 11A, al día de hoy, es que el gobierno de Hugo
Chávez se ha negado sistemáticamente a que la verdad real, la que no admite
“versiones” ni “interpretaciones”, se conozca. Hasta hoy, sobre estos sucesos
no hay más que la más terrible impunidad, pero no sólo en nuestras fronteras,
sino también a nivel internacional. La CIDH, pese a que admitió la causa de
varias de las víctimas del 11A, y aun cuando ya está, y desde hace más de seis
años, finalizado todo el proceso a la espera de una decisión, aún no termina la
CIDH de sentenciar lo que, todos lo sabemos, corresponde: Que el Estado
venezolano fue responsable, durante los días 11, 12 y 13 de Abril, tanto por
acción como por omisión, de gravísimas violaciones a los DDHH contra sus
ciudadanos.
Les invito entonces a hacer un contundente ejercicio de la memoria. No
sólo en honor a los que hoy ya no están y aún esperan en los limbos de la
injusticia que la verdad, por fin, se imponga, sino también para hacer ver a
nuestros jóvenes, que no tienen por qué recordar esos hechos como lo hacemos
nosotros, qué es lo que jamás debemos volver a vivir, ni seguir viviendo, si
queremos reconstruir el país desde nuestros valores y principios, que no desde
la muerte, desde la violencia, o desde el miedo. Me apoyaré también para ello
en la salida del libro de Alfredo Romero, “Relatos de muerte en vivo”, un
excelente compendio de muchas de las historias de abusos y de muerte que nos
han forzado a vivir en los últimos 13 años, para no dejar que se pierdan en las
gavetas del olvido tantos hechos, tantas situaciones, y tantos agravios que el
tiempo, y la vorágine del día a día, a veces hacen que se desvanezcan. No hay
clamor más poderoso que ese: El de quienes aspiran justicia, pero ya no pueden
hacerse oír. No podemos, no debemos, permanecerles indiferentes.
@HimiobSantome
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