Son
aquellos (as) que dan la apariencia de ser encantadores; todo lo fundan en la
aceptación social o política. Hacen creer que están inundados de conocimientos
y expresan sus opiniones, más bien sus prejuicios o caprichos, con un notorio
desparpajo, con una soltura tal que por sí misma les conferiría la condición de
hombres de mundo. Engañan a los incautos. Se muestran como personas serviciales
o solícitas, cuando no hacen sino obedecer a cálculos mezquinos, algo que luego
cobran con el carácter de una recompensa. Arrastran un egoísmo insalvable. El
interés es su motivación primordial. Nunca conceden nada a cambio de nada. En
su interior se saben poca cosa, pero eso lo compensan con maneras cortesanas y
un andar insolente que les granjea, en ocasiones, aplausos de compromiso. Y eso
los envanece.
Hablan
en los pasillos, despotrican a espaldas de los incriminados, se hacen los
valientes detrás del burladero de la cobardía y llevan y traen cuentos en tono
de murmuración. No soportan la existencia de alguien que sea independiente u
honrado, porque ellos necesitan prosperar a la sombra de alguien, con la
aquiescencia de alguien. En esto son expertos. Halagan, intrigan y dejan caer
ante el interlocutor de turno unas falsas migajas de preocupación sobre temas
éticos. Por supuesto, confunden ética con moral. Como no tienen un sentido de
lo universal, lo pequeño les merece una atención neurótica, obsesiva. El chisme
y la burla les interesan como una forma de dañar un prestigio, no como una
opción de ridiculizar la solemnidad.
Tienen
tan poco sedimento cultural que cualquier tontería les parece una muestra
encomiable de ingenio. Confunden la sabiduría con el ardid, se ufanan de sus
pequeños éxitos materiales y suponen que el espíritu se reduce a la exhibición
impúdica, con ojos entrecerrados, de una fe dominguera y sospechosa. La noción
de Dios, por supuesto, se les prefigura como un patético cuadro de viernes
Santo, con truenos, lluvia torrencial y nubes arreboladas. Quien más les
recuerda su propia idiosincrasia es Poncio Pilatos. Lavarse las manos es, para
ellos, una forma de genialidad o de viveza. Nunca aparecen, nada hacen con el
pecho por delante, jamás se exponen a una cornada.
La
oscuridad es su reino, donde más cómodos se sienten. Allí urden y alimentan
envidias, recelos y aversiones, los cuales expresan con la advertencia de que
eso no es de su coleto sino que proviene de la maledicencia ajena, siempre tan
ruin y desvergonzada, según piensan para sí. Después de que se cruzan con un
hombre de bien, en su intimidad hacen una mueca de perplejidad y descreimiento.
Les parece irreal. No conciben que haya alguien distinto a ellos, que repose en
sus antípodas, sin hacerle venias a la liviandad o al oportunismo.
Son,
en el lenguaje común, unos paquetes que se autocomplacen. Sin jamás haber
dictado una clase en una universidad de prestigio o una conferencia, ni nunca
haber escrito una página siquiera aceptable en un periódico de los más leídos,
fungen con vana prepotencia de poseer una inteligencia noble y cultivada.
Mostrarse como son les significaría el descrédito o la muerte pública. Los
libros les son ajenos. La literatura o el arte les son indiferentes, tal vez
fastidiosos o innecesarios. Creen que la vida es el cuerpo, la ropa, los
zapatos y un andar vanidoso por los pasadizos de un club.
Lo subjetivo nada les dice, y lo objetivo lo
conminan a las apariencias, donde el ser humano se siente igual a los demás, es
decir, donde es más fácilmente aceptado por los demás. Los errores humanos, los
de los otros, los califican en blanco y negro. Excepto los suyos, los yerros
merecen el infierno. Nunca ven colores, jamás miran la contrafaz de las cosas,
porque su talante tiende a excluir por conveniencia y a complacer por abyección.
El
amor no les atrae sino como un detalle instrumental, objeto de vanagloria. La
simplicidad de sus almas se regodea en la televisión, en el cine barato o en
las telenovelas de truculento acontecer. Pero lo que más los distingue es la
superficialidad. No les interesa la ciencia, que poco entienden, pero hacen de
sus vidas una especie de ciencia-ficción, la cual adoban con un vano apego al
dudoso brillo de los desechos tecnológicos. Aprovechan, claro, cuanta
oportunidad aparezca de hacerse invitar, sea viajes o fiestas.
En
aquéllos no ven más allá de lo que permite la ventanilla de un avión, el
concreto de unos edificios o el ambiente selvático y lujurioso de ciertos
parques; de éstas sólo les interesa la posibilidad de lucirse con trivialidades
o de adquirir nuevas víctimas para sus indeclinables y prosaicas apetencias.
Son, en resumidas cuentas, pequeños hombres y mujeres de medianos triunfos,
endebles notoriedades, infatuados fariseos, mediocridades irremediables…
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