Dicen que el poder
genera cierta atracción, y la verdad es que ciertos hechos los confirman. Se
puede entender que determinado tipo de personas tengan cierta afinidad con
aquellos que detentan el poder a diario. Quedan encandilados por lo que el
poderoso de turno puede hacer y por como maneja su discrecionalidad y decide
por otros, sobre sus riquezas o futuro.
Es comprensible que
aquellos que jamás estuvieron cerca del poder, de pronto, se vean impresionados
por la ampulosidad, el despliegue pomposo y cierto glamour que el gobernante
tiene al rodearse de personajes públicos, famosos que provienen de diversas
disciplinas, o simplemente funcionarios de otras latitudes que intercambian
acciones protocolares con el protagonista ocasional. Es demasiado frecuente que
el roce social que el gobernante ostenta, resulte seductor para ciertos
círculos que rara vez accede al mismo.
Lo que llama
especialmente la atención es como gente preparada, con abundante formación
académica, que puede exhibir títulos y especializaciones puede admirar a tanto
político mediocre.
Se ve también idéntico
fenómeno en personas que pueden enorgullecerse de éxitos importantes en su
disciplina elegida, el arte, el deporte, el mundo de las empresas, inclusive
habiendo accedido a significativas fortunas económicas y teniendo poco que
envidiar al poderoso de su tiempo.
Se puede comprender que
esto suceda cuando del otro lado estamos frente a una mente brillante, a un
estadista, a un habilidoso de la política, un orador destacado, un profundo
lector, o un intelectual de la partidocracia.
Lo difícil de entender
es como personas exitosas en lo suyo pueden someterse, ofreciendo adulación,
pleitesía y claudicación permanente a sus ideas frente a tanto personaje gris,
a los que han hecho de la picardía una profesión reemplazando su ausencia de inteligencia,
solo con ciertas inescrupulosas acciones que le permitieron manotear la caja de
otro, apropiarse de los recursos de la sociedad, y alcanzar al poder, gracias a
sus escasos principios morales.
Inclusive se puede
comprender cierta admiración por la inteligencia, la cultura, y hasta la
habilidad para comprender a una sociedad, pero es difícil de entender como
gente con valores, puede prestarse a este patético juego.
No llama la atención
que los prebendarios de siempre lo hagan, esos que les fascina que los llamen
empresarios, cuando en realidad saben que solo son buenos para intercambiar
favores por dinero y buscar privilegios secuencialmente. Ellos no apelarán a
sus talentos para competir con otros.
Tampoco resulta extraño
que ciertos personajes, que dicen disponer de una amplia formación cultural,
aprecio por las artes y refinado gusto, terminen adulando al poderoso, solo
porque de tanto en tanto este último los invita a banquetes oficiales, a
transitar las alfombras rojas del protocolo oficial, o inclusive lo contrata
abonándole fortunas por su sola presencia farandulera.
Algunas de esas
celebridades, solo se arrastran, se trata de gente que repta por los pasillos
estatales sin dignidad, que suelen ver al poder como un vehículo para reunir
dinero y disponer de una acumulación económica que detestan en público pero que
disfrutan a sus anchas en privado.
Ese sector de la
sociedad, no tiene principios. Muchos de ellos están siempre cerca del poder, y
cuando el que está ahora caiga en desgracia,
verán como acomodarse con el siguiente.
Lo que es inadmisible,
es que gente inteligente, con formación, que puede mostrar éxitos genuinos en
su campo de acción, haya caído en la misma trampa, y termine mezclado con los
de siempre, compartiendo escenario y vereda con gente sin estatura moral.
Hay que intentar
levantar la cabeza, no se puede ser sumiso ni servil. El poder, a veces, merece
cierto respeto, pero no siempre, y algunas otras, solo desprecio, o al menos
hacer el intento de no terminar claudicando como otros, solo por el temor al
amedrentamiento oficial.
Cuando queremos enseñar
valores a nuestros hijos y pensamos que ellos deben tener un mundo mejor, no
alcanza solo con recitarlo, es preciso demostrarlo con hechos, actitudes
concretas y no con abstracciones.
Ciertos renunciamientos a veces tienen sabor amargo, pero es la única forma
efectiva conocida de no brindar ambiguos discursos, por aquello de que algunos
gestos valen más que mil palabras.
La próxima vez que
estemos en contacto con los que mandan, animémonos a preguntarnos a nosotros
mismos, si estamos haciendo lo adecuado, si estamos siendo consecuentes entre
nuestro discurso y nuestra acción. Tal vez algunos estén transitando el camino
de la adulación a la persona incorrecta. Los grandes, los estadistas, los que
gobiernan para el futuro no necesitan de alcahuetes, solo precisan algo de
respeto, de ese que se gana y no se pide, tal vez un critica genuina en el
momento exacto, y una dosis de confianza y paciencia para que logren concretar
sus ideas.
Los otros, los que
necesitan del halago y de gente que les aplauda todos los días, son solo
mediocres, gente repleta de complejos de inferioridad, que no merece demasiada
consideración y que sus propias inseguridades le hacen precisar de una
obsecuencia lineal, que solo ofrecen los que también son parecidos y terminan
formando parte de los deslumbrados con la mediocridad.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
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