Hablar de “ideología” en los tiempos que corren puede resultar controversial. Habrá muchos que se escandalicen propinando el harto difundido alarido que exclama que “¡las ideologías en el pragmático siglo XXI no existen!”, mientras que habrá otros que con mayor razón alegarán que “ideología” se trata de un concepto que ha tenido numerosas definiciones en muchos casos contradictorias entre sí.
Sin entrar en el terreno de estas múltiples acepciones, tomemos la más utilizada de ellas y entendamos la “ideología” como un conjunto de axiomas, principios, valores e incluso creencias y actitudes que sirven al hombre a los efectos de comprender aspectos tanto del mundo en general como de su vida en particular de una determinada manera.
Las ideologías, en efecto, deben inexorablemente enfrentar la prueba de la realidad: una ideología que vaya en sintonía con ella, puede mejorar las condiciones existenciales que sus fronteras establecen, mientras que otra que confunda o niegue dicha realidad, ineludiblemente colisionará fatalmente con esta.
El contundente fracaso de las diversas formas de marxismo o colectivismo llevado a la práctica en el Siglo XX por tantos países de Oriente y algunos de Occidente, fue por sobre todas las cosas ideológico. Va de suyo que económica, política y socialmente el comunismo hizo estragos por donde pasó, pero ello fue en todo caso efecto y no causa de su innegable descalabro. La verdadera raíz de la implosión colectivista está, en puridad, en su ideología. Todo el resto es corolario.
Dos fueron las interrogantes que el colectivismo contestó mortalmente: ¿Todo hombre es dueño de su propia vida, o dicho de otra forma, necesita el hombre vivir en libertad? y ¿Debe el hombre disponer de aquello que con su trabajo, creatividad o inteligencia transforma de la naturaleza, o dicho de otra forma, debe respetarse la propiedad privada de los hombres?
La realidad racional del hombre exige que éste viva en libertad, y el colectivismo lo concibió como siervo de la “sociedad”; la realidad en términos de incentivos productivos y desarrollo económico exige que el hombre pueda disponer del fruto de su esfuerzo libremente, y el colectivismo negó la propiedad privada.
La distinción entre el derecho del hombre de ser el dueño de su propia vida y el derecho de ser el dueño del fruto de su trabajo, en rigor de verdad, es más aparente que real. En efecto, el segundo es la manera de instrumentalizar el primero.
Dado que la vida no es un proceso autosuficiente, el esfuerzo del hombre es el medio para sostenerla; allí donde los hombres son privados del fruto de su esfuerzo, son privados en definitiva de los medios para sostener su vida.
Sin derechos de propiedad, ningún otro derecho es posible. La realidad nuevamente nos brinda ejemplos elocuentes al respecto. Piense en Cuba, en los países de la URSS, o en cualquier nación que haya abolido la propiedad privada, y comprobará que no existe caso alguno en el que, no habiendo derechos de propiedad, se hayan garantizado derechos de expresión, políticos, religiosos, etc.
Ahora bien, tras el derrumbe socialista del siglo pasado, la izquierda latinoamericana −reciclado de por medio− se dividió en dos corrientes bien identificables: la izquierda “populista” y la izquierda “progresista”. Esta última ha despistado a muchos observadores, puesto que su carta de presentación incluye la “defensa de las minorías” y la defensa de la libertad de expresión y la libertad política.
¿Qué ha ocurrido? ¿Es esta izquierda una versión totalmente antagónica al oxidado marxismo del siglo pasado? ¿Puede hablarse de “izquierda liberal” como algunos la han calificado? ¿Estamos frente a un nuevo proyecto ideológico?
Nada de todo eso. Los principios filosóficos colectivistas, según los cuales el hombre se debe no a su propia vida sino a la “sociedad” (la cual, en verdad, no es más que una mera abstracción que indica un conjunto de individuos interrelacionados), se mantienen intactos toda vez que los derechos de libertad económica continúan siendo despreciados aún por esta nueva forma “moderada” de izquierda.
A los dos interrogantes que el colectivismo del siglo pasado contestó mortalmente, el progresismo hoy los contesta contradictoriamente: ¿Debe el hombre vivir en libertad? Sí, siempre que esa libertad no incluya los intercambios económicos voluntarios. ¿Debe existir la propiedad privada? Sí, siempre que el Estado pueda expropiarla, dividirla, repartirla, regularla.
Defender la libertad política y de expresión mientras se niega la libertad económica es la flagrante contradicción progresista. Lo que se está contradiciendo, en verdad, es la propia realidad: la libertad es la ausencia de coerción externa en la voluntad de un individuo. Simplemente eso. Luego, dividir la libertad en “económica”, “política”, “de expresión”, etc. es un recurso meramente analítico. La libertad es una: o se la defiende, o se la niega. Y la izquierda, en cualquiera de sus formas, ayer y hoy, la ha negado rotundamente.
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