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lunes, 14 de noviembre de 2011

ALONSO MOLEIRO: 22 AÑOS SIN EL MURO DE BERLÍN

Con el Muro de Berlín se vino también abajo el comunismo mongol, y cayó Yemen del Sur. Conocieron su fin todos los experimentos de partido único de África (y con ellos una dilatada y ambiciosa política cubana en la región): Cabo Verde, y más adelante Namibia, Angola y Mozambique. Pero sobre todo, se vino abajo el experimento etíope: Pudieron los eritreos alcanzar la anhelada independencia

Diez días después de haberse anunciado todas las restricciones que imponía la presencia del Muro de Berlín, Erich Honecker, el longevo presidente de la hoy extinta RDA, anunció su dimisión como Primer Secretario del Partido Socialista Unificado de Alemania. Tocado aún por la sincera intención de mantener el status quo, el buró político anunció la designación de un nuevo Secretario, Egon Krenz, un delfín de Honecker que asumía el mando prometiendo reformas pero negando de plano cualquier perspectiva de democratización. Reafirmando, en resumidas cuentas, la necesidad de salvar el Estado socialista y garantizar "el papel orientador y dirigente" del Partido sobre la sociedad y el Estado.

La salida de Honecker, decano entre las tiranías de la Cortina de Hierro, produjo la activación de la centrífuga que tiene lugar cuando se activa todo verdadero proceso revolucionario. El viejo dictador, como Krenz, como buena parte de los integrantes del extinto partido, pensó que su salida constituiría un sacrificio inevitable, pero necesario, para aliviar las tensiones internas y salvar el andamiaje de aquel Estado policial que estaba a punto de desaparecer para siempre.

Esfuerzos inútiles. Seis meses después, Hans Modrow, y luego Lothar de Maiziere, ya primeros ministros interinos de una nación liberada de la tutela del otrora poderoso partido obrero, negociaban con Helmuth Kohl, el canciller de la República Federal, los términos de la reunificación.

Todo el mundo sabía qué estaba sucediendo: una Alemania considerablemente más desarrollada engulliría a la otra para terminar de construir la poderosa nación que es ahora. No sin escupir antes, por cierto, los restos que no le servían: la Stasi, el temido servicio secreto de la RDA; la burocracia del Frente Nacional de Alemania Democrática, bloque político que integraba al partido y sus organizaciones de masas; y la famosa Volskkammer, la "Cámara del Pueblo", el Parlamento de aquella nación en trance de disolución, un horroroso edificio de cristal que fue demolido cuatro años atrás.

Buena parte de la nomenklatura y los emblemas de aquel país ­su bandera, sus himnos, las odas a la hermandad soviética, e incluso el Trabbant, automóvil estatal emblema de aquella era­ están clasificadas en exposiciones en los museos de historia de la nación. El recuerdo de Honecker no dista demasiado del que los nicaragüenses tienen de Anastasio Somoza, y Krenz terminó pareciéndose a Urcuyo, aquel presidente de cuatro días de duración que fue dejado en Managua mientras ésta era terminada de tomar por los sandinistas.

El fin del Muro de Berlín ­llamado "Muro de Contención Antifascista" por la propaganda oficial­ no fue ni un desperfecto político, ni una componenda internacional, ni un accidente histórico. Significó el colapso de una estructura de gobierno y una forma de concebir la política que enterró para siempre principios organizativos, funcionales y económicos derivados de lo que el siglo XX conoció como el leninismo.

El fin del Muro activó la revolución rumana; inició la disolución de Yugoslavia ­la "cárcel de pueblos" que denunciaba el nacionalismo croata­; y produjo la independencia irreversible de las naciones bálticas. Su onda expansiva penetró los tuétanos de los experimentos más aislados y disparatados, como el albanés.

No solamente fue el antecedente más importante a la disolución del imperio soviético que tuvo lugar dos años después.

Nos estamos refiriendo a sus réplicas vigentes en el mundo entero, en dominios insospechados y remotos en los cuales el leninismo pudo haber sido apreciado, con algo de razón, como la alternativa natural a los ensayos coloniales del capitalismo primitivo.

Con el Muro de Berlín se vino también abajo el comunismo mongol, y cayó Yemen del Sur. Conocieron su fin todos los experimentos de partido único de África (y con ellos una dilatada y ambiciosa política cubana en la región): Cabo Verde, y más adelante Namibia, Angola y Mozambique. Pero sobre todo, se vino abajo el experimento etíope: Pudieron los eritreos alcanzar la anhelada independencia y conocer el mundo quién era, en realidad, Mengitsu Haile Mariam: un criminal de guerra que encarna uno de los lunares más espantosos de la política exterior cubana.

Finalmente se vino abajo la primera versión del sandinismo, la única que tuvo sentido histórico y prestigio, edad de oro de los siete comandantes. Chinos y vietnamitas le darían continuidad a un audaz proceso de reformas económicas de mercado que permitió a su dirigencia salvar el pellejo.

Partido único, sociedad unidimensional, liderazgos vitalicios, control de las demandas obreras, elecciones de tercer grado, planificación centralizada de la economía, censura previa en las expresiones culturales. Esos fueron los valores que entraron en crisis para siempre. Superados definitivamente, a Dios gracias, en todo el mundo.

El fin del Muro de Berlín, produjo, además, una corrección en los límites de lo que hoy conocemos como progresismo.

Valores, no tanto económicos, como civiles y políticos. No puede considerarse hoy progresista un sujeto que se sienta doliente de un experimento como el castrista, que, si lo vemos bien, ha resultado ser tan parecido a cualquier variable falangista en su relación con el país y la sociedad. En Berlín se hizo universal la economía mixta; se comprendió la profundidad y el significado de la propiedad privada; los derechos personales dentro del compromiso colectivo; la libertad para reunirse y asociarse; la autonomía de las organizaciones sociales; el voto directo y secreto, el multipartidismo, la alternabilidad y la libertad política como conquistas de la civilización.

Es un evento que galvanizó la conciencia de una generación: sobre sus conclusiones se mueve el marco de la política contemporánea. La gente protesta y cuestiona, pero nadie en el mundo quiere volver al comunismo. Es por eso que ningún "indignado" quiere el fin de la propiedad privada. Por eso nadie lleva el cartel de Fidel Castro en ninguna protesta. Por eso hoy nadie se acuerda de Alemania Oriental.

Lo que falleció para siempre fueron los principios que Lenin, pero sobre todo Stalin, hicieron universales en el siglo XX. Los que transformaron en una espantosa pesadilla aquella emocionada proclama que León Trotsky emitió en 1924: "A los pobres, a los humillados: a quienes lloran su vergüenza detrás de las puertas, les informamos que los obreros hoy están en el poder".

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