Hacia el sur de Noruega, en plena costa, en forma de bahía cerrada o protegida, existe una ciudad apacible llamada Stavanger.
Quien la ubique en el mapa, la reconocerá a la altura de Dinamarca, casi como una cuña de territorio noruego que incide en el vecino del sur. Sus pobladores hablan de temperaturas benignas, con 5 o 10 grados de diferencia, sobre todo si se comparan con las de Oslo, y también de una cálida corriente marina. En verano, Stavanger tiene 20 horas de luz, y en invierno, sólo 4. Ciudad de 200.000 habitantes, no más, lo que ya es una cifra alta para los estándares nórdicos, el resto de la descripción debería hablarnos del orden de las calles, de algunas iglesias, de plazas y parques, de escuelas magníficamente equipadas. Con los más altos índices de calidad de vida y de convivencia, que Noruega y otros países nórdicos exponen para envidia del resto del mundo, Stavanger debería ser un nido de recogimiento, una estampa cívica donde los niños crecen creyendo que el planeta Tierra es en verdad el paraíso.
NORUEGA DE LAS SARDINAS AL PETROLEO |
Desde estos horizontes con cárceles dominadas por sus propios presos o tasas de secuestros que suben como espuma, poco o nada nos debería interesar Stavanger. A no ser por el hecho concreto, comprobable, de que al menos desde 2002, o antes, en la bella ciudad costera viven alrededor de 150 familias venezolanas. Entre padres, madres e hijos podríamos estar hablando de cerca de 500 ciudadanos venezolanos que ya llevan una década en suelo nórdico y que no tienen la menor intención de emigrar hacia otros destinos. Sencillamente, por accidente o azar, Stavanger los ha acogido en su lecho como uno más de sus ciudadanos, brindándoles medios de vida, paz y armonía.
Se cuenta que en el origen de este núcleo creciente está la explotación petrolera, y por ella han sido atraídos o contratados grupos variados de profesionales venezolanos, quienes una vez expulsados de la industria nacional han terminado fichados por reconocidas multinacionales o empresas proveedoras de servicios. La gran odisea explotadora del mar del Norte, con plataformas marítimas que soportan los más fieros embates de oleajes y frías corrientes, ya cuenta con su capítulo venezolano.
Las madres venezolanas consiguen en los mercados de Stavanger harina para hacer arepas, los padres organizan equipos de beisbol y los jóvenes ya cuentan con un grupo de gaitas navideñas llamado "Noruegaita". Una célula patria en medio del frío y los pinos, o más bien los signos de una diáspora secreta que se repite en Canadá, Australia, Colombia, España o Estados Unidos. Una nacionalidad quebradiza, atomizada, cada vez más ajena al origen, que se distribuye por el mundo, como gitanos de nuevo cuño. El país tiene el suficiente talento como para expulsar a sus connacionales y decirles que su destino está en las antípodas, y nunca en suelo propio, de donde son execrados por persecución o falta de oportunidades.
Me detengo a pensar, por sólo unos instantes, en esos venezolanitos, entre uno y diez años, que crecerán en Stavanger y harán de Noruega su patria supletoria. Hablarán un idioma exótico, tendrán novias o novios nórdicos, y dejarán en esos linajes vikingos apellidos de sonoridad muy castiza. El país será apenas un mal recuerdo, que sus padres dejaron atrás, para beneficio de ellos. Esa es la impronta que nos marca: el olvido, el desconocimiento, la fuga, la necesidad de irse a otra parte, porque el país nos expulsa por violento, injusto o indócil.
Nuestra historia se contará en otro sitio, en otras mentes, en otros suelos, y ya habrá algún heredero en Stavanger, escritor reconocido, que rescatará un origen sepultado para componer una saga novelística de crímenes, raptos y desamores. Nuestro futuro está en Stavanger y no lo sabemos.
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