Washington, DC—En cualquier dictadura que acude a las urnas, los movimientos de oposición se enfrentan a un dilema: participar o no participar. Si lo hacen, pueden legitimar la farsa electoral. Si no lo hacen, ceden todo el espacio institucional al dictador.
Hace cinco años, la oposición venezolana boicoteó las elecciones a la Asamblea Nacional. Su razonamiento fue moralmente correcto: todo apuntaba a una elección fraudulenta y cualquier colaboración con la farsa de Hugo Chávez lo ayudaría. El resultado fue una Asamblea Nacional que, a excepción de unos cuantos renegados, ha actuado como muñeco de ventrílocuo de Chávez, sin costo real alguno para él. Cuando se celebraron los comicios, Chávez se encontraba mucho más allá del punto en el que la opinión pública importaba.
Por este motivo la Mesa de la Unidad Democrática ha tomado la decisión acertada al participar en las elecciones parlamentarias que tendrán lugar en Venezuela el 26 de septiembre. Ante la perspectiva de un Estado totalitario, la abstención no es una opción. Ganar la discusión moral —el objetivo básico de la abstención —es inútil cuando el teatro de guerra político ya no es lo que está bien y lo que está mal, sino el de unas instituciones republicanas moribundas frente a un gigante tiránico. En este escenario, la necesidad urgente es la preservación de cualquier capital político que aún posean aquellos que luchan por la supervivencia de la república. La necesidad mayor es revertir la tendencia a favor en suyo. Al participar en la votación, la oposición está haciendo lo primero y al menos manteniendo viva la posibilidad de lo segundo.
Sabemos que esta no será una elección justa. Aunque las encuestas indiquen que la oposición se encuentra ligeramente por delante del gobierno, y aun cuando dos tercios afirman que Chávez debería dejar el poder el año próximo en lugar de buscar otro mandato, las condiciones imperantes no permitirán que los enemigos del gobierno obtengan la mayoría de la asamblea. Los estados proclives a Chávez tienen una representación desproporcionada: la oposición necesita un poco menos del 60 por ciento de los sufragios para alcanzar una mayoría. Teniendo en cuenta al innoble órgano electoral, la campaña de violencia e intimidación contra los críticos, y las restricciones impuestas a los medios de comunicación y otras organizaciones, no hay posibilidad de que el recuento oficial coincida con el número de votos reales reunidos por la oposición.
Pero la campaña ha confirmado que la mayoría de los venezolanos repudian al régimen aun cuando el nivel de apoyo, un 40 por ciento, es elevado. Ha ayudado además a concentrar las mentes de la gente en el trágico saldo del socialismo bolivariano: una delincuencia incontrolable (160 mil muertes en 2009); la ruina de los servicios públicos (cortes diarios de energía a pesar de que la represa del Guri, que suministra las dos terceras partes de la electricidad del país, ahora tiene harta agua); la escasez de alimentos (y el acaparamiento por parte de funcionarios que los venden en el mercado negro); la inflación (por encima del 30 por ciento); y una contracción económica este año, cuando el resto de América Latina se encamina hacia una tasa promedio de crecimiento superior al 5 por ciento.
Las elecciones darán a los opositores una presencia en la Asamblea. Sí, es probable que Chávez se incline por sus “asambleas comunales”, entidades locales organizadas para sustituir a las instituciones republicanas, como una fuente alternativa de poder legislativo. Pero la Asamblea seguirá proyectando la voz de la oposición más allá de sus límites actuales y aumentará el costo del hostigamiento cotidiano de la dictadura a los funcionarios electos que no son sumisos. Si la oposición obtiene un tercio de la Asamblea, Chávez tendrá que descalificar, enviar a la cárcel, apalear o expulsar a un número muy significativo de parlamentarios electos pertenecientes a un órgano de alto nivel con sede en Caracas —en lugar de hacerlo con un gobernador de este estado o un alcalde de aquella ciudad—.
Nadie debe albergar la ilusión de que existe una relación proporcional entre el número de personas que quisieran ver a Chávez salir del poder y las posibilidades de que esto acontezca pronto. Desde que Chávez regresó al poder tras el efímero golpe de Estado de 2002 y, quizás más decisivamente, desde su victoria en el referéndum revocatorio de 2004, la fortaleza relativa de las fuerzas en juego cambió a favor del caudillo. Lo que es posible, con mucha ayuda de las Parcas, es debilitarlo gradualmente hasta el punto en que se desaten dentro del régimen uns fuerzas que lo dejen impotente frente a una gran mayoría de venezolanos dispuestos a enfrentársele.
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