* SOLEDAD MORILLO BELLOSO ESCRIBE EN NOTITARDE: “SIN PIEDAD”
20 de enero de 2008
Una señora viene caminando por el mercado popular. Recorre los tarantines buscando frutas y hortalizas. Mira aquí y allá. Las cebollas están caras, pero los tomates están frescos y a buen precio. De pronto, una bomba estalla. El olor a carne humana quemada se esparce por la atmósfera. El ulular de las sirenas de las ambulancias no acalla los llantos de las gentes. Los médicos atienden a los heridos. Los religiosos rezan oraciones a esos que, mientras caminaban por esa calle, no sabían que ese día comenzarían a ejercer el oficio de difuntos. Horas después, un grupo se atribuye el atentado. En el comunicado entregado a los medios de comunicación hablan de "Nación", de "Derechos", de "Justicia", de "Principios", de "Valores". Todo en mayúscula. Con esas palabras justifican las decenas de muertos y heridos. Ellos matan para hacer "Patria".
Son las cinco de la mañana. En el campamento, un secuestrado se soba las llagas que le han producido las cadenas. Se echa de su propia saliva, como hacen los animales, a ver si logra que ceda la infección. Pero su sistema inmunológico ya no puede más. La escasa alimentación cobra duro en sus defensas. Mientras piensa en su casa, en su mujer y sus hijos, recuerda que le pareció escuchar que los guerrilleros necesitan enviar una fe de vida. Si eso va a ocurrir, le cambiarán la ropa, le darán de comer. Porque si en la foto o el video se ve como está, eso perjudicaría la imagen de los guerrilleros. Ayer le pareció escuchar que los van a cambiar de campamento. Se horroriza de sólo pensar en tener que caminar con esas llagas que tiene en los pies. Anoche los guerrilleros celebraron. Supieron que tuvieron éxito en el traslado del alijo de drogas. Antes de dormir estuvieron cantando y a uno le oyó la frase "Patria, socialismo o muerte". De muerte saben los guerrilleros. "Patria" es una palabra que les queda grande. Y "socialismo", viene de social, de sociedad, y no hay sociedad si no hay vida.
Aquella mañana de octubre, Amapola había cumplido su rutina cotidiana cuando Feliciano estaba de viaje. Se había levantado, había colado café, del colombiano que gracias a Dios recibía en la valija diplomática; había puesto comida a los gatos que, remolones, le restregaban su amor peludo, y había dedicado varios minutos a pensar en su preciosa hija, que se encontraba de vacaciones en casa de sus primos en Cartagena. Pensó en llamarla, pero a esa hora seguramente estaría aún durmiendo. Los husos horarios no saben de amor.
Decidió dejar para la tarde intentar la llamada. Lo haría cuando regresara de buscar en el mercado de Passy las ostras que tanto le gustaban a Feliciano. El tomaría el tren desde Bruselas a eso de las 12, con lo cual estaría en París a tiempo para la cena.
El tiempo estaba incomprensiblemente amable aquella mañana. No llovía y la brisa había amainado. Hasta tuvo la tentación de dejar el paraguas en casa, pero decidió que la lluvia no pide permisos en ninguna parte, y menos en París.
Caminó por la Rue de Passy, deteniéndose a saludar a vecinos que ya eran casi compañeros, de tanto y tanto que los veía en su diario compartir con ellos las calles y las aceras, que son, por fortuna, propiedad de todos. En la boulangerie se detuvo a comprar de la baguette. Le dijeron que aún no habían salido del horno. Miró su reloj y se dijo que tenía tiempo para tomar un café y una brioche, y compraría el pan luego de buscar las ostras.
De camino al mercado, Amapola se detuvo a comprar flores. Escogió rosas. Dos. Estaban hermosas. En el tarantín de André buscó las ostras que estuvieran más frescas. Dos docenas. Eran caras, pero la ocasión lo ameritaba. Ese día celebrarían su aniversario de bodas. Diez años, diez años de amor, de un amor que había superado todo tipo de obstáculos.
Tirando del carrito de las viandas, cuyas ruedas no lograban mantener la estabilidad deseada, Amapola recordó que seguramente las sábanas que había mandado a lavar y planchar ya estarían listas en el nettoyage de Monsieur Pascal, en la esquina de la Avenue Mozart. Siguió por la Rue de Passy, tomó a la izquierda hasta la esquina de la estación del Metro La Muette, y allí se encaminó hacia la lavandería. Cruzó la avenida con cuidado, mientras las rueditas del carrito chirriaban como en queja por el abuso de labor.
Sintió una brisa helada, de esas típicas brisas traicioneras que son culpables de tantos resfriados parisinos. Se cerró el sobretodo y por dentro un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como si fuera un presentimiento.
La bomba estalló sin aviso. La calle se llenó de gritos. La gente corría sin dirección alguna. Un niño lloraba inconsolable mientras apretaba el brazo de un muñeco, sólo el brazo. El cuerpo de Amapola fue hallado cincuenta metros más allá, en la entrada de un edificio. Estaba intacto por fuera pero destrozado por dentro. Los médicos forenses dijeron que ella ni tan siquiera se había dado cuenta de la explosión. Su muerte fue instantánea. Llevaba en su mano las rosas, las dos rosas, una roja y una blanca, que había comprado para adornar la mesa de celebración del décimo aniversario de bodas.
Cuando Feliciano se bajó del vagón del Metro en la estación Passy, la policía uniformada y los flick habían acordonado varias cuadras a la redonda. Las sirenas se clavaban en los tímpanos. Y entonces Feliciano sintió el más profundo y absoluto miedo. La violencia rugía su odio. Y la paz había sido herida de muerte.
La lista de organizaciones terroristas del mundo es larga, dolorosamente larga. Asesinan, masacran, secuestran, extorsionan. Sin piedad.
Me avergüenza que el Presidente de mi país se ponga de su lado, y no del lado de los millones que sufren por el accionar de terroristas. Me avergüenza que ese señor lleve en su pecho la banda tricolor. Me avergüenza que use a Bolívar para justificar su nuevo disparate. Me avergüenza un Presidente sin piedad.
20 de enero de 2008
Una señora viene caminando por el mercado popular. Recorre los tarantines buscando frutas y hortalizas. Mira aquí y allá. Las cebollas están caras, pero los tomates están frescos y a buen precio. De pronto, una bomba estalla. El olor a carne humana quemada se esparce por la atmósfera. El ulular de las sirenas de las ambulancias no acalla los llantos de las gentes. Los médicos atienden a los heridos. Los religiosos rezan oraciones a esos que, mientras caminaban por esa calle, no sabían que ese día comenzarían a ejercer el oficio de difuntos. Horas después, un grupo se atribuye el atentado. En el comunicado entregado a los medios de comunicación hablan de "Nación", de "Derechos", de "Justicia", de "Principios", de "Valores". Todo en mayúscula. Con esas palabras justifican las decenas de muertos y heridos. Ellos matan para hacer "Patria".
Son las cinco de la mañana. En el campamento, un secuestrado se soba las llagas que le han producido las cadenas. Se echa de su propia saliva, como hacen los animales, a ver si logra que ceda la infección. Pero su sistema inmunológico ya no puede más. La escasa alimentación cobra duro en sus defensas. Mientras piensa en su casa, en su mujer y sus hijos, recuerda que le pareció escuchar que los guerrilleros necesitan enviar una fe de vida. Si eso va a ocurrir, le cambiarán la ropa, le darán de comer. Porque si en la foto o el video se ve como está, eso perjudicaría la imagen de los guerrilleros. Ayer le pareció escuchar que los van a cambiar de campamento. Se horroriza de sólo pensar en tener que caminar con esas llagas que tiene en los pies. Anoche los guerrilleros celebraron. Supieron que tuvieron éxito en el traslado del alijo de drogas. Antes de dormir estuvieron cantando y a uno le oyó la frase "Patria, socialismo o muerte". De muerte saben los guerrilleros. "Patria" es una palabra que les queda grande. Y "socialismo", viene de social, de sociedad, y no hay sociedad si no hay vida.
Aquella mañana de octubre, Amapola había cumplido su rutina cotidiana cuando Feliciano estaba de viaje. Se había levantado, había colado café, del colombiano que gracias a Dios recibía en la valija diplomática; había puesto comida a los gatos que, remolones, le restregaban su amor peludo, y había dedicado varios minutos a pensar en su preciosa hija, que se encontraba de vacaciones en casa de sus primos en Cartagena. Pensó en llamarla, pero a esa hora seguramente estaría aún durmiendo. Los husos horarios no saben de amor.
Decidió dejar para la tarde intentar la llamada. Lo haría cuando regresara de buscar en el mercado de Passy las ostras que tanto le gustaban a Feliciano. El tomaría el tren desde Bruselas a eso de las 12, con lo cual estaría en París a tiempo para la cena.
El tiempo estaba incomprensiblemente amable aquella mañana. No llovía y la brisa había amainado. Hasta tuvo la tentación de dejar el paraguas en casa, pero decidió que la lluvia no pide permisos en ninguna parte, y menos en París.
Caminó por la Rue de Passy, deteniéndose a saludar a vecinos que ya eran casi compañeros, de tanto y tanto que los veía en su diario compartir con ellos las calles y las aceras, que son, por fortuna, propiedad de todos. En la boulangerie se detuvo a comprar de la baguette. Le dijeron que aún no habían salido del horno. Miró su reloj y se dijo que tenía tiempo para tomar un café y una brioche, y compraría el pan luego de buscar las ostras.
De camino al mercado, Amapola se detuvo a comprar flores. Escogió rosas. Dos. Estaban hermosas. En el tarantín de André buscó las ostras que estuvieran más frescas. Dos docenas. Eran caras, pero la ocasión lo ameritaba. Ese día celebrarían su aniversario de bodas. Diez años, diez años de amor, de un amor que había superado todo tipo de obstáculos.
Tirando del carrito de las viandas, cuyas ruedas no lograban mantener la estabilidad deseada, Amapola recordó que seguramente las sábanas que había mandado a lavar y planchar ya estarían listas en el nettoyage de Monsieur Pascal, en la esquina de la Avenue Mozart. Siguió por la Rue de Passy, tomó a la izquierda hasta la esquina de la estación del Metro La Muette, y allí se encaminó hacia la lavandería. Cruzó la avenida con cuidado, mientras las rueditas del carrito chirriaban como en queja por el abuso de labor.
Sintió una brisa helada, de esas típicas brisas traicioneras que son culpables de tantos resfriados parisinos. Se cerró el sobretodo y por dentro un escalofrío le recorrió todo el cuerpo, como si fuera un presentimiento.
La bomba estalló sin aviso. La calle se llenó de gritos. La gente corría sin dirección alguna. Un niño lloraba inconsolable mientras apretaba el brazo de un muñeco, sólo el brazo. El cuerpo de Amapola fue hallado cincuenta metros más allá, en la entrada de un edificio. Estaba intacto por fuera pero destrozado por dentro. Los médicos forenses dijeron que ella ni tan siquiera se había dado cuenta de la explosión. Su muerte fue instantánea. Llevaba en su mano las rosas, las dos rosas, una roja y una blanca, que había comprado para adornar la mesa de celebración del décimo aniversario de bodas.
Cuando Feliciano se bajó del vagón del Metro en la estación Passy, la policía uniformada y los flick habían acordonado varias cuadras a la redonda. Las sirenas se clavaban en los tímpanos. Y entonces Feliciano sintió el más profundo y absoluto miedo. La violencia rugía su odio. Y la paz había sido herida de muerte.
La lista de organizaciones terroristas del mundo es larga, dolorosamente larga. Asesinan, masacran, secuestran, extorsionan. Sin piedad.
Me avergüenza que el Presidente de mi país se ponga de su lado, y no del lado de los millones que sufren por el accionar de terroristas. Me avergüenza que ese señor lleve en su pecho la banda tricolor. Me avergüenza que use a Bolívar para justificar su nuevo disparate. Me avergüenza un Presidente sin piedad.
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