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martes, 7 de enero de 2014

PEDRO R. GARCÍA, ¿POR QUÉ TEMEMOS EN EL PAÍS A LA REFLEXIÓN POLÍTICA-FILOSÓFICA?

Tal vez una subsiguiente profundización en el tema podría realizarse a la luz de lo que se ha llamado la existencia anónima 

El principal inspirador de este tipo de abstracciones es sin lugar a duda, Soren Kierkegaard. Él como sabemos, hizo la contraposición entre “singular” y masa, la clave de todo el pensamiento y de su entera existencia y función en la vida; y arrastrado por su incontenible pasión religiosa, dejo escrito: “El singular” (Soren Kierkegaard, Diario VIII A, 482).

Igual la respuesta de Heidegger no se aleja mucho de la de Pascal, aunque las categorías que emplea resultan más agudas. A decir del filósofo de Friburgo, la mayor parte de los hombres viven una vida anónima, adocenada, en la que falta el valor para soportar el riesgo de ser uno mismo.

Es el reino del “Ser”, de la forma impersonal. Uno no se atreve a decir “Yo” sino se mimetiza dentro de la masa sin rostro lo que da seguridad. “Nos divertimos como la gente se divierte, vemos y juzgamos la literatura, los deportes, el cine y el arte como se ve y califica, encontramos escandaloso lo que se encuentra escandaloso”.  Martín Heidegger, Ser y el Tiempo, Fondo de Cultura Económica, México, 13era. Reimpreso, 1980, Pág. 143.

Hoy en el país podemos comprobar la claridad de esta denuncia: modos uniforme de referirse, de enfocar los problemas que nos afectan, las inevitables frases hechas, reiterativas comportamientos rituales que suelen manifestarse con mayor énfasis, e impresiona por cuanto existe la cándida seguridad de estar desafiando a una sociedad que de hecho sin nosotros saberlo, nos ha sometido a sus reglas, a los juegos del poder.

Esto aturde e incluso se aloja cómodamente en los terrenos de lo impersonal. “Ser” camina hacia delante dejándose conducir por el flujo frívolo de lo que todos los demás hacen, piensan y dicen, descargando en ellos la responsabilidad de que nosotros mismos somos: El “Ser” puede responder con prontitud de todo porque no hay “Nadie” que pueda ser llamado a rendir cuentas. Cada uno es “los demás” nadie es el mismo. (M. Heidegger Ibídem Pág. 144).

Podemos hoy evidenciar con frecuencia a través de los noticieros y “debates” especialmente en nuestro país, promovidos por los medios,”lo que cuenta es el discurso”. Los mensajes que deberían revelar la realidad, se convierten en un sustituto: “Las cosas son así porque así se dicen” Ibídem, Pág. 188.

De esta manera el aproximarse a un tema, se convierte más bien en un entramparse a aquello mismo que se intenta formular, es un modo de simplificación y vaciado de su contenido: Se ha logrado ya por un largo periodo que no se “hable” de lo esencial de los problemas que nos acucian.

Ejemplo la campaña electoral que culmino con las elecciones el 8 de diciembre nos hizo recordar las fantasías subversivas: A través del espejo, de Lewis Carroll, donde sucede que primero se grita de dolor, luego se empieza a sangrar y finalmente se sufre el pinchazo en el dedo… lo que se tiene que abordar en el debate en el paَís es entre otras cosas es la reconsideración, critica del estamento militar, su dimensión, estructura y composición y las estrictas funciones civilistas de ese mal necesario, que resulta ser la Institución Castrense.

La democratización aun con sus fragilidades no tiene ascendencia pretoriana: es un decidido empeño civilista igualmente es inaplazable un proceso de “evolución” o actualización del quehacer político, esto supone pasar por la criba de la autocrítica de quienes se empeñan en ser actores de primer orden del modelo “democrático venezolano”, ya que se sienten predestinados para “salvar” la Nación, pero siguen sin dar algún tipo de muestra de rectificación, es necesario abrir paso a un profundo y paciente proceso de cambios estructurales en las instituciones especialmente en los partidos políticos, que los lleve a reconducir su acción con parámetros distintos, con claridad doctrinal, humanizados, no clientelares, eficientes, con bases internas ágiles, programáticos, con un acentuado sentido ético, que se planteen el ejercicio del poder desde una perspectiva de una genuina cultura política democrática.

Es inaplazable que los actuales cuadros de las organizaciones reconozcan que la realidad los ha desbordado abiertamente, y que su concepción restrictiva de la democracia ya no satisface las demandas de la mayoría, que dejen de repetir un discurso sostenido en estereotipos conductuales que inducen a la irresponsabilidad, lleno de temáticas marchitas que han contribuido a forjar y mantener la base social del gobierno con todo y los 15 años de precarios logros.

Mientras tanto el mundo se ha articulado de una forma que se ha hecho realidad a despecho de importantes y razonados rechazos, especialmente en lo concerniente a la economía y a la comunicación: mercados financieros integrados, redes de comunicación de fibra óptica, comportamiento planetario desde el cable y los sistemas satelitales.

Sin embargo, este escenario es un espacio fragmentario, conflictivo sin un orden cohesionado y que parece apuntar a su desintegración, a través de la complejización de intereses corporativos.

En los recientes casos de las crisis de Italia, Grecia, Irlanda, Portugal, España, Finlandia, comienzan a vérseles las trazas. Sobresalen gruesos desafíos: proliferación de tecnología militar-nuclear incontrolada, graves riesgos químicos y bacteriológicos (léase caso Japón) potenciales crisis ecológicas, creciente e insostenible presión demográfica con movimientos migratorios a escalofriante escala, vergonzantes hambrunas, complejización de la cuenca petrolera en los países Árabes por colapso de sus descompuestos regimenes, (sostenidos por el orden civilizatorio occidental) y sin posibilidades de transición en paz, ya que los Islamistas están ganando terreno, son cada vez más, toleraran los privilegios del ejército a cambio de asegurar su hegemonía, crimen organizado continental, (Los casos Venezuela-México son espantosos) sin salida aparente, mafia, carteles de drogas, contrabando, prostitución y como bofetada moral al orden civilizatorio, sobretodo el cristiano occidental, la pederastia, prostitución infantil, trafico de órganos humanos y la insostenible cada vez mayor exclusión social.

En este contexto la noción clásica de política esta siendo severamente cuestionada, los marcadores que definían ese orden ya no son validos, los significados no se corresponden con los significantes. En innumerables regiones han comenzado a operar órdenes informales que coexisten conflictivamente con el status, y en correlato con los innegables avances de la revolución científico-técnica se está socavando el esquema de relaciones laborales, con la acelerada intensificación de la automatización de los procesos de producción con la incorporación de tecnologías ahorradoras de “energía” y particularmente de mano de obra. En síntesis estos son los urgentes desafíos que debemos enfrentar toda la sociedad en su conjunto en sus derivaciones, nacionales, regionales y locales, estas son las líneas gruesas de lo que hoy debemos debatir, el sentido de la democracia, la gobernabilidad, la legitimidad, cuya fragilidad ha llevado al Estado y al mercado a ser en gran escala los exclusivos generadores de las relaciones sociales, que se expresan cada día con mayor radicalidad, rechazando la visión colectiva restringida de la democracia, lo político y una insalvable desconfianza inducida a los políticos.

Hay en el mundo un concierto de opiniones dominantes pretendiendo encasillarnos en falsos dilemas y se han reproducido en el país con innegable influjo atrincherados detrás de una reducción extrema en una supuesta confrontación comunismo-democracia-capitalismo, nos vemos hostigados incesantemente por todo tipo de adjetivaciones y estímulos, la atención pasa frenéticamente de uno a otro, sin saber como detenerse para intentar penetrar en el sentido de ninguno de ellos.

Artículos frívolos excesivamente ilustrados de periódicos y revistas, sensualizadas imágenes de la pantalla chica, ritualizaciones, modas, frenesí estético, ostentosas vallas publicitarias, todo tipo de efigies mitopopeyicas y en Internet, todo es “recorrido” por una mirada tanto más ávida, cuando menos capaz, en el fondo de accesar verdaderamente la realidad.

Ese insufrible afán de novedades al que no sin cierta amargura, apelaba ya San Pablo en el Areópago de Atenas.

Retórica, curiosidad, equivoco, di-versión, inmersión frenética en lo efímero con el fin de evitar el encuentro consigo mismo.

Carlos Llano en “Los Fantasmas de la Sociedad Contemporánea” nos ofrece un conjunto de sugerencias, que profundizan, amplían y resumen lo anterior trajinado, y que muy bien podría servir para cerrar esta reflexión.

En el “fenómeno de un claro predominios del facere sobre el agere, términos para los que el castellano nos ofrece una traducción fácil.

Hay un afanoso empeño del hacer cosas exteriores, desde superautopistas, hasta novedosos ordenamientos jurídicos, desde faraónicas presas hasta sistemas políticos, con absoluto abandono de otra acción interior, el agere que se configura así mismo como persona, que me define individualmente destacándome a mi solo, a despecho de toda la relación masiva y despersonalizante que la sociedad impersonal pudiera ejercer sobre mí. Esa acción interna en el mundo me convierte en único e irrepetible como responsable que soy de un destino propio, de una vocación personal a la que ningún otro ser humano puede objetar por mí y que, por ello mismo, yo no puedo transferir a otro, tiene su punto de partida en la vigorización de mi consciencia personal, y es por ello por lo cual la vida adquiere un perfil adecuado y genuino que los demás no podrán imitar”.

“La preeminencia del facere sobre el agere, la indignación hacia las grandes realizaciones objetivas con demerito de mi vida anterior, fue anunciada por San Agustín con palabras que tal vez no encuentren mejor contexto que nuestra sociedad impersonal: Tal parece decía el Obispo de Hipona, que el bien del hombre consistiría en hacer buenas las cosas, la maravillosa perfección de nuestros artefactos con expresión de sí mismo. Ya lo señalo en tono agonista, Juan Pablo II, al clamar si tendría sentido plantearse hablar del sentido de la vida. El sentido es lo que muestra que los humanos damos a la vida y al mundo, frente al abismo del caos al que vencemos surgiendo y al que nos sometemos muriendo. Reveladora victoria y derrota insignificante porque muere el individuo pero no el sentido que quiso dar a su vida. Ese queda para nosotros, sus compañeros de humanidad. Pero el insondable abismo caótico esta también oculto en todos nuestros significado, como su reverso como su ser. 

Pendemos, sobre el abismo y concientes de él. Por eso la razón humana no es mera fábrica de instrumentos ni se contenta con encontrar respuestas a preguntas aún no definitivas. Y también por eso la filosofía no es solo razón sino imaginación creadora: y cito a (George Steiner en Errata), “Es la mediación de los imaginario, de lo inverificable (lo poético) y las posibilidades de la ficción (mentira) y los saltos sintácticos hacia mañanas sin fin lo que ha convertido a los hombres y mujeres, a mujeres y hombres, en charlatanes, en murmuradores, en poetas, en metafísicos, en planificadores y en rebeldes ante la muerte”.

No quisiera concluir sin recordar el penetrante testimonio de Teresa de la Parra, quien habla de “nuestro sentimentalismo criollo que quiere siempre con dolor y se exalta hasta la tragedia en los casos de ausencia de enfermedad o muerte”.
Viene a completar en su intuición lo narrado por Gallegos, a tal punto identifica querer y dolor, el dolor de la patria le parece la expresión más alta de patriotismo.

“En nuestra literatura, los que se van para siempre, los que se encierran en si mismo son los que más aman a la patria”.
Se trata de un fuga, de un alejarse del mal presente. El venezolano abandona la patria en busca de la patria plena y con ello huye de si mismo en busca de si mismo.

La religión cristiana promete salvar el alma y resucitar al cuerpo; la ciencia a través de la nanotecnología promete prolongar sine die la vida del hombre, en cambio la filosofía no salva, ni resucita, ni alarga, sino que solo tiene la modesta pretensión de llevar hasta donde pueda el sentido de lo humano, la exploración de los significados y significantes. Ni rechaza la realidad de la muerte, como el miedo y el odio que de ella brotan: intenta pensar y repensar los contenidos de la vida y sus límites…y lo hace con tal empeño que más de las veces provoca burla o conmiseración…

pgpgarcia5@gmail.com

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lunes, 6 de enero de 2014

ALBERTO MEDINA MÉNDEZ, EL SILENCIOSO DETERIORO DE LA SOCIEDAD, DESDE ARGENTINA

El análisis político empuja invariablemente a revisar la coyuntura y detenerse para visualizar el contexto, pero siempre con la mirada en el próximo turno electoral, en los candidatos y los partidos y, pocas veces, en las soluciones que pueden venir de la mano del recambio institucional.
Pero otro fenómeno más relevante subyace, que proviene del humor social, de las conductas cotidianas y las expectativas particulares de sus miembros. 
El ritmo de los acontecimientos y la vorágine de los sucesos, consumen demasiada atención, dejando atrás otras posibles lecturas, tan o más importantes, como las que se derivan de la actitud de las personas.
La política mal concebida y la democracia mal entendida, se han ocupado de colocar al corto plazo como prioridad y, bajo esa perspectiva, los sueños parecen diluirse, achicándose en su trascendencia hasta casi desaparecer.
El gran motor de la humanidad ha sido siempre la capacidad individual de proyectarse. Cuando una comunidad tiene porvenir, la natural esencia de la especie, convoca a dejar volar la imaginación, potenciándolo todo.
Los que han logrado progresar de forma sostenida, no viven preocupados por lo que sucederá el mes entrante o el año en curso. Ellos presupuestan y planifican creando en sus mentes escenarios favorables, positivos, plagados de confianza en lo que viene, y es por eso que apuestan con convicción.


No los alarma una repentina modificación de los códigos universales de convivencia. Saben que el actual y el próximo gobernante, de cualquier signo político, no se atreverá a replantear lo medular del sistema vigente.
Cuando las pautas generales son inmutables, todo se planea con otros horizontes, períodos más ambiciosos y desafiantes, pero fundamentalmente bajo el paradigma de animarse a construir utopías.
Si los ciudadanos creen que existe un futuro, que los gobiernos acatarán las reglas de juego garantizando la seguridad jurídica necesaria, que los políticos renunciarán a la habitual voracidad de quedarse con el esfuerzo ajeno y, que se respetarán las libertades y la propiedad privada, pues entonces, los individuos actúan positivamente y de forma predecible.
Es en ese contexto que nacen los gran emprendimientos, los proyectos de largo aliento y son esas aventuras empresarias, de riesgo, las que generan empleo genuino, oportunidades para todos, mejoras salariales legítimas y el deseable y ansiado desarrollo que trae consigo calidad de vida para todos.
Con proyectos pequeños, mezquinos, que ponen foco en la inmediatez que propone la consigna del "sálvese quien pueda", nadie invierte su capital, ni se endeuda para emprender, porque no sabe si muy pronto será la próxima víctima del Estado depredador y sus manipuladores circunstanciales. Es en ese marco en el que todos consumen para evitar que los ahorros sean aniquilados por la inflación o por los saqueadores de siempre, invitando a la perversa lógica de que el mañana no existe y solo importa el presente.
Así, descaradamente, se induce a vivir el hoy, a gastar en lo que sea, bajo la falacia económica de que el consumo genera crecimiento, siendo que la pieza clave del rompecabezas es el ahorro y la inversión que es lo que efectivamente asegura una prosperidad sustentable en el tiempo.
Los individuos son naturalmente racionales, en todo caso son los políticos vulgares los que operan disparatadamente provocando estos dislates. Los hábitos sociales no se modificarán por mero voluntarismo. Los actores precisan para ello, vislumbrar un verosímil cambio de rumbo, una renovación en el comportamiento político, un entorno amigable con el capital, con las inversiones y con la propiedad privada. Sin esas reglas elementales, se continuará en el sendero  de lo inminente y perentorio.
Casi sin que nadie se de cuenta, en un proceso paulatino pero disimulado, la sociedad se va degradando, incentivada por una cultura destructiva del valor trabajo, en la que ganarse la vida es solo sobrevivir para solo subsistir sin crecer, para ofrecer a los hijos y las familias algo de  sustento y no la posibilidad de un mañana considerablemente superior.
Los que han logrado mejorar su estándar de vida, son los que se permitieron soñar, los que disfrutan de la movilidad social que admite la chance de que alguien que nace sin nada pueda aspirar a ser millonaria en poco tiempo, pero que también posibilita que quien no administra bien su vida, sus energías y recursos, se desplome a la misma velocidad.
Esas son las sociedades que incitan a trabajar, a no dormirse, a estudiar y capacitarse siempre, para estar a tono con lo que cada comunidad demanda. Son ámbitos que premian a los mejores y castigan a los abúlicos, a los delincuentes y a los aprovechadores del sacrificio de todos.
Lamentablemente, en estas latitudes, son demasiadas las naciones que han elegido el camino inadecuado, fomentando la holgazanería, estimulando a los cautelosos y desalentando a los más audaces, esos que pueden constituirse en la locomotora del progreso.
Es patético, pero los políticos contemporáneos no tienen intenciones de alterar ese derrotero. Pero es igualmente grave que una innumerable cantidad de ciudadanos mediocres prefieran descansar sobre el esmero de otros sin hacerse cargo de las oportunidades que les podría brindar una comunidad con otras reglas. Mientras tanto, casi sin darse cuenta, se asiste al silencioso deterioro de esta sociedad.
albertomedinamendez@gmail.com

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sábado, 11 de mayo de 2013

AGUSTÍN LAJE, APOLOGÍA DEL INDIVIDUO

BREVE INTRODUCCIÓN
Haciéndonos eco de las expresiones fúnebres clásicas en controvertidos filósofos como Michel Foucault o Friedrich Nietzsche, el presente ensayo podría ser introducido a partir de la siguiente sentencia no menos lúgubre que la de aquellos: “el individuo está muriendo”.
Va de suyo que no nos estamos refiriendo a una muerte física sino moral; no se trata de una muerte producida por una balacera de plomo, sino por un bombardeo sistemático de incisivas ideas; no se trata de una muerte instantánea, sino gradual (de ahí que digamos que “está muriendo” y no que “ha muerto”); y por último, no se trata de una muerte específica sino universal: nadie escapa a ella.
Pero si el individuo efectivamente está muriendo: ¿Qué lo está matando? ¿Cómo se está produciendo su muerte? ¿Qué puede salvarlo (si es que algo puede hacerlo)? Reflexionar en torno a estas preguntas echará luz sobre una nueva forma de dominación que aquí llamaremos “colectivización de las consciencias”, cuya naturaleza y efectos trataremos más adelante.
Nuestro trabajo puede dividirse, a la postre, en los siguientes desarrollos temáticos: una sintética propuesta acerca del significado que deberíamos atribuirle a la idea de “individualismo”, que destierre mitos y falacias muy difundidas sobre él; una reformulación de la clásica idea colectivista de sociedad en tanto que estructura prioritaria y con primacía frente al individuo; consideraciones insoslayables sobre la relación individuo-sociedad;  una aproximación a la “colectivización de la consciencia” como forma de dominación; y finalmente una conclusión que arroje pistas sobre cómo devolverle al individuo su existencia plena.
La libertad, como queda claro, es la cuestión que subyace a todos estos temas. Ella es la protagonista tácita de todo lo que a continuación sigue. En efecto, una apología del individuo y su derecho a existir como tal es necesariamente una apología de la libertad en su sentido más puro.
VERDADES Y FALACIAS SOBRE EL INDIVIDUALISMO
Pocas ideas han sido tan deformadas y vapuleadas como la del individualismo, incluso en el seno mismo de ciertos sectores liberales. Lograr hacer del colectivismo un sistema moral hegemónico requería, precisamente, la anulación de su alternativa lógica a través de un gradual proceso de mutilación de significados. ¿Qué entiende acaso, la mayor parte de la gente, por “individualismo”? Probablemente entienda que se trata más de una actitud que de un cuerpo teórico complejo; y probablemente asocie esta presunta actitud a cuestiones vinculadas a una suerte de egoísmo rapaz y caníbal, insensible a “lo social” y desatendido de los demás.
Esto no es nuevo. El propio Friedrich Hayek se mostró arrepentido de haber usado la palabra “individualismo” para vincularla con los ideales de libertad en los que creía, sobre todo después de haber constatado cómo la gente tendía a malinterpretar su significado profundo.
Pero el individualismo debería ser entendido como algo significativamente distinto a todo lo que generalmente se piensa (¿o se ha hecho pensar?) sobre él. Ante todo, el individualismo correctamente comprendido[1] es una corriente filosófica que encuentra sus pilares fundamentales en el respeto irrestricto por la vida humana en cada ejemplar. Esto es, en verdad, una derivación del previo reconocimiento de que cada hombre es un ser único, inigualable e irrepetible, dueño exclusivo −y por lo tanto también responsable− de su propia existencia terrenal.
Estimo que lo anterior constituye el axioma básico de una verdadera visión individualista.[2] De allí que tal visión otorgue idéntica importancia a cada ser humano en su forma individual y rechace, por consiguiente, doctrinas fundadas en el sacrificio de algunos por el beneficio de otros sostenidas por el criterio de la primacía grupal. En efecto, el común denominador de estas doctrinas (llámense fascismo, nazismo o marxismo) es su origen anclado en visiones colectivistas que relegan al individuo a un segundo plano y ponen al grupo en el centro de atención (llámese al grupo nación, raza o clase).
Pero dado que cada individuo es dueño y responsable de su existencia, para el individualismo el hombre −o mejor dicho, cada hombre particular− es un fin en sí mismo y no un medio de los demás, como alegaría Immanuel Kant. Con lo cual, una visión individualista sólo admite interacciones mediadas por el mutuo consentimiento, esto es, mediadas por voluntades recíprocas.
La voluntad de los hombres, así pues, se constituye en la expresión de su propia individualidad. En efecto, la voluntad es aquello que une y distancia al mismo tiempo a los seres humanos: los une en tanto que todos la tienen, y los distancia en tanto que no existen dos sumas de voluntades completamente idénticas.
En este orden de cosas, la idea de voluntad se encuentra estrechamente ligada a otras dos ideas inseparables: la libertad y la diferencia. Mientras que la primera es la precondición de la realización de las voluntades (¿cómo podría realizarse la voluntad sin el previo goce de la libertad?), la segunda es la consecuencia indefectible de la realización de las voluntades (¿voluntades diferentes no provocan inevitablemente resultados también diferentes?).
Cuando hablamos de voluntad estamos refiriéndonos, en un sentido genérico, a los proyectos personales conscientes de cada vida humana particular. Es claro, en este sentido, que para el individualismo bien entendido no puede haber tal cosa como una “voluntad de coartar voluntades” o una “libertad para arremeter contra las libertades”. Esas son engañosas contradicciones. Si aceptamos que cada individuo es un fin en sí mismo, estamos poniendo desde el inicio un freno a aquellas voluntades que, a través de la fuerza (¿de qué otra forma sino?) pretendan reducir a los demás a la condición de medio, pues tal cosa atentaría contra la propia individualidad que se pretende defender.[3] De aquí que digamos, nuevamente, que el individualismo levanta la bandera de la proscripción de la fuerza en las relaciones humanas.
Frente a estos argumentos, es probable que aquella doctrina que pone al grupo por encima del individuo −el colectivismo[4]− sostenga que las voluntades de los individuos no son sino meras construcciones del entorno social. Esta es, quizás, una de las más difundidas y exitosas críticas que han esbozado intelectuales anti-individualistas contra lo que consideran un ilusorio “hombre átomo”, frente al cuál no han podido mejor cosa que proponer un hombre de plastilina, carente de libre albedrío, moldeable en su totalidad por una suerte de poder paranormal inherente al grupo. La idea más o menos suele ser expresada de la siguiente manera: “el individualismo construye a un hombre inexistente que actúa como átomo aislado sin ser afectado por el marco sociocultural que lo rodea”. Se trataría, por tanto, de un problema ontológico.
¿Pero es el individualismo que proponemos realmente “atomista” e ignora la naturaleza social del hombre? Va de suyo que no. Y basta considerar que, si efectivamente fuese cierto que el enfoque individualista no tuviera en cuenta el hecho de que los individuos interaccionan en un marco sociocultural específico, no existiría necesidad de adjudicarles la condición de fin en sí mismo. Es claro que si la vida del individuo no entrara en contacto con la de nadie más, reivindicarla como un fin y no como un medio sería innecesario por completo, pues ya se daría indefectiblemente lo primero.
Junto a la acusación de que el individualismo deviene en “atomismo”, suele esgrimirse que, en puridad, las voluntades no son formadas por el propio individuo sino por factores socioculturales intrínsecos a la comunidad, concebida como un todo. La verdad es sensiblemente distinta: el individualismo, al no ignorar la realidad social del hombre como se dijo, por añadidura tampoco desprecia las influencias de su propio entorno sociocultural como arguyen sus enemigos. La diferencia esencial radica en que, para el colectivismo, tal entorno es determinante, en tanto que para el individualismo es sólo influyente, puesto que el hombre tiene la facultad del libre albedrío.
Existe, finalmente, una tercera crítica eficazmente divulgada contra el individualismo consistente en sostener que éste caracteriza al hombre como un simple egoísta y termina promoviendo el egoísmo más vil y destructivo. Lo que el individualismo debería decir, empero, es algo muy diferente: todo individuo tiene intereses y deseos personales vinculados a sus proyectos de vida particulares que, siempre que no dañen derechos ajenos, deberían respetarse sin objeción. Tal es el argumento individualista. Ocurre que para explicar esto, los grandes autores liberales del siglo XVIII e incluso algunos del siglo XX (como es el caso de la filósofa y novelista Ayn Rand) utilizaron el vocablo “egoísmo”. Esto brindó la posibilidad a la intelectualidad anti-individuo de asociar falazmente este interés personal con una motivación egoísta en el sentido de interés exclusivo por uno mismo, lo cual es una cosa totalmente distinta.
El interés personal, en términos simples, tiene que ver con aquella estructura interna de preferencias que se va formando y reformando a lo largo de la vida de todo individuo en la cual se define una multiplicidad de cuestiones que para esa persona concreta son de valor y que por tanto motivan sus acciones. Claro que el concepto de valor no refiere únicamente al orden material, sino también al espiritual o intangible. Así como una estructura de valores podría incluir “comprar un automóvil”, también suele incluir “proteger a mi familia”, “alabar a mi dios”, “gozar de la amistad”, o más genéricamente “ayudar a mi prójimo”. Muy distinto a esto resulta la falsa idea de interés exclusivo por uno mismo, que limita la antedicha estructura a valores exclusivamente de orden material en un individuo aislado por completo del mundo social; algo en lo que, como vimos, un individualismo bien comprendido jamás podría creer.
Pero es evidente que el individualismo que postula al hombre como fin y no como medio, no promueve egoísmo en este último sentido. Lo único que promueve es respeto absoluto frente a cualquier estructura de valores siempre que ésta no implique acciones que pudieran dañar los derechos de los demás.[5] Simplemente entiende que debe dejarse a los hombres perseguir sus proyectos de vida como mejor lo consideren, evitando prescribir coactivamente “modos de vivir” o “fines colectivos”.
¿Cómo resumir entonces, en breves palabras, el verdadero significado ético del individualismo? Estimo que éste está constituido por una serie de ideas morales cuya preocupación está puesta sobre cada hombre en particular como ya se dijo. La ética individualista coloca a todos estos hombres en una disposición perfectamente horizontal en términos de dignidad, aunque no por ello deja de ser consciente de la infinita heterogeneidad que resulta del ejercicio de la libertad. Así pues, advierte que lo único que tienen de igual estos individuos es su condición de fin en sí mismo, y que en todo lo demás (valores, gustos, habilidades, actitudes, intereses, etc.) no existen dos individuos idénticos. El individualismo es, por consiguiente, la idea del respeto recíproco como principio deseable de toda sociedad.[6] Se trata de la idea de que la realidad es demasiado compleja como para que determinados individuos se arroguen el derecho de manejar la vida de los demás a su antojo: se trata, por todo ello, de un ideal de humildad y tolerancia ante todo.
La llamada “sociedad abierta”, o más concretamente el Estado liberal de derecho, es el corolario político de esta serie de ideas morales. Podría decirse que el individualismo es a lo moral lo que el liberalismo es a lo político. La visión que tiene el liberalismo en el terreno de la filosofía política de un Estado mínimo protector de derechos individuales, deviene precisamente de una visión moral individualista previa.[7]
INDIVIDUO Y SOCIEDAD
¿Qué entiende entonces el individualismo por “sociedad”? Pues que se trata de una abstracción que refiere a un determinado número de individuos, una compleja red que entrecruza las voluntades, relaciones e interacciones de esos individuos, y el significado intersubjetivo que éstos mismos le conceden a sus acciones. Ni más ni menos que eso. El concepto de “sociedad”, de esta forma, no carece de importancia para el individualismo en tanto que concepto analítico. Lo que éste rechaza es la idea de sociedad como concepto moral.
Para el individualismo la sociedad no tiene fines, no piensa, no siente, no actúa ni elige. Son los propios individuos de carne y hueso los que definen propósitos, piensan, sienten, actúan y eligen. Y son precisamente éstos los que tienen la capacidad de crear conceptos como el de “sociedad”, cuya existencia sería imposible sin la previa existencia del individuo.
A los efectos de ilustrar lo anterior, piense en una civilización cuyos miembros, por alguna catástrofe natural, mueren de repente. ¿No muere junto a ellos la sociedad? Ahora piense que, inmediatamente después de estas muertes, un grupo de personas sin contacto social previo es depositado en ese mismo sitio donde habitaban todos los hombres muertos: ¿Acaso estos nuevos habitantes serán dotados por “la sociedad” de los patrones culturales y los significados compartidos de los fallecidos? La respuesta es claramente negativa, toda vez que el intercambio cultural no lo hace la “entidad” sociedad, sino los propios individuos, como emisores y receptores de cultura.
En este orden de ideas, el individualismo concibe al individuo −y no a la sociedad− como productor, reproductor y modificador de cultura. Los factores socioculturales, consecuentemente, no resultan determinantes como el colectivismo los propone, sino simplemente influyentes. El libre albedrío hace que esto sea así. Basta con mencionar que las normas culturales no vienen dadas automáticamente sino que deben ser aprehendidas por interacciones e incluso pueden ser rechazadas, lo que reafirma el papel activo del individuo en su entorno sociocultural. Téngase en consideración la proliferación de subculturas e incluso de contraculturas. ¿No es esto una reafirmación del libre albedrío del individuo? ¿No son éstas pruebas contra los argumentos deterministas del colectivismo?
Por todo esto, es claro que el individualismo acuerda con la idea de que el individuo es influenciado por su medio sociocultural, pero entiende que esta influencia no es otra cosa que el producto de las interacciones que acontecen entre los propios individuos. Después de todo, sin individuos no hay interacción, y sin interacción no hay cultura ni sociedad.
LA COLECTIVIZACIÓN DE LAS CONSCIENCIAS
Dicho todo lo anterior, resulta claro que concederle a la sociedad existencia separada y superior al individuo significa, en la práctica, concederles a determinados individuos −aquellos que se adjudicarán para sí la voz de esta entidad supuestamente rectora y casi fantasmagórica− un estatus superior al del resto de los individuos. Es por ello que el colectivismo es, por definición, una doctrina de dominación.
Colectivizar la consciencia del hombre implica, a la postre, enseñarle a éste que la sociedad es una entidad metafísica distinta y superior, a la cual se debe por completo; que él es una insignificante parte de ese todo mayor, al modo de una pieza de engranaje que en cualquier momento puede ser descartada. El hombre entenderá que “la sociedad quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad es…”, perdiendo de vista no sólo su propia individualidad, sino la individualidad misma de sus pares. El hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él, pero no advertirá que en realidad es ninguno excepto aquellos que se apoderaron discursivamente de su representación. Tal es el síntoma de una consciencia colectivizada.
Semejante manipulación no podría realizarse sin antes reconfigurar el sistema moral, enseñándole a ese mismo hombre que el interés personal es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con sus deseos y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe salir perdiendo en beneficio de otros (o más concretamente, en beneficio de la sociedad). La separación de lo moral y lo práctico colocará al hombre en una mortífera disyuntiva, tal como sostuvo Ayn Rand en su ética objetivista: ¿Se elige ser moral o se elige ser racional? De esto sólo puede devenir la pérdida de la independencia y la autonomía, condición necesaria para destruir la individualidad del hombre.
Irónicamente, esta reconfiguración moral no es sino un retraimiento a sistemas éticos arcaicos que caracterizaron los tiempos de la premodernidad, cuando el grupo o la tribu necesariamente prevalecía por sobre los individuos, fusionando a éstos en la entidad supraindividual, como ocurre en las comunidades de hormigas, termitas o abejas. Estas concepciones instintivas se volvieron sistemáticas, reflexivas y conscientes en el desarrollo de la filosofía griega clásica. Y no es casualidad que esta forma de pensar condujera a Platón, por ejemplo, a realizar el primer esbozo de una sociedad totalitaria en La República. Tampoco es casualidad que Sócrates, defensor de la autonomía individual, terminó siendo condenado a muerte por sus ideas. Imbuido del código moral colectivista que dominaba la polis, sin embargo, el filósofo prefirió morir antes que rebelarse o escapar. Y es que la expresión política de la moralidad colectivista es, en última instancia, el totalitarismo.
El individualismo, por el contrario, fue un signo característico de la modernidad, que liberó a las partes de la opresión del todo.[8] La idea de derechos individuales, el mayor logro ético de la civilización, jamás hubiera podido ver la luz sin el desarrollo de una previa concepción del individuo como entidad central, relevante, y carente de respeto como fin en sí mismo. Desde entonces, el retroceso de estos derechos básicos es proporcional al avance filosófico del holismo colectivista. Los totalitarismos del siglo XX, de hecho, fueron una consecuencia de la contraofensiva de la intelectualidad anti-individualista del siglo XIX.[9]
Extinguidos los totalitarismos del siglo XX, y particularmente tras la implosión comunista, el “fin de la historia” de Francis Fukuyama vino a resumir las creencias y expectativas que caracterizaron el cierre del siglo pasado. Se pensó, en concreto, que el triunfo de la libertad individualista por sobre la opresión colectivista era un punto de no retorno. El “fin de la historia” era de libertad y democracia; no de servidumbre y dictadura. Pero analizar por un instante el giro que han tomado las cosas nuevamente, y advertir el poder que están recobrando las distintas versiones del colectivismo bajo la forma política del populismo y del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, nos debería enseñar que la historia no se mueve por sí sola hacia un fin determinado y preestablecido, sino que los hombres la hacen y, por tanto, está sujeta a lo contingente e impredecible.
Resulta evidente que la dominación colectivista que hasta fines del siglo pasado se intentaba instalar políticamente con arreglo a la violencia revolucionaria, hoy ha tomado una forma mucho más sutil. Así pues, si lo que antes se intentaba era la destrucción física o el sometimiento coactivo del individuo, lo que ahora se intenta es la destrucción moral y el consiguiente sometimiento inadvertido. Si lo que antes se conseguía era colocar cadenas al hombre, lo que hoy se consigue es que el hombre mismo pida al Estado que se las coloque. Antonio Gramsci fue, en este sentido, un adelantado para su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo vendría de la mano de una modificación del orden cultural y educativo, es decir, moral. El poder ya no brotaría más de la boca del fusil como enseñaba Mao Tse Tung, sino de una alteración embozada y prolongada de la moralidad. Esa alteración es la que aquí hemos denominado como “colectivización de la consciencia”: un retraimiento ético a épocas pasadas del hombre, cuyo sistema moral está haciéndose nuevamente hegemónico en el mundo en general, y en América Latina en particular.
COMENTARIO FINAL
Ante el renacer, especialmente en América Latina, de proyectos políticos fundados en la idea colectivista de la primacía grupal en la que el individuo deviene en medio del todo supraindividual, urge volver a reconocer en el hombre un fin en sí. La relación entre moral y política es recíproca: la una determina a la otra, y la otra determina a su vez a la una. Es por ello que en vano será todo intento de reforma política liberal tendiente a rescatar la importancia de las libertades individuales, si no es acompañado de una reforma moral individualista que siente las bases filosóficas del respeto irrestricto por cada hombre en particular.
Esta reforma moral empieza por desarticular los argumentos con los que el colectivismo ha engañado hasta el momento prácticamente sin resistencia. Aquí hemos intentado brindar respuestas a algunos de esos embustes, procurando rescatar lo que verdaderamente subyace a una visión individualista. La labor, no obstante, es ardua, pero es menester realizarla, toda vez que la lucha por la libertad, en los tiempos que corren, es antes cultural que política.
Aquellos que creemos en la libertad como valor central tanto para el hombre en particular como para la organización social en general, adormecidos por un “fin de la historia” que no fue, debemos despertar de ese sueño profundo e iniciar una contraofensiva filosófica, moral y cultural.
El hombre, como tal, no puede ser colectivizado. Que cada hombre es único e irrepetible, es una realidad que no ha podido ser transformada siquiera por los regímenes más totalitarios de la historia humana que pretendieron hacer del ser humano un “producto en serie”. De ser así, aquellos nunca hubieran caído. Sólo una ilusión, un embuste bien diseminado, una perversa manipulación retórica, pueden colectivizar apenas la consciencia del hombre, llevándolo a aceptar irreflexivamente su propia dominación, algo que está ocurriendo particularmente en nuestra región. La libertad, después de todo, puede ser vulnerada de muchas formas, pero todas tienen un punto de arranque común: el desconocimiento de la individualidad del hombre.
Notas:
[1] Hayek diferencia el “verdadero” individualismo del “falso” individualismo racionalista y constructivista. Ver Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968.
 [2] Nos referimos y referiremos al individualismo en términos morales y no metodológicos (“individualismo metodológico”).
 [3] “Los derechos de los demás determinan las restricciones de nuestras acciones”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 41.
 [4] El vocablo “colectivismo” suele ser utilizado corrientemente para designar regímenes políticos y económicos. Aquí lo utilizamos para designar, además, sistemas morales que, como se dijo, anteponen el grupo a la persona concreta.
 [5] “Una parte del concepto que nos merece la personalidad individual consiste en el reconocimiento de que cada ser humano tiene su propia escala de valores que debemos respetar aun cuando no la aprobemos. […] no nos sentimos con títulos para impedirle la prosecución de fines que desaprobamos, a condición de que dicha persona no infrinja la esfera igualmente protegida del resto de la gente”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial,  2008, p. 114.
 [6] “[El individualismo] considera las convenciones no compulsivas de relación social como factores esenciales para resguardar el funcionamiento pacífico de la sociedad humana”. Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968. p. 54
 [7] “La filosofía moral establece el trasfondo y los límites de la filosofía política. Lo que las personas pueden y no pueden hacerse unas a otras limita lo que pueden hacer mediante el aparato del Estado o lo que pueden hacer para establecer dicho aparato”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 19.
 [8] El individualismo filosófico embrionario se puede advertir, no obstante, en el siglo IV a.C. con los cínicos, y tuvo su desarrollo con los epicúreos y los estoicos, todos ellos despreciados por la filosofía hegemónica holista de entonces.
 [9] El holismo colectivista renació en el pensamiento contrario a la Ilustración y a las llamadas revoluciones burguesas.
 (*) Es autor del libro Los Mitos Setentistas, y director del Centro de Estudios LIBRE.
agustin_laje@hotmail.com
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