Hace años, a comienzos de los dos mil, en un hotel de Maracaibo
donde debía presentar mi libro Adiós muchachos, me tocó ver el ir y venir de
los participantes a un entusiasta cónclave de partidarios del comandante Hugo
Chávez, recién llegado entonces a la presidencia, que se celebraba en otra sala
vecina, todos de boinas y camisas rojas, broches en las boinas e insignias en
las camisas, y todos con rostros sonrientes y entusiastas, como si acabaran de
atrapar el futuro y no estuvieran dispuestos a soltarlo.
Para entonces yo ya venía de vuelta de mi propia revolución en
Nicaragua, y precisamente en aquel libro de memorias contaba mis experiencias,
un libro lleno de nostalgias por lo que pudo haber sido y no fue; y para quien
quisiera leerlo buscando lecciones, que yo no me proponía dar, también estaba
lleno de advertencias acerca de los errores y equivocaciones que una revolución
incuba desde el primer día, a lo mejor sin proponérselo, pero que
indefectiblemente conducen a la fatalidad.
Hay diferencias notables entre ambos procesos históricos, la
primera de ellas que nosotros habíamos derrocado una dictadura familiar de
larga data, haciendo tabla rasa del antiguo régimen, y en Venezuela el sistema
democrático se había agotado, agobiado por la corrupción, lo que había dado
paso a que las esperanzas se fijaran en Chávez, cuya figura había venido
creciendo tras un fallido golpe de Estado. Pero la parafernalia revolucionaria
que él desplegaba era muy parecida, en el discurso y en los símbolos.
Y esa vez, mientras escuchaba al otro lado del tabique corear las
ardorosas consignas bolivarianas, me invadía un sentimiento confuso en el que
se mezclaban mis recuerdos de cuando los diques se rompen, se sueltan las aguas
caudalosas y entonces todo parece posible; mi respeto por la devoción con la que
aquellos militantes improvisados, de diversas edades, compartían aquel sueño
que creían realizable; y la voz que por dentro me decía que esa película yo ya
la había visto. Aunque, por supuesto, no iba a cometer la arrogancia de meterme
al salón donde sostenían su seminario, o taller, no sé qué cosa sería, a
advertirles que sabía cuál era el final, porque yo lo había vivido.
Para entonces ya sabía que lo mejor de una revolución que alza su
vuelo mesiánico ocurre el primer día, cuando se puede ver el mundo desde la
altura, tan pequeño que se piensa que la empresa de transformarlo no tendrá
mayores obstáculos, y que lo peor empieza al mismo día siguiente, cuando se
decide que los sueños necesitan un reglamento. Y los sueños reglamentados se
vuelven siempre pesadillas.
Es cuando el socialismo redentor empieza por acaparar la verdad
absoluta, y para entrar en el reino de los justos se necesita del carnet, una
estrecha vía de acceso exclusiva para quienes piensan de la misma manera, o
fingen que piensan de la misma manera, que es la manera en que piensa el
caudillo. Es cuando el romanticismo revolucionario se convierte en un método, y
los sueños de cambio entran en un rígido orden burocrático. Cuando toda voz o
pensamiento distinto se castiga primero como disidencia, y luego como traición.
Cuando todos los errores que se cometen por estulticia burocrática, o por
estrechez de miras, se achacan al infaltable imperialismo.
Ya había aprendido para entonces en mi propia experiencia algo que
una vez escuché decir a Lula da Silva en Managua, cuando nosotros ya habíamos
perdido la revolución y él seguía aún intentando ser presidente de Brasil: y es
que el gran error de la izquierda, un error estratégico, era pensar que la
democracia se dividía en democracia burguesa y democracia proletaria, cuando lo
que existía era una sola clase de democracia, sin apellidos.
Aquellas palabras desafiaban el dictum de exclusión que sigue
caracterizando a la izquierda populista de América Latina en el siglo XXI, y
que sólo revela un sentimiento primitivo profundo, que es el de sentirse dueño
exclusivo de la verdad: el dictum que divide al mundo entre feligreses y
traidores. Para pertenecer a la fila de los buenos, hay que ponerse la camisa
roja.
Bajo esta concepción simplista, todos los que no rezan el credo
que el caudillo y su camarilla dictan están destinados a ser silenciados, o a
pasar el resto de sus días en las prisiones políticas que el Estado redentor
establece en beneficio de la sanidad ideológica, y de la permanencia sin fin de
los mismos en el poder, ellos, sus esposas o sus hijos.
Cuando alguien se considera dueño exclusivo de la verdad y tiene
en el puño las llaves del paraíso donde los justos con carnet deben vivir
hacinados, todo lo malo que ocurra dentro de las fronteras cerradas de ese
paraíso será culpa de quienes se niegan a ponerse la librea ideológica. Porque
para quienes dictan la regla no es posible advertir que esa regla está
fundamentalmente equivocada.
Mientras la regla excluya el consenso, mientras el sistema que
todo lo quiere monopolizar niegue espacios de convivencia, mientras la
democracia siga teniendo apellidos, mientras desde las tribunas oficiales se
siga predicando el discurso obsoleto de que el pueblo está formado sólo por los
partidarios del régimen, y todos los demás, cualquiera que sea su condición
económica, aun los más pobres, son la derecha aliada del imperialismo, la
tormenta seguirá acumulando nubes oscuras hasta convertirse en la tormenta
perfecta.
Y el ogro burocrático, frente a la imposibilidad de lograr que la
sociedad funcione con la normalidad pacífica que se necesita para la vida
diaria, alimentos, medicinas, servicios básicos, lo único que puede hacer es
ponerle más cercos a la libertad. Dictar más leyes y más reglamentos de
control, más medidas de represión, confiscar más supermercados y farmacias,
buscar más culpables, cuando la culpa está en el sistema mismo, que agotó hace
tiempos sus sueños, y sólo conserva y multiplica sus pesadillas.
Los sueños mesiánicos comienzan siempre con grandes discursos y
terminan en grandes colas.
Ciudad de México, febrero de 2015
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