ALBERTO BARRERA TYSZKA |
Cualquiera que vea a Nicolás Maduro diciendo
en China que Venezuela es “una potencia moral”, siente de inmediato el
estallido de la indignación. Cualquiera que lo escuche hablar de un nuevo
préstamo por 20.000 millones de dólares, siente al instante cómo explota la
palabra coraje debajo de su lengua. Cualquiera que observe cómo Diosdado
Cabello abusa del poder y se burla de los otros; cualquiera que mire cómo la
oligarquía viola constantemente la Constitución y, de manera descarada, se
enriquece hablando de los pobres, siente enseguida un latigazo de rabia
cruzando dentro de la piel. Es una rabia ética, profundamente revolucionaria.
Es muy difícil vivir en Venezuela y no ser un
radical. ¿Cómo subsistir entre la inflación y la escasez, bajo un gobierno que
cree que la inflación y la escasez solo son una ficción, una treta enemiga o
una exageración oportunista? ¿Qué hacer frente los atropellos constantes del
poder? ¿Cómo reaccionar ante la censura y ante la autocensura, ante el proyecto
de una casta político-militar que se propone invisibilizar cualquier
disidencia? ¿Cómo vivir tranquilamente sabiendo que hay presos políticos y que
toda protesta ciudadana puede ser acusada de rebelión? ¿De qué manera digerir
esa arbitrariedad llamada Tibisay Lucena? ¿Cómo hacer una cola y no recordar la
lista de empresas fantasmas que –hace un año– Jorge Arreaza prometió
mostrarnos? ¿Qué hacer con un Estado que permite que haya más balas que
medicinas? ¿Cómo comportarse ante unas instituciones que sostienen que la justicia
no es igual para todos y que la exclusión política es una forma de hacer
patria? ¿Cómo sobrevivir a un gobierno que ha decidido ignorar la realidad?
¿Cómo vivir en este país sin masticar permanentemente la palabra arrechera?
Es muy difícil no ser un radical y es todo un
desafío definir bien ese adjetivo. Hay demasiadas posturas fáciles y frívolas
que solo sirven para producir confusiones. Los extremistas express, aquellos
que todavía se resisten a entender que el país cambió y que ellos también deben
cambiar, siempre están dispuestos a ofrecer recetas instantáneas. En el fondo,
comparten con el oficialismo una misma ecuación del problema: “Ellos son los
malos, nosotros somos los buenos”. Y ambos, a partir de esa premisa, pretenden
patear el presente y organizar el futuro. Todo lo demás, siempre será un
estorbo.
Pero al poder le convienen mucho estos
extremismos. Una de las tragedias principales de Nicolás Maduro es que no tiene
capacidad personal para repolarizar al país. El liderazgo que le regalaron se
ha ido desinflando y lo ha dejado como una suerte de gerente menor, que solo
puede producir más burocracia mientras repite de mala manera las fórmulas del
manual de ventas de la compañía. Revolución S.A.
Los herederos de Chávez necesitan
urgentemente volver a poner de moda la polarización. Por eso fueron a China. La
realidad del país los tiene sin cuidado. Les preocupa más su futuro. Fueron a
buscar financiamiento para la campaña electoral. A buscar dinero para relanzar
publicitariamente la polarización. Porque a medida que la pugna cede, que la
división política se vuelve blanda, comienza a aparecer otra realidad, menos
favorable, una división más cruda e inquietante: no hay dos bandos sino una
cúpula y una masa. La verdadera mayoría en Venezuela somos los civiles.
La historia demuestra que las realidades
complejas no tienen salidas simples. El extremismo express ha querido
apropiarse del término radical varias veces. Y varias veces ha fracasado en
esta década y media. Pero el extremismo siempre es tentador. Se aprovecha del
genuino malestar social para pregonar que la intolerancia es una virtud y que
la impaciencia es una estrategia. Hacer política en serio es más radical que
improvisar una guarimba o que llamar a la abstención. En tiempos de impotencia,
abundan los espejismos. En el año de los radicales, lo primero que nos toca es
aprender a administrar la indignación.
Alberto Barrera Tyszka
abarrera60@gmail.com
@Barreratyszka
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