“Conquistaremos su Roma, romperemos sus cruces, esclavizaremos a sus mujeres con el permiso de Alá, el elevado" Abú Muhamad al Adnani,
No, no se trata de
una bravuconada de algún califa para
intimidar a los aguerridos Caballeros Templarios, por allá en los siglos XI y
XII de nuestra era, empeñados en
rescatar Tierra Santa, Jerusalén y el Santo Sepulcro en manos de los
musulmanes. Quien pronunció tan temible frase fue el actual portavoz del
llamado Estado Islámico, en un comunicado publicado en el diario digital The
Long War Journal, el pasado 21 de septiembre.
El politólogo Aníbal
Romero, catedrático de la Universidad Simón Bolívar y del King’s College de Londres, así como autor de numerosos libros sobre geopolítica,
al analizar la irrupción del llamado Califato Islámico y su pretensión de imponer
por la espada (en este caso por medio de misiles, Ak-47, explosivos de todo
tipo y demás actos de terrorismo masivos e individuales) una fe y una cultura,
afirma con propiedad: “El mundo islámico solo cambiará por sus propios
esfuerzos, pero parece que no desea hacerlo. Me temo que la confrontación
continuará, pues los sectores más radicales, como el Estado Islámico, aspiran a
destruir occidente, acabar con una civilización que les resulta
insoportablemente amenazante, conquistarla y someterla.
Esa es la síntesis de
la realidad ante la cual nos enfrentamos. No hay otra salida ni explicación. En
el islamismo geopolítico, la guerra santa, la yihad, está en su mismo origen,
en la impronta marcada desde sus inicios,
la necesidad de expandirse en toda la península arábiga con el sometimiento de
tribus, culturas, civilizaciones; y esa unificación territorial y tribal no
podía ser de otra forma que por la espada. No hay que ser muy acucioso para
deducir que ello significaba, igualmente, el control de las rutas comerciales.
En entregas
anteriores hemos hecho referencia a tres grandes batallas que salvaron a
Europa, la cristiandad, o lo que hoy se conoce como Occidente, de caer en manos
del islamismo árabe primero y, turco otomano después: la de Poitiers (732), Lepanto (1571) y Viena (1663). Una primera
ola expansionista a la muerte del Profeta se extendió por toda la península
arábiga hacia Damasco, Jerusalén, Egipto y Persia desde el 632, continuada por
el Magreb y la península española, rebautizada Al-Andalus en el 711.
Hemos leído y oído
con insistencia que la actual reacción del fundamentalismo islámico degenerado
en terrorismo, es el fruto de una reivindicación histórica contra Occidente por
la presencia de Las Cruzadas en el Medio Oriente. Nada más falso. Las Cruzadas
se iniciaron en el 1.095 con el fin de rescatar el Santo Sepulcro y la ciudad
de Jerusalén de manos musulmanas a instancia del papado, y en un intento por
detener la expansión musulmana presente en territorio europeo, menos de 100 años después de la muerte del
Profeta acaecida en el 632.
Claro que existe el
fundamentalismo religioso alimentado en la ignorancia y precariedad de inmensas masas fanatizadas,
manejadas por imanes, políticos, resentidos e iluminados que añoran el antiguo
imperio califal de los Omeya. Ese es parte del origen. El otro es el miedo a la
libertad, temor de perder poderes dinásticos y religiosos, temor ante los
irreversibles valores de la cultura occidental como son la democracia, la
libertad, el Estado de derecho, el respeto a las minorías, la dignidad e
igualdad de la mujer con el hombre, el control de los actos del gobernante, y
el libre albedrío para creer, no creer o dudar de la existencia de un Dios
creador del universo.
Contra ese fanatismo
destructivo y cruento, contra esa anomalía histórica, tan vitoreada por los
seguidores del Socialismo del Siglo XXI, Occidente, incluyendo a la prudente
Europa, debe cerrar filas junto a los estados árabes, imanes y musulmanes de
paz, para preservar sus más preciados valores, y no se llegue a cumplir la
amenaza pronunciada por el vocero del Califato.
Juan Jose Monsant Aristimuño
jjmonsant@gmail.com
@jjmonsant
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