Recurrido y recurrente es el tema de la
valiente postura del recién fallecido Presidente Jaime Lusinchi frente a la
atrevida decisión belicista del gobierno de Colombia de invadir territorio
marítimo de Venezuela en agosto de 1987.
La Corbeta colombiana ARC Caldas |
Próximos a cumplir 27 años de esa
afrenta volvemos a ella con motivo de la muerte de quien administró los
destinos y desatinos del país entre 1984 y 1989, y también porque los pueblos necesitados de
recordar victorias la más de las veces militares para dar respiro al presente
casi siempre ingrato y excesivo, se inventan muletas para atravesar la pesada
realidad.
El apetito de Colombia por invadir territorio venezolano ha sido histórico, permanente y persistente, y constituye una política de Estado desde los tiempos en que en 1830 nos separamos de aquel sueño imposible que fue el de la Gran Colombia. Aún tibio el cadáver de Bolívar, los afanes colombianos de expansión territorial se disparan y comienza una historia, aún sin terminar, latente, que se expresa en tres fechas terribles para nuestra integridad territorial, a saber: el Laudo Español de 1891, el Laudo Suizo de 1922, y el Tratado de Límites entre Venezuela y Colombia de 1941.
Aunque con algunos escarceos en 1952, con los
que se pretendía desconocer los legítimos derechos del país sobre el
Archipiélago de Los Monjes, no es en verdad sino en la década de los 60 cuando
reaparecen, aunque ahora marinas y sub-marinas, las ambiciones expansivas del
hermano país, de agallas puestas en el Golfo de Venezuela, símbolo vital de
nuestra identidad. A todas éstas las grandes potencias han puesto de moda el
nuevo Derecho del Mar y se ha maximizado la importancia geo-estratégica del
petróleo.
En esas circunstancias, y ya durante el
gobierno de Leoni se produce un escándalo denunciado en el Congreso venezolano
alrededor de los contratos otorgados por el Gobierno colombiano en áreas que
Venezuela considera como propias, a empresas norteamericanas vinculadas al tema
petrolero. Estas imprecisiones a la larga explican las posteriores
conversaciones de Roma durante el gobierno de Caldera y las de Caraballeda en
el gobierno de Luis Herrera, e incluso las derivadas de los Acuerdos de San
Pedro Alejandrino en 1989, todas sin ningún resultado específico más allá de la
frustración colombiana.
Virgilio Barco gana las elecciones en 1986 y
nombra Canciller al Coronel Julio Londoño Paredes, quien ya había ejercido
funciones en la Dirección de Fronteras durante el gobierno del Presidente López
Michelsen. En Venezuela mientras tanto gobierna desde 1984, Jaime Lusinchi.
Todo normal dentro de lo acostumbrado, hasta que en mayo de 1987 llega a la
Cancillería venezolana una “sorpresiva” comunicación en la que se solicita, sin
motivo aparente alguno, la reconstitución de una Comisión de Conciliación
prevista en el Tratado de No Agresión, Conciliación, Arbitraje y Arreglo
Judicial suscrito por ambos países en el lejano 1939, con lo cual se intentan
dos cosas sin decirlo: romper con el mecanismo establecido por las partes de la
negociación directa y además, desconocer el carácter vital, de independencia e
integridad territorial que implicaría la intervención de tal Comisión en lo
atinente al Golfo de Venezuela.
Simón Alberto Consalvi, Canciller venezolano,
responde a Londoño el 6 de agosto: “…el Gobierno de Venezuela no puede ignorar
que, aunque la Nota de Vuestra Excelencia no se refiere expresamente a ninguna
cuestión pendiente entre ambos países, sin embargo la prensa colombiana ha
vinculado tal iniciativa a la supuesta intención de su gobierno de someter a la
Comisión de conciliación el tema de la delimitación de áreas marinas y
submarinas entre nuestros dos países…”
Colombia da un nuevo paso y provoca un estado
de tensión militar en áreas donde, según la versión colombiana, no están claros
los límites. Venezuela envía una Nota de Protesta en la que argumenta que el
buque de guerra se encontraba “en aguas
interiores de Venezuela” y “al sur de la línea de prolongación de la frontera
terrestre”. Londoño por su parte responde
alegando que ningún país puede establecer unilateralmente las fronteras
marítimas entre dos Estados. La crisis se alarga entre dimes y diretes y el
conflicto crece peligrosamente. En Miraflores ya se ha tomado la decisión de
abrir fuego.
A estas alturas de su aventura, el gobierno
colombiano entiende que el juego del “brinkmanship” ha terminado y se sabe que
todo ha concluido cuando el Presidente Barco lo anuncia desde Bogotá en cadena
de radio a las 11.45 de la noche del día
17 de agosto. La crisis interna en Colombia seguía en pie y si lo de la
incursión de la Corbeta ARC Caldas en nuestra más sensible pertenencia, el
Golfo, tenía la intención de distraer a
la opinión pública en otros menesteres, el tiro les había salido por la culata.
Aquí en Venezuela habla el Presidente Lusinchi el 18 de agosto, en horas de la noche. Ya las corbetas colombianas han dejado el lugar. Es un discurso bien pensado y discutido, mejor escrito, y leído con suprema convicción a la nación. Claro, firme, prudente y hasta diría que histórico si observamos su vigencia ya que dicta la pauta central de los que vendrían a ser los principios que se siguieron a partir de 1989, ya las aguas calmadas, en las relaciones entre Colombia y Venezuela, y que aún permanecen vigentes: conversaciones respetuosas, directas y globales, sin presión ni plazo fijo. Además, tal vez como nunca antes presidente alguno, gozó del respaldo unánime de todo el país: partidos, medios de comunicación, gremios, personalidades y pueblo todo. Las Fuerzas Armadas hicieron lo que se debía hacer, principalmente nuestra Armada, por lo que nos sentimos, durante tanto tiempo, orgullosos, representados y defendidos. La presión internacional hizo su tarea al entender que estábamos a punto de un conflicto armado impensado. Jaime Lusinchi será recordado para bien por esa gesta: evitó un desastre defendiendo los principios fundamentales de nuestra nacionalidad. Un héroe civil sin ambición de guerra.
Leandro
Area Pereira
leandro.area@gmail.com
@leandroarea
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