El pasado mes de septiembre se cumplió otro aniversario
del estallido de la Segunda Guerra Mundial. La guerra fue detonada por la
invasión alemana a Polonia en 1939 y la reacción británica y francesa. Tal
coyuntura crítica resultó de los avances de Hitler a partir de 1933, cuando
alcanzó el poder en Alemania, hasta el momento en que sus adversarios no
tuvieron otra salida que admitir que el líder nazi jamás aceptaría detenerse
frente a meras presiones diplomáticas. Sólo una guerra sería capaz de poner fin
a la amenaza nazi.
La Gran Bretaña y Francia no querían la guerra y buscaron
evitarla. Ese objetivo definió la política de apaciguamiento que orientó la
estrategia anglo-francesa entre 1933 y 1939. El apaciguamiento significa hacer
concesiones a un contrincante peligroso, pero todavía en apariencia
controlable, con la esperanza de que sus aspiraciones queden satisfechas sin
necesidad de ir a la guerra o entregarle intereses vitales. El apaciguamiento,
por tanto, se sustenta en la expectativa de que el adversario evalúe racionalmente
las diferencias en juego y sea capaz de llegar a compromisos mutuamente
aceptables. En sí misma, una política de apaciguamiento no es buena ni mala;
todo depende de las circunstancias y de la naturaleza del contrincante con el
que se negocia. El desafío fundamental para toda política de apaciguamiento
consiste entonces en comprender la naturaleza del enemigo.
En su libro de 1957, titulado “Un Mundo Restaurado”,
Henry Kissinger desarrolló un brillante análisis del apaciguamiento, pero no en
relación con Hitler sino en torno a Napoleón. En esa obra Kissinger hace dos
importantes observaciones. En primer lugar,
resulta siempre difícil determinar a tiempo quién es un verdadero
revolucionario, pues si la respuesta fuese clara las fuerzas del status lo
detendrían antes de que adquiriese el poder para realizar sus fines. En segundo
lugar una política de apaciguamiento está condenada al fracaso ante un
verdadero revolucionario, pues por definición un revolucionario de verdad
desarrolla una estrategia de objetivos ilimitados y no acepta compromisos,
excepto como medidas tácticas para ganar tiempo, confundir a sus adversarios,
reponerse y volver a la carga cuando las condiciones luzcan favorables.
Napoleón y Hitler fueron ambos, en sus contextos, actores
políticos verdaderamente revolucionarios, empujados por ambiciones desbordadas
y objetivos de conquista jamás satisfechos, pues su esencia consistía
precisamente en la ausencia de límites.
El apaciguamiento ante revolucionarios demuestra incomprensión de sus objetivos ilimitados.
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