La
frecuencia con que se menciona el término diálogo. Las virtudes que se le
atribuyen. Las esperanzas que se cree representa y que ciertamente despierta.
Los discursos pro diálogo, tan diversos en sus términos como crudamente
contrarios entre sí, y en cuyo favor se invoca la realización del diálogo. Todo
pareciera indicar que se trata de un concepto diáfanamente percibido, a la par
que de una panacea política recién descubierta. No obstante lo fundado que
puedan resultar estos motivos y sentimientos, quizás vengan al caso algunas
precisiones, tanto conceptuales como históricas.
No
es nueva para mí la preocupación sobre el significado del concepto de diálogo,
puesto que el ejercicio de la docencia activa, la investigación sobre temas y
cuestiones sensibles, y la expresión escrita de mi pensamiento, no han sido
tibios en propiciar el diálogo ni en
suscitar polémica.
Valgan
estas advertencias para ayudar a situar críticamente lo que sigue, sobre mi
concepto de diálogo y sobre su papel en la historia contemporánea de Venezuela.
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El
diálogo ha sido definido como una discusión o trato en busca de una avenencia.
De no ser así, en lugar de diálogo se trataría de una conversación, de una
confrontación de puntos de vista o de pareceres; o, pura y simplemente, de una
controversia sin trascendencia razonable admisible por las partes que la
escenifican.
Por esto los demócratas vivimos el diálogo.
Por esto mismo los no demócratas, sean seudo socialistas, sean pura y
simplemente militaristas, no practican el diálogo, ni pueden practicarlo sin
dejar de ser lo que son.
Así, mientras el demócrata se realiza en el diálogo, porque éste es consubstancial con la práctica de la democracia, tanto el régimen seudo socialista como el militarista se escudan tras su adoctrinamiento totalitario para apartar de sí todo contagio de diálogo, por considerarlo propicio al fomento de la disidencia.
El régimen seudo socialista teme al diálogo
porque tiene razones históricas para temer toda fisura del totalitarismo, por
la cual pueda colarse la disidencia. Del totalitarismo socialista del siglo
pasado han sobrevivido los regímenes que se han resistido a toda modalidad de
diálogo con sus respectivas sociedades, como lo han hecho las antediluviana
dinastías fidelista y norcoreana.
El régimen militar-militarista teme al
diálogo porque sus jefes han sido
amaestrados en le relación mando-obediencia; y por lo mismo temen, tanto o
más, que los del régimen seudo socialista, la disidencia delatora del
para ellos detestable prejuicio denominado autonomía de pensamiento.
Como a
esas mentalidades abstrusas no les cabría concebir un diálogo sin que éste
fuese portador de la justamente temida disidencia, ahogan la sola posibilidad de ésta última en
el pantano de servidumbre del que nutren su prepotencia.
En
consecuencia, visto el diálogo, en Democracia, como un despliegue de razón
regido por el propósito de avenencia, ello supone el ejercicio, en primer
lugar, de una voluntad de convenio o de transacción; y en segundo lugar de
conformidad y hasta de grados de unión.
Por consiguiente, el que sea viable un genuino diálogo depende de que sean
satisfechos los siguientes supuestos básicos:
La
identificación de los dialogantes: tanto en su condición de individuos, de
grupos o de partidos, como en su representación, individual o colectiva.
La
igualdad de los dialogantes: fundada en un respeto básico, que pone a un lado
las respectivamente reconocidas jerarquía y ubicación institucionales.
La
identificación de las cuestiones sobre las cuales dialogar: lo que requiere una
agenda establecida; salvo que se convenga en una fase de agenda abierta,
generalmente una vez terminado el diálogo, propiamente dicho, y le siga una
conversación, eventualmente propiciatoria de un nuevo diálogo.
La
formulación de objetivos: por considerarse que el sólo enunciado de áreas o
cuestiones no felicitará la eventual realización del propósito de avenimiento.
Los objetivos deben ser reconocidos por los dialogantes como amplios, evidentes
y comunes, aun cuando difieran los procedimientos para lograrlos.
El
acuerdo sobre la necesidad o la urgencia
de tomar medidas: democráticamente concebidas y acordadas de manera
transparente, y formuladas en términos precisos y accesibles al entendimiento
común.
Es
obvio que el cumplimiento de estos requisitos para el diálogo compromete no
sólo la buena disposición de las partes, sino también la legitimidad de
su respectiva actuación, tanto en la concertación del diálogo como en su
realización y producto final; y tal legitimidad sólo puede provenir, en la
República, del pleno respeto de la soberanía popular.
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En
Venezuela contemporánea la experiencia del diálogo, así concebido, ha sido
parte necesaria y fructífera de la transición desde la República liberal
autocrática, en su fase degenerativa: la Dictadura liberal regionalista, hacia
la República liberal democrática. Ello es prueba de que la noción de diálogo,
-así concebida, lo subrayo-, es consubstancial con la vigencia de la
Democracia.
En
un Mensaje histórico sólo es posible mencionar, muy sucintamente, tres ejemplos
de diálogo particularmente significativos: uno de diálogo político
circunstancial, otro de diálogo político institucional y otro de diálogo político global.
Fue
un significativo diálogo político circunstancial el realizado entre el último
representante de la Dictadura liberal regionalista, el Presidente General
Isaías Medina Angarita, y la surgente oposición democrática, representada por
el Partido Acción Democrática y su fundador Rómulo Betancourt. El temor
compartido de que pudiese retornar al Poder el ex Presidente General Eleazar
López Contreras,-apreciado por ambos como retorno al gomecismo, y por la
opinión democrática como una acto del denominado continuismo alternativo-, propició
un diálogo en el cual los enunciados supuestos esenciales fueron
resumidos en la procurada instauración de un gobierno civil comprometido a
rescatar la soberanía popular, reconociéndola como el único criterio de
legitimidad en la formación, el
ejercicio y la finalidad del Poder público. Este diálogo condujo a la
candidatura concertada del Dr. Diógenes Escalante a la Presidencia de la
República.
El
más trascendental ejemplo de diálogo político institucional retomó los
objetivos del diálogo político
circunstancial frustrado. Corrió en el lapso 1946-1948, y consistió en la
participación amplia y diversa, en el proceso de formación del Poder público
correspondiente a la instauración de la República liberal democrática. Tanto la
convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, bajo la conducción de un
organismo electoral ampliamente representativo y autónomo, como la ampliación
insuperable del universo electoral y el desenvolvimiento mismo de la Asamblea,
dieron testimonio de una voluntad de diálogo demostrada por todas las fuerzas
civiles.
El
tercer ejemplo, el de diálogo político global, partió de la designación de la
Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), durante la
Presidencia de Jaime Lusinchi, por Decreto de 17 de diciembre de 1984.
Integrada con la más diversa pluralidad, sin predominio de corriente alguna,
política o ideológica, sus treinta y cinco miembros dimos una altísima
demostración de capacidad de diálogo al formular el Proyecto de reforma
integral del Estado, orientado hacia la modernización del Estado y la
profundización de la Democracia; cuyos primeros logros en el fortalecimiento de
la soberanía popular padecen hoy vanos intentos de destrucción de parte de un
régimen militar-militarista que reúne lo atávico con lo arcaico y que, por lo
mismo, subestima el arraigo de lo históricamente adquirido por las sociedades.
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El reclamo de diálogo, actualmente presente y
en forma creciente, se corresponde con nuestra experiencia histórica en el
rescate de la soberanía popular, y en la garantía de su plena vigencia. Esta
legitimidad histórica le da al reclamo de diálogo el respaldo obligante
requerido para que sean respetados los requisitos del diálogo, consubstancial
con el ejercicio de la Democracia.
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