El tema de la crisis que desde tiempo vive Venezuela, pero que cada día más profunda y peligrosa se hace, es tema obligado en toda conversación de venezolanos hoy en día. La crisis, cada día, se hace más honda, grave y peligrosa. Es cierto que en toda crisis --peor, igual, o menos grave que ésta que vivimos-- a los aspectos negativos que todas contienen habría que añadir los positivos que siempre los hay, pese a que muy evidente sea su gravedad. También es cierto que, muchas veces, a quienes hablan de una crisis y pregonan su realidad y peligrosidad se les tacha como pájaros de mal agüero: si los ardorosos defensores de Troya hubiesen prestado oídos a la joven sacerdotisa hija de Príamo, hubiesen economizado, para su ciudad, la enorme derrota y la ruina que le provocara el famoso Caballo.
Desde hace treinta años, la crisis que se vislumbraba
iba a provocar el modelo populista adoptado desde 1945 y después de los
gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Rafael Caldera reactivado. En estos tres gobiernos, como lo expresara Miriam Kornblith[1]
: “A partir de 1958 se solidificó un
acuerdo entre diversos sectores en torno a algunas reglas fundamentales. Se le
atribuyó al Estado un papel central en la estructuración de las principales
coordenadas de la nación; al sector privado se le asignó un papel secundario en
la activación de la vida económica; mediante el Pacto de Punto Fijo (sic) se garantizó la plena vigencia del juego político-electoral,
y las reglas del juego político le atribuyeron un papel crucial a los partidos
políticos como principales canales de agregación y articulación de intereses
societales y como agentes privilegiados de mediación entre el Estado y la
sociedad. La economía tuvo como factor dinamizador a la renta petrolera; se
impuso progresivamente el intervencionismo estatal, a través de mecanismos como
la regulación, protección y los subsidios generalizados. En la Constitución de
1961 se consagraron muchos de estos principios y reglas, y sobre esas bases
quedó plasmado un proyecto sociopolítico de largo alcance.”
Pero ese sistema, como bien lo hizo notar Juan Carlos
Rey[2],
“dependió de la presencia y adecuada
interacción de tres factores fundamentales: la abundancia relativa de recursos
económicos provenientes de la renta petrolera, con los que el Estado pudo
satisfacer demandas de grupos y sectores heterogéneos; un nivel relativamente
bajo y relativa simplicidad de tales demandas, que permitió su satisfacción con
los recursos disponibles; y la capacidad de las organizaciones políticas
(partidos y grupos de presión) y de su liderazgo para agregar, canalizar y
representar esas demandas, asegurando la confianza de los representados.”
En diciembre de 1973 se realizaron elecciones
presidenciales para, terminado el gobierno del Presidente Caldera, los
venezolanos eligieran nuevo Presidente, el cual fue Carlos Andrés Pérez. ¿Quién podría haberse imaginado, entonces,
que esa aparente cúspide entonces alcanzada era, apenas, el inicio de la muy
inclinada pendiente por la que en menos de 20 años habrían de comenzar a
deslizarse nuestra estabilidad económica y nuestra democracia social y
política? En efecto, en febrero de 1983, un día viernes llamado popularmente
“negro” por sus consecuencias económicas, por primera vez se hizo visible en el
escenario político surgido a partir de esa fecha, una crisis que no se acercaba
sino que estaba presente. Entonces los venezolanos ¡al fin! descubrimos: que no
somos un país inmensamente rico; que el petróleo no durará por siempre y que la
“torta” del reparto populista cada vez se iría haciendo más pequeña, hasta que
llegaramos al llegadero que ya sabíamos muy cercano.
Quiero hacer constar que no responsabilizo a los
Presidentes Herrera Campins y Pérez Rodriguez ni del viernes negro, de la caída
del petróleo y la moneda y, mucho menos, de las falsas creencias o autoengaños
de muchos venezolanos. Pero con el viernes negro se reveló la verdadera crisis
que vivía entonces el país y cuya progresiva degeneración nos ha conducido a la
situación en la cual ahora nos encontramos: era la crisis de nuestro modelo
populista de Estado expresada en su totalidad.
Desde el principio, es decir desde 1945, y dejando de
lado los modelos producidos y tantas veces fracasados en otras Naciones
hermanas de nuestro subcontinente, era obvia –incluso por las experiencias de
esos Estados-- la presencia de dos
componentes principales que anunciaban, más tarde o más temprana, como los
factores principales y naturales de su manifestación: el primero, que de la naturaleza económica y
socio-política de estos Estados derivaba la imposibilidad material, económica y
funcional de asistir las exigencias y necesidades de la población, dentro de un
modelo estatal fundado en una ficticia alianza de clases o grupos sociales
disímiles, cuyos intereses eran contradictorios pero coincidentes en la
expectativa común de las personas de satisfacer sus particulares y distintas
aspiraciones.
Eran componentes propios e inseparables del populismo:
1º. La mal llamada “burguesía” industrial que aspiraba a mantener y reforzar
toda política proteccionista y de subsidios, con el falso sistema impulsado por
la Cepal llamado de “la sustitución de importaciones.” Mientras, el sector
obrero sindicalizado no aspiraba a otra meta que no fuese la de unas reivindicaciones inmediatas respecto a las relaciones laborales, lo que,
de paso, se convirtió en sostener un sindicalismo venal e incondicional de las
camarillas partidistas.
2º. La otra componente principal del modelo populista,
más compleja de analizar pero no por ello menos relevante, tenía que ver con la
capacidad de los estratos dirigentes de la Sociedad para entender, interpretar,
juzgar, pronosticar y dar adecuada respuesta a las urgentes solicitaciones de
la vida nacional en general. Tal capacidad era, entonces, muy reducida y, en
este presente, lo es aún mucho más. La actual dirigencia de entonces y peor la
de ahora, prácticamente en todos los sectores y con las excepciones del caso,
se caracterizaba y se caracteriza por poseer un universo cognoscitivo muy
estrecho, con una mentalidad que sigue pareciéndose a las de comienzos del
siglo XX por precaria y poco evolucionada que, además, se cierra sobre si misma
haciéndose impenetrable para expresiones distintas de pensamiento más
actualizadas. Es un problema de amplitud
de mundo, de visión de horizontes, de dimensiones de profundidad.
De modo que, con las pocas excepciones conocidas, tal
nueva dirigencia no resultó capaz de interpretar un país que ya para los años
70 se había hecho mucho más complejo respecto a como lo era a principios y
mediados del siglo pasado. En consecuencia, no pudo seguir el hilo del devenir
ni presentar respuestas ciertas y no recetas y paliativos para una Venezuela ya
muy cercana al año dos mil. Estallaron primero las crisis entre los partidos y,
luego, al interior de ello mismos.
En tal sentido, los años 90 del siglo pasado fueron
una palpable demostración de lo expresado. Por esas ironías de la vida, desde
comienzos de la década de los años 70, un grupo de militares instigados por el
conocido guerrillero venezolano Douglas Bravo, no se acogió a la política de
pacificación de Venezuela comenzada por el Presidente Leoni y concluida por el
Presidente Caldera, bajo cuyos gobiernos las Fuerzas Armadas Nacionales
derrotaron definitivamente la intentona de la Cuba Castrista de controlar
nuestro territorio nacional. Hacia finales de esa década de los 70, más de cien
egresados de las escuelas militares habían penetrado la Institución en todos
sus ramos. Entre ellos había un joven, Hugo Chávez Frías, a quien su hermano
Adán había presentado a Bravo. Cuando en
1992 se produjo el intento de derrocar, mediante golpe militar, al Presidente
Pérez, Chávez no era el jefe del movimiento pero su habilidad y astucia
indudables le hicieron pasar como tal.
La defenestración de Carlos Andrés Pérez, obrada por una mayoría de su
partido Acción Democrática, significó para una inmensa porción de venezolanos
el quiebre definitivo de sus aspiraciones de futuro; produjo una impensable
conmoción en todos los partidos políticos y obró, el hecho insólito, de que
muchos de los entonces militantes dejasen de apoyar a sus partidos de tradición
para apoyar al joven militar candidato a la presidencia.
Lo que ocurrió después todos lo sabemos y, ahora,
muchísimos venezolanos lo padecemos: la entrega de la Patria a mano extranjera;
los múltiples regalos de dineros del pueblo venezolano a naciones vecinas; el no defender nuestro territorio nacional,
como es el caso de no impedir el ingreso de la guerrilla colombiana o el
silencio ante las invasiones de Guyana en el territorio en reclamación; el
despilfarro de más de dos billones de dólares percibidos del oro negro; la
destrucción de la única “gallina de los huevos de oro” que era Pdvsa; la inflación desbocada e incontenible cuyos
límites no entrevemos todavía; la anarquía que reina en las calles de todas las
ciudades grandes y pequeñas de Venezuela; el crimen desatado que año tras año
va aumentando el número de víctimas, especialmente en familias de los sectores
más populares y necesitados: ¿a dónde vamos? ¿Quo vadis Venezuela?
[2] Rey, Juan C. “La democracia
venezolana y la crisis del sistema populista de conciliación”.Revista de
Estudios Políticos, N° 74, Madrid, pp 533-578. Cit. Kornblith M, Op. Cit. Pg.
164.Pedro Paúl Bello. (paulbello.blogspot.com)
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