Un apotegma es un dicho breve y sentencioso
con un contenido moral aleccionador, por lo cual se parece mucho a un
proverbio. Se usa en cualquier esfera de la vida social pero es más frecuente
en la política.
El que titula esta nota supone el poder determinante ejercido por un conjunto social sobre cada uno de sus miembros, y por consiguiente el deber moral de éstos de tomar en cuenta los intereses del primero, o de no desajustarse demasiado.
Se lo escuché en 1984, al retorno de la vida
política institucional, a un individuo concreto, no con sentido pedagógico, es
decir, para ayudar al otro a andar mejor en el mundo, sino con sentido
defensivo, para paralizar a otro individuo concreto en sus anhelos de ocupar un
cargo electivo. O sea, para marcar la cancha, significando por elevación que
“si querés llegar vas a tener que negociar, empezando por mí…” El supuesto
vocero del pueblo no pensaba en los intereses del pueblo sino en los suyos
propios.
En esta interpretación el colectivo es algo
más que la suma de los individuos que lo integran, en tanto cada individuo es
sólo un átomo (en el mejor de los casos), un disidente o un segregado del
colectivo.
De aceptarse a priori la concepción de lo
colectivo, comunitario o social como previo y superior al individuo a la larga
se llega al totalitarismo como concepción fundante de la vida social. Ocurre que el colectivo no es un ser
metafísico, no tiene esencia, alma, espíritu o trascendencia, ni tampoco un
plus agregado de conciencia y voluntad independientemente de la que corresponde
a cada uno de sus miembros individuales.
No existe, pues, espíritu del pueblo,
por más atractivamente romántico que suene sobre todo a los oídos juveniles,
pues aquél se expresa a través de sus miembros individuales, absolutamente diversos
y contradictorios en si y respecto de los demás.
Igualmente es de sentido común, puesto que
individuo y colectivo no pueden, o no deben, o no es conveniente que estén
totalmente a trasmano.
Por más que las contradicciones constituyen la esencia
de lo social, ellas nunca deberían ser extremas, sobre todo cuando el individuo
necesita del concurso de la colmena. En este sentido sí puede aceptarse que
encarne una suerte de “sabiduría popular” de carácter atemporal y aespacial,
válida para todos los tiempos y lugares, como la que encierra el consejo sabio
de un abuelo o padre a un hijo, o los de una generación a otra u otras
posteriores para ayudarles a convivir armoniosamente.
Sin embargo, pese a su aparente solidez, los
apotegmas y los proverbios han servido lo mismo para un barrido que para un
fregado, como aquella presunción de que las magnitudes o representatividad de
las preferencias humanas tienen relación directa con la calidad o la verdad de
cada asunto social. Aunque así debería ser, de hecho, una mayoría electoral
puede servir para legitimar una democracia representativa, republicana y
federal como, inversamente, una democracia renga, limitada y autoritaria como
las que abundan actualmente, sin olvidar el extremo de la legitimación del
nazismo en los años 30.
Un circunstancial estado de opinión o una mal llamada
conciencia popular mayoritaria puede inclinar las decisiones concretas de los
individuos hacia un lado o hacia su opuesto. La calidad de las opciones tienen
que ver con el nivel cultural, la conciencia política, social y moral y la
autonomía del entendimiento y la voluntad de los individuos, todo lo cual es
muy variable no sólo entre sociedades diferentes sino también al interior de
cada una de ellas. Especialmente es así en los tiempos de la política de masas
y la ingeniería social y política, que con sus argucias y técnicas es capaz de
imponerse sobre la autonomía conciente del individuo. La realidad lo demuestra
diariamente, al punto de que ninguna expresión es lo que parece ser en su origen
ni en su recepción, tanto individual como colectivamente considerada.
La atribución de caracteres intangibles e
infalibles, en términos generales, a las palabras oficiales como a las leyes
resulta torpe e ingenua cuando en muchas partes, especialmente en América
latina, vemos la consagración “popular” y mayoritaria de los peores
“representantes” del pueblo con la colaboración de “poderes” del pueblo
absolutamente distorsionados, aunque recubiertos de aparente legitimidad y de
forzada legalidad.
Así, la presunta validez del apotegma de esta
nota cede ante los hechos de la realidad, donde la ley, expresión máxima del
ordenamiento social de cualquier pueblo en todo tiempo y espacio, es sólo una
función del poder político en lugar de ser a la inversa.
De última, el lector se preguntará por qué
mis últimas notas están dedicadas a los apotegmas. Pues, simplemente, porque es
mi contribución a la desmitificación de muchas
supuestas verdades de sentido común vigentes entre nosotros, y que en
base a su brevedad expositiva y a su sencillez suelen confundir (efecto buscado
por sus empleadores) a muchos receptores incautos, después de muchos años en
que la cultura general de una sociedad nacional como la de Argentina se
moldeara en frases, en sentencias, en síntesis aparentemente poderosas como
palabras y elixires mágicos, que aparentan ser pura evidencia al alcance de
cualquiera, por lo cual se convierten en axiomas. Sin olvidar que con
semejantes insumos se construyen por igual los relatos sesgados de las memorias
hegemónicas y los de las contraculturales, en desmedro de la historia, de la
investigación y de la intelectualidad
rigurosa e imparcial.
carlos@schulmaister.com
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