Es
de una elocuencia profunda sobre lo que sucede en Colombia la forma en que el
Presidente Juan Manuel Santos, candidato a la reelección, ha actuado frente a
la revelación de que en el barrio Galerías de Bogotá una central de
inteligencia camuflada detrás de una fachada típica en estos casos espiaba a
miembros del equipo que negocia con las Farc en La Habana.
La
primera reacción fue la que cabe esperar de un gobierno respetuoso del Estado
de derecho: afirmó que tales prácticas “no son aceptables desde ningún punto de
vista”, denunció que había “fuerzas oscuras” saboteando el diálogo, pidió una
investigación y ordenó apartar de sus cargos, mientras la Fiscalía General hace
su trabajo, al jefe de Inteligencia del Ejército, Mauricio Ricardo Zúñiga, y al
director de la Central de Inteligencia Técnica del Ejército, Oscar Zuluaga.
Pero a las 24 horas se sintió obligado a enviar un mensaje que, en apariencia,
contradecía todo lo anterior. Santos calificó de “totalmente lícitas” las
operaciones de inteligencia con fachadas como la que usó “Andrómeda” (el nombre
operativo de la revelada por la revista Semana) y se amparó en la legislación
de espionaje para justificar la existencia de la central descubierta.
No
hay, estrictamente hablando, nada que no sea cierto en lo que dijo Santos la
segunda vez. Evitó, por lo demás, justificar de forma específica el espionaje
aparente a los negociadores de su gobierno, presididos por Humberto de la
Calle, que participan en conversaciones con la narcoguerrilla y a los
“sospechosos habituales” de izquierda, como la ex senadora Piedad Córdoba y el
representante Iván Cepeda. Pero lo importante, como suele ser el caso en la
semiótica política, estuvo en la interpretación a que dan pie las señales que
el mandatario envió en esa segunda comparecencia más que en el sentido literal
de lo expresado.
¿Qué
estaba diciendo, en el fondo, Santos? Tres cosas: las Fuerzas Armadas están
bajo mi control, no bajo el dominio y la autoridad de mis adversarios, y mucho
menos de Alvaro Uribe; lo último que voy a hacer, a un mes de los comicios
legislativos y a tres meses de los presidenciales, es permitir que yo aparezca
como aliado de las Farc contra las labores de espionaje militar en medio de un
conflicto que aún está vigente; finalmente, no voy a contribuir a desmoralizar
a los militares cuando, ahora que estamos más o menos a la mitad del proceso
negociador, el enemigo está midiendo más que nunca nuestra fortaleza o
debilidad.
Es
difícil, a estas alturas, dudar de la veracidad de la revista Semana, dado que
realizó una investigación prolija de 15 meses y se apoyó en 25 fuentes antes de
hacer la revelación. Nadie, a estas alturas, ha desmentido oficialmente al
semanario, pues las investigaciones están en curso. De lo cual se desprende que
hay sectores militares y eventualmente policiales (ambas fuerzas dependen en
Colombia del Ministerio de Defensa) interesados en vigilar muy de cerca a los
negociadores. La pregunta aquí es si esos sectores tienen que ver con el
gobierno mismo, que quiere estar seguro de que la información que recibe de
manos de los negociadores es meridianamente fidedigna, o si, lo que es bastante
más probable, tienen que ver con focos de resistencia contra todo el proceso
que anidan en el corazón del estamento militar, aliados con civiles de la
oposición.
La
respuesta a ese interrogante es especulativa y por tanto prematura. Pero el
interrogante es válido, en la medida en que una de las constantes en el año y
pico de conversaciones en La Habana ha sido que la oposición ha hecho pública,
de forma directa o por medios interpósitos, información que ha terminado siendo
corroborada por el gobierno. Fue el caso, por cierto, de la revelación seminal,
la más impactante de todas: Santos tuvo que confirmar que había negociaciones
secretas desde los primeros meses de 2012 cuando Alvaro Uribe lo expuso y
denunció.
El
contexto en el que Santos ha tenido que hacer frente a la revelación del
espionaje a sus negociadores tiene tres componentes de la mayor importancia.
Primero, su candidatura, si bien galopa por el momento por delante de la de sus
adversarios, choca con la resistencia de dos tercios del país: la última
encuesta le otorga apenas 24 por ciento de las preferencias, seis puntos por
debajo del voto en blanco. Segundo, Alvaro Uribe es todavía una fuerza a tener
muy en cuenta, pues a pesar de que su candidato, Oscar Iván Zuluaga, sigue en
la pista de despegue, su popularidad es grande, cuenta con numerosos aliados en
el estamento militar y amenaza con ser un rival de polendas desde el Senado,
del que con toda seguridad formará parte tras los comicios legislativos de
marzo (su imagen favorable supera el 60 por ciento y atrae muchas más preferencias
que las otras cabezas de lista). Finalmente, la población tiene dos almas con
respecto al proceso de paz: mantiene muy viva la ilusión de que esa nave
llegará a buen puerto, pero está corroída por los temores y el dilema moral que
le suscitan varios aspectos de la negociación: la participación política de una
organización dedicada a matar y secuestrar a inocentes, la relativa impunidad
que muchos de sus líderes probablemente obtendrán a cambio de dejar las armas y
la mucha información que seguirá oculta para siempre con respecto a sus
acciones si no hay una exigencia de responsabilidad.
Las
negociaciones han cumplido ya 19 “ciclos” de conversaciones en Cuba y acaba de
arrancar el vigésimo. De los cinco puntos que forman parte de la agenda -la
tierra, la participación política, las drogas, el fin del conflicto y las
víctimas-, sólo ha habido acuerdos hasta ahora en los primeros dos. Se trata de
acuerdos no muy detallados, que dejan pendientes numerosos aspectos que podrían
descarrilar el proceso de paz si se insistiera en hacerlos aterrizar en el
detalle minucioso. Con respecto a la tierra, se ha acordado en principio un
sistema de redistribución y formalización, así como una nueva jurisdicción para
resolver asuntos de tenencia que afectan a muchos campesinos (la quinta parte
tienen problemas de titulación). En lo relativo a la participación política, se
ha aprobado, también en principio, la creación de circunscripciones especiales
de carácter temporal para facilitar que los movimientos de base de zonas donde
las Farc tienen fuerza sean representados en el Congreso, el acceso a los
medios de grupos marginales y la idea de proteger los derechos de la oposición
mediante un estatuto.
Para
evitar un exceso de convulsión política, todo esto ha sido anunciado en comunicados
más bien vagos. Ahora empieza a discutirse el tercer punto, relativo a las
drogas. Las Farc quieren que el gobierno permita el cultivo de coca, marihuana
y amapola para uso medicinal, industrial y artesanal, y Santos, que es un
partidario de la descriminalización, prefiere que esto se aborde a través de
Naciones Unidas en lugar de que el gobierno colombiano actúe de forma
unilateral.
Todo
este proceso ha sido lo suficientemente concreto como para que los colombianos
no hayan perdido la fe en la negociación y lo bastante genérico como para no
atizar las sospechas entre los muchos ciudadanos que tienen dos almas frente a
las negociaciones. Podríamos hablar, en cierto sentido, de la estrategia de la
ambigüedad. Sólo si se tiene en cuenta esa estrategia se entiende la reacción
aparentemente contradictoria de Santos ante la revelación del espionaje. Un
delicado juego de poleas ha permitido a Santos hasta ahora, a pesar de sus
cifras bajas, seguir como favorito y evitar que la negociación con las Farc y
la oposición cerrada de su ex jefe, Alvaro Uribe, lo dañen de forma
irreparable. La revelación del espionaje es potencialmente desestabilizadora de
esa estrategia, ya que implica, si optamos por la hipótesis más creíble, que
sectores importantes del propio Estado colombiano desconfían de los hombres
nombrados por Santos. Siendo el Ejército en Colombia una institución altamente
respetada por los logros contra el terrorismo y a pesar de las acusaciones de
violaciones contra los derechos humanos, esa es una información muy sensible en
medio de una campaña electoral.
Me
atrevería a decir que es más grave a estas alturas para Santos que se crea que
el Ejército desconfía de la negociación de lo que es para Uribe que se piense
que es el receptor privilegiado de la información producida por “Andrómeda”.
Por eso fue tan torpe el líder de los negociadores de la narcoguerrilla, Iván
Márquez, al afirmar que “Alvaro Uribe está detrás de todo esto… no se les
olvide que es el enemigo público número uno de la paz en Colombia”. A quien
estuvo cerca de incendiar con este brulote no es a Uribe sino a Santos, porque
acababa de tomar acciones drásticas contra los responsables de la inteligencia
militar. La declaración de las Farc colocaba al mandatario en incómoda
coincidencia con la narcoguerrilla y a Uribe como el reivindicado adversario de
las concesiones excesivas al enemigo de la sociedad colombiana. Santos, astuto,
lo comprendió de inmediato y desde entonces no ha vuelto a decir una palabra
crítica contra la operación “Andrómeda”.
Como
casi todo en la Colombia de hoy, la rivalidad entre Santos y Uribe ha sido el
cráter de este escándalo. Esa rivalidad no está, a pesar de la posición de
Santos en los sondeos, zanjada en favor del mandatario todavía. Ha aparecido
sorpresivamente la ex ministra de Defensa Martha Lucía Ramírez como candidata
del Partido Conservador tras una convención en la que las apuestas no estaban
con ella. En pocos días se ha colocado en segundo lugar, con un todavía tímido
7,7 por ciento, pero desplazando a Zuluaga, al ex alcalde de Bogotá Enrique
Peñalosa y a dos candidaturas de izquierda, incluida la del Polo Democrático.
Si, como pretende parte de la centroderecha, Zuluaga decide apoyar a la
candidata conservadora y eventualmente Peñalosa, un hombre de raigambre
derechista a pesar de su alianza con el movimiento Progresistas, hace lo
propio, la segunda vuelta se le podría poner al presidente color de hormiga.
Ante
semejante perspectiva, no nos extrañemos si el gobierno hace, en las próximas
semanas, gestos de dureza política y militar contra las Farc, en la estela de
la revelación sobre el espionaje a los negociadores. Es improbable, en tal
virtud, que salgan de las conversaciones de La Habana anuncios entusiasmantes
que agiten las pasiones de los colombianos en las semanas que vienen.
Se
acusa a Santos de haberse vuelto aburrido y gris, y de no fascinar a sus
partidarios. En realidad, dado el campo minado por el que transita, el
aburrimiento, la grisura y la falta de sex appeal político son probablemente
una apuesta menos arriesgada que lo contrario. Cualquier paso en falso podría
voltear una elección en la que el voto en blanco va en primer lugar, en la que
ha aparecido por primera vez una adversaria que suscita algo más que bostezos y
en la que Uribe sigue siendo un enemigo temible.
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