martes, 11 de febrero de 2014

ÁLVARO VARGAS LLOSA, COLOMBIA: LA ESTRATEGIA DE LA AMBIGÜEDAD

Es de una elocuencia profunda sobre lo que sucede en Colombia la forma en que el Presidente Juan Manuel Santos, candidato a la reelección, ha actuado frente a la revelación de que en el barrio Galerías de Bogotá una central de inteligencia camuflada detrás de una fachada típica en estos casos espiaba a miembros del equipo que negocia con las Farc en La Habana.

La primera reacción fue la que cabe esperar de un gobierno respetuoso del Estado de derecho: afirmó que tales prácticas “no son aceptables desde ningún punto de vista”, denunció que había “fuerzas oscuras” saboteando el diálogo, pidió una investigación y ordenó apartar de sus cargos, mientras la Fiscalía General hace su trabajo, al jefe de Inteligencia del Ejército, Mauricio Ricardo Zúñiga, y al director de la Central de Inteligencia Técnica del Ejército, Oscar Zuluaga. Pero a las 24 horas se sintió obligado a enviar un mensaje que, en apariencia, contradecía todo lo anterior. Santos calificó de “totalmente lícitas” las operaciones de inteligencia con fachadas como la que usó “Andrómeda” (el nombre operativo de la revelada por la revista Semana) y se amparó en la legislación de espionaje para justificar la existencia de la central descubierta.

No hay, estrictamente hablando, nada que no sea cierto en lo que dijo Santos la segunda vez. Evitó, por lo demás, justificar de forma específica el espionaje aparente a los negociadores de su gobierno, presididos por Humberto de la Calle, que participan en conversaciones con la narcoguerrilla y a los “sospechosos habituales” de izquierda, como la ex senadora Piedad Córdoba y el representante Iván Cepeda. Pero lo importante, como suele ser el caso en la semiótica política, estuvo en la interpretación a que dan pie las señales que el mandatario envió en esa segunda comparecencia más que en el sentido literal de lo expresado.

¿Qué estaba diciendo, en el fondo, Santos? Tres cosas: las Fuerzas Armadas están bajo mi control, no bajo el dominio y la autoridad de mis adversarios, y mucho menos de Alvaro Uribe; lo último que voy a hacer, a un mes de los comicios legislativos y a tres meses de los presidenciales, es permitir que yo aparezca como aliado de las Farc contra las labores de espionaje militar en medio de un conflicto que aún está vigente; finalmente, no voy a contribuir a desmoralizar a los militares cuando, ahora que estamos más o menos a la mitad del proceso negociador, el enemigo está midiendo más que nunca nuestra fortaleza o debilidad.

Es difícil, a estas alturas, dudar de la veracidad de la revista Semana, dado que realizó una investigación prolija de 15 meses y se apoyó en 25 fuentes antes de hacer la revelación. Nadie, a estas alturas, ha desmentido oficialmente al semanario, pues las investigaciones están en curso. De lo cual se desprende que hay sectores militares y eventualmente policiales (ambas fuerzas dependen en Colombia del Ministerio de Defensa) interesados en vigilar muy de cerca a los negociadores. La pregunta aquí es si esos sectores tienen que ver con el gobierno mismo, que quiere estar seguro de que la información que recibe de manos de los negociadores es meridianamente fidedigna, o si, lo que es bastante más probable, tienen que ver con focos de resistencia contra todo el proceso que anidan en el corazón del estamento militar, aliados con civiles de la oposición.

La respuesta a ese interrogante es especulativa y por tanto prematura. Pero el interrogante es válido, en la medida en que una de las constantes en el año y pico de conversaciones en La Habana ha sido que la oposición ha hecho pública, de forma directa o por medios interpósitos, información que ha terminado siendo corroborada por el gobierno. Fue el caso, por cierto, de la revelación seminal, la más impactante de todas: Santos tuvo que confirmar que había negociaciones secretas desde los primeros meses de 2012 cuando Alvaro Uribe lo expuso y denunció.

El contexto en el que Santos ha tenido que hacer frente a la revelación del espionaje a sus negociadores tiene tres componentes de la mayor importancia. Primero, su candidatura, si bien galopa por el momento por delante de la de sus adversarios, choca con la resistencia de dos tercios del país: la última encuesta le otorga apenas 24 por ciento de las preferencias, seis puntos por debajo del voto en blanco. Segundo, Alvaro Uribe es todavía una fuerza a tener muy en cuenta, pues a pesar de que su candidato, Oscar Iván Zuluaga, sigue en la pista de despegue, su popularidad es grande, cuenta con numerosos aliados en el estamento militar y amenaza con ser un rival de polendas desde el Senado, del que con toda seguridad formará parte tras los comicios legislativos de marzo (su imagen favorable supera el 60 por ciento y atrae muchas más preferencias que las otras cabezas de lista). Finalmente, la población tiene dos almas con respecto al proceso de paz: mantiene muy viva la ilusión de que esa nave llegará a buen puerto, pero está corroída por los temores y el dilema moral que le suscitan varios aspectos de la negociación: la participación política de una organización dedicada a matar y secuestrar a inocentes, la relativa impunidad que muchos de sus líderes probablemente obtendrán a cambio de dejar las armas y la mucha información que seguirá oculta para siempre con respecto a sus acciones si no hay una exigencia de responsabilidad.

Las negociaciones han cumplido ya 19 “ciclos” de conversaciones en Cuba y acaba de arrancar el vigésimo. De los cinco puntos que forman parte de la agenda -la tierra, la participación política, las drogas, el fin del conflicto y las víctimas-, sólo ha habido acuerdos hasta ahora en los primeros dos. Se trata de acuerdos no muy detallados, que dejan pendientes numerosos aspectos que podrían descarrilar el proceso de paz si se insistiera en hacerlos aterrizar en el detalle minucioso. Con respecto a la tierra, se ha acordado en principio un sistema de redistribución y formalización, así como una nueva jurisdicción para resolver asuntos de tenencia que afectan a muchos campesinos (la quinta parte tienen problemas de titulación). En lo relativo a la participación política, se ha aprobado, también en principio, la creación de circunscripciones especiales de carácter temporal para facilitar que los movimientos de base de zonas donde las Farc tienen fuerza sean representados en el Congreso, el acceso a los medios de grupos marginales y la idea de proteger los derechos de la oposición mediante un estatuto.

Para evitar un exceso de convulsión política, todo esto ha sido anunciado en comunicados más bien vagos. Ahora empieza a discutirse el tercer punto, relativo a las drogas. Las Farc quieren que el gobierno permita el cultivo de coca, marihuana y amapola para uso medicinal, industrial y artesanal, y Santos, que es un partidario de la descriminalización, prefiere que esto se aborde a través de Naciones Unidas en lugar de que el gobierno colombiano actúe de forma unilateral.

Todo este proceso ha sido lo suficientemente concreto como para que los colombianos no hayan perdido la fe en la negociación y lo bastante genérico como para no atizar las sospechas entre los muchos ciudadanos que tienen dos almas frente a las negociaciones. Podríamos hablar, en cierto sentido, de la estrategia de la ambigüedad. Sólo si se tiene en cuenta esa estrategia se entiende la reacción aparentemente contradictoria de Santos ante la revelación del espionaje. Un delicado juego de poleas ha permitido a Santos hasta ahora, a pesar de sus cifras bajas, seguir como favorito y evitar que la negociación con las Farc y la oposición cerrada de su ex jefe, Alvaro Uribe, lo dañen de forma irreparable. La revelación del espionaje es potencialmente desestabilizadora de esa estrategia, ya que implica, si optamos por la hipótesis más creíble, que sectores importantes del propio Estado colombiano desconfían de los hombres nombrados por Santos. Siendo el Ejército en Colombia una institución altamente respetada por los logros contra el terrorismo y a pesar de las acusaciones de violaciones contra los derechos humanos, esa es una información muy sensible en medio de una campaña electoral.

Me atrevería a decir que es más grave a estas alturas para Santos que se crea que el Ejército desconfía de la negociación de lo que es para Uribe que se piense que es el receptor privilegiado de la información producida por “Andrómeda”. Por eso fue tan torpe el líder de los negociadores de la narcoguerrilla, Iván Márquez, al afirmar que “Alvaro Uribe está detrás de todo esto… no se les olvide que es el enemigo público número uno de la paz en Colombia”. A quien estuvo cerca de incendiar con este brulote no es a Uribe sino a Santos, porque acababa de tomar acciones drásticas contra los responsables de la inteligencia militar. La declaración de las Farc colocaba al mandatario en incómoda coincidencia con la narcoguerrilla y a Uribe como el reivindicado adversario de las concesiones excesivas al enemigo de la sociedad colombiana. Santos, astuto, lo comprendió de inmediato y desde entonces no ha vuelto a decir una palabra crítica contra la operación “Andrómeda”.

Como casi todo en la Colombia de hoy, la rivalidad entre Santos y Uribe ha sido el cráter de este escándalo. Esa rivalidad no está, a pesar de la posición de Santos en los sondeos, zanjada en favor del mandatario todavía. Ha aparecido sorpresivamente la ex ministra de Defensa Martha Lucía Ramírez como candidata del Partido Conservador tras una convención en la que las apuestas no estaban con ella. En pocos días se ha colocado en segundo lugar, con un todavía tímido 7,7 por ciento, pero desplazando a Zuluaga, al ex alcalde de Bogotá Enrique Peñalosa y a dos candidaturas de izquierda, incluida la del Polo Democrático. Si, como pretende parte de la centroderecha, Zuluaga decide apoyar a la candidata conservadora y eventualmente Peñalosa, un hombre de raigambre derechista a pesar de su alianza con el movimiento Progresistas, hace lo propio, la segunda vuelta se le podría poner al presidente color de hormiga.

Ante semejante perspectiva, no nos extrañemos si el gobierno hace, en las próximas semanas, gestos de dureza política y militar contra las Farc, en la estela de la revelación sobre el espionaje a los negociadores. Es improbable, en tal virtud, que salgan de las conversaciones de La Habana anuncios entusiasmantes que agiten las pasiones de los colombianos en las semanas que vienen.

Se acusa a Santos de haberse vuelto aburrido y gris, y de no fascinar a sus partidarios. En realidad, dado el campo minado por el que transita, el aburrimiento, la grisura y la falta de sex appeal político son probablemente una apuesta menos arriesgada que lo contrario. Cualquier paso en falso podría voltear una elección en la que el voto en blanco va en primer lugar, en la que ha aparecido por primera vez una adversaria que suscita algo más que bostezos y en la que Uribe sigue siendo un enemigo temible.

avllosa@independent.org

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