El
régimen y su oposición oficial se acusan recíprocamente de ser “fascistas”;
pero ambas acusaciones son falsas. Uno es comunista, una suerte de filial del
régimen castrista de La Habana; los otros son en su mayoría socialdemócratas,
con la excepción del partido COPEI que es de la internacional demócrata
cristiana y Primero Justicia, cuyo referente internacional es el PP de España y
quizás el PAN de México, ambos de corte humanista cristiano.
La
pregunta es: ¿Por qué esta doble falsedad se ha impuesto tan sólidamente en el
discurso político venezolano? Tanto, que la posición de la Iglesia Católica o
de la Compañía de Jesús, se resume diciendo: “El peligro actual de América
Latina no es el comunismo sino el manejo inhumano del poder y del capitalismo
con lo que se empuja a grandes sectores de la población desesperada a dar apoyo
a dictaduras populistas y fascistas.”
Por
las calles de Caracas se pasean numerosos autobuses con grandes inscripciones
que rezan: “Unidad dañada por el fascismo y recuperada por la revolución”; con
lo que ya es imposible saber qué será lo que el régimen y su alternativa
democrática entienden por “fascismo”, pero seguro que no es algo descrito
racionalmente en la historia de las ideas políticas sino una suerte de enemigo
imaginario, tan maligno como omnipotente.
¿Cómo
es posible explicar que en Venezuela haya tantos antifascistas y en cambio no
haya ni un solo fascista reconocido o reconocible? Jamás hubo en este país un
partido o movimiento fascista, ni siquiera cuando era la ideología de moda en
Europa.
En
sentido estricto, el fascismo sólo existió en Italia entre 1919 y 1945, con
algunas variantes de partidos y movimientos centro-europeos con esa
inspiración, que indujeron a Mussolini a declarar solemnemente que “el fascismo
no se exporta”. La verdad es que no sólo en Venezuela, en ninguna parte del
mundo han existido experimentos fascistas después de la II Guerra Mundial.
El
fascismo sólo existe en la propaganda comunista, bajo la forma negativa del
mito antifascista, esa especie de compendio de todo lo malo que lo asemeja
tanto al mito del diablo, Satanás o el mal absoluto, que es tan propio de las
mentalidades supersticiosas.
Y
no habría que perder ni un minuto con él sino fuera porque ilustres miembros de
las Academias acusan a presos políticos de ser “fascistas”, sin sufrir la menor
sanción moral o censura intelectual de sus colegas igualmente respetables
académicos. Por su parte, los más acreditados comentaristas de la alternativa
democrática, sus creadores de opinión acusan a Maduro de “fascista” con
idéntica circunspección.
En
una reciente Asamblea del Colegio de Periodistas vimos con perplejidad como los
más encendidos oradores denunciaban las conductas fascistas del gobernador
Ameliach en Carabobo. Vale preguntar: ¿Qué pasaría si en esa asamblea de
periodistas se hubiera denunciado más bien la conducta comunista del régimen?
Si no la mitad, al menos alguna fracción de esa asamblea se habría levantado en
señal de protesta.
Y
aquí está el principio de la respuesta: la utilidad del fascismo es producir
consenso, unanimidad. No es el que no haya fascistas lo que hace inexplicable
el antifascismo universal, sino lo contrario: es precisamente porque no hay
fascistas que el antifascismo resulta tan exitoso, porque nadie se le opone.
Paradójicamente,
“dialécticamente” dirían los marxistas, el antifascismo ha logrado lo que en el
fondo se proponía su contrario: una mentalidad homogénea, sin fisuras, donde
toda disidencia no sólo resulta imposible sino incluso delictiva.
La
unanimidad es la base socio-psicológica de la unidad perfecta, del sueño
totalitario.
LA
UTILIDAD DE LA MENTIRA
Un
conocido catedrático de Derecho comienza sus clases diciendo a sus alumnos que
lo que se hace en los tribunales es mentir, mentir y mentir; no se sabe si en
esto entraña una denuncia o una recomendación, pero parece más bien lo último
que lo primero.
Lo
extraño es que hasta ahora ningún alumno lo haya parado advirtiendo que o
bien miente, en cuyo caso no deben creer
lo que dice; o bien dice la verdad, en cuyo caso se está contradiciendo (él no
miente). Con lo cual se concluye que la mentira puede practicarse, pero no
predicarse, porque el predicador se contradice así mismo.
Cada
día aumenta la legión de quienes se dan cuenta de que la esencia del discurso
del régimen comunista cubano implantado en Venezuela es la mendacidad, no
porque diga ésta o aquélla mentira aislada, sino porque es constitutivamente
falaz, un gran andamiaje de mentiras.
El
problema que plantea es doble: por un lado, da la certeza de que no puede
llegar a ninguna parte por ese camino; pero por el otro, hace imposible toda
refutación racional de su discurso, puesto que para eso sería indispensable
aceptar algunos parámetros de verosimilitud, esto es, de verdadero y falso, que
es lo que ha trastocado por completo.
Uno
de los problemas que plantea la mentalidad criminal es la desvinculación del
criminal con sus propios actos, de manera que pueden negar un hecho en el mismo
momento en que lo están perpetrando. Esto siempre ha producido la mayor
perplejidad en los criminólogos que, no en balde, llaman a los delincuentes
“enfermos morales”.
Estos
problemas pueden llevarse a niveles inauditos cuando organizaciones criminales
toman el control del Estado instrumentalizando sus instituciones para ponerlas
al servicio de sus propios fines delictivos, como ha ocurrido en Venezuela. Con
todas las instituciones al servicio del delito son las personas honradas las
que están en problemas.
Es
desalentador ver como los delincuentes se salen con la suya con garantías
absolutas de impunidad, porque son ellos quienes encabezan las instituciones
que estarían encargadas de perseguirlos.
El
Estado en general pero especialmente el Estado de Partidos, se aprovecha de una
presunción de moralidad, de veracidad en sus actuaciones, de eso que se llama
fe pública, que hace engorroso llevar a la conciencia común el carácter
inmoral, falso y de mala fe de sus actuaciones, aunque éstas sean flagrantes,
públicas y notorias.
Más
desalentador todavía es ver como la oposición oficial que debería denunciarlos
asume conscientemente el discurso de la mentira y le da un giro más, llevando
esta dinámica a niveles inverosímiles, como con todas esas promesas delirantes
que hacen en el supuesto de “ganar” unas supuestas elecciones que no son tales
y que saben completamente imposibles de ganar.
Por
ejemplo, dicen que una mayoría parlamentaria es más poderosa que cualquier presidente; pero aunque se cumpliera la
Constitución, cosa que en Venezuela no existe, resulta que el régimen siempre
ha sido y sigue siendo presidencialista, no parlamentario, por lo que la última
palabra la tiene siempre el presidente, incluso para promulgar las leyes de la
asamblea, entonces ¿no es esto mentir conscientemente?
Sin
detenernos en las llamadas leyes habilitantes, por las que la asamblea claudica
de su función legislativa en el ejecutivo, lo mismo puede decirse de las leyes
que ofrecen para la repatriación de capitales que no pueden ser
extraterritoriales, para la liberación de presos políticos que no son pasibles
de amnistía, para la producción nacional y pare de contar, porque ninguna
resiste el menor análisis lógico, por no decir jurídico ni político.
Cierto
que, parafraseando a Teodoro Petkoff, nadie se va a presentar a una elección
parlamentaria diciendo: “Voten por mí para que yo gane una canonjía, tenga
inmunidad, prima por reunión, viáticos, carro con chofer y un trampolín hacia
cargos más altos”; o bien: “Voten por mí para seguir los pasos de mi padre, que
tras numerosos períodos terminó jubilándose del congreso, rompiendo records de
inasistencia a las sesiones”; pero, esta es la realidad que exhiben y el otro
discurso, ¿no es la consagración de la mentira como política de Estado?
Todos
los mentirosos del mundo se benefician de la presunción de verdad; pero los
políticos venezolanos deberían superar la presunción de mentira.
APOCALIPSIS
NOW
Las
ideas de un tiempo final y de un mundo venidero están firmemente arraigadas en
el fondo de la mentalidad popular, como producto de la escatología primero
mesiánica judía y más tarde cristiana. Siempre se asocia el uno, a la oscuridad
y corrupción sin límites, a la opresión del pueblo y maldad de los tiranos; el
otro, a la resplandeciente liberación, a la justicia y magnanimidad de un
salvador beatífico.
Estas
atávicas visiones apocalípticas han adquirido una extraña actualidad en
Venezuela donde no puede evitarse la sensación de estar en el país más corrupto
del planeta, en que el lavado de dinero ha alcanzado una magnitud que amenaza
la estabilidad del sistema financiero mundial, en que la vesania y perversidad
de los funcionarios no tiene paralelo en
toda la historia de la humanidad.
De
manera que sin duda algo se corroe, se pudre y cae en pedazos, pero ¿existe
alguna garantía de que este derrumbe abrirá paso al mundo por venir, aquel
reino luminoso de justicia y bondad, donde reinarán la paz y la abundancia?
La
experiencia reciente de Venezuela no puede ser más decepcionante en este
respecto. Hugo Chávez pasó rápidamente de líder mesiánico a falso profeta, no
porque lo diga ningún detractor, sino él mismo: relatando como le mentía a sus
superiores exaltando la mentira como virtud, atizando el odio, poniendo la
muerte como consigna (al contrario, el Mesías se identifica a sí mismo como la verdad, el amor y la vida).
Lo
cierto es que Chávez no suprimió nada de lo malo que encontró, sino que sumó
sus propias huestes a la devastación, incluso, los mismos adecos, copeyanos y
masistas entraron a saco sobre la administración pública como invasores
extranjeros, liberados de las restricciones que les imponían las élites de sus
partidos, que antes tomaban lo mejor para ellas dejando los desechos para el
populacho.
La
actual polarización pretende ser un remedo de la anterior, un sistema que se
niega a aceptar el carácter revolucionario de las nuevas elites comunistas, que
repudian el sistema alternativo y pretenden quedarse para siempre en el poder,
según el modelo castrista que se internacionaliza a través del Foro de Sao
Paulo.
No
hace falta revisar el currículo de la alternativa democrática para advertir que
estos fueron diputados, miembros del parlatino, cancilleres, embajadores, unos
ministros, otros directivos de empresas del Estado, todos usufructuarios del
sistema de partidos.
El
problema es que si ellos fueron los que trajeron a Chávez, los causantes de
tanto odio y resentimiento, en su mayor parte completamente justificados,
entonces: ¿Qué pueden traer ahora? ¿Cuáles serán las tormentas que podrían
generar estos vientos?
Con
solo ver lo que significaron Tito para Yugoslavia, Saddam Hussein para Irak,
Gadafi para Libia y Bashar Al Asad para Siria, el legado de Chávez prefigura
como primer peligro la disolución, con su bagaje de anarquía y violencia, de donde
no puede sorprender que nuestros buenos vecinos quieran arrancar retazos.
Con
el modelo de Castro en Cuba, el segundo peligro es el férreo sometimiento al
comunismo, mediante un matrimonio morganático del régimen títere con los
partidos tradicionales, apadrinado por Estados Unidos y bendecido por la Santa
Madre Iglesia, poderes todos que veneran la estabilidad por encima de la
salvación del Alma.
No
hay que ser semiólogo para darse cuenta de que ese discurso de la unidad
perfecta, la igualdad absoluta, uniformidad general, repudia profundamente al
pluralismo, la diversidad, espontaneidad individual y a la postre la iniciativa
y propiedad privadas.
Entre
los extremos de “comunismo o caos” debe abrirse paso la esperanza de la
libertad.
Luis
Marin
lumarinre@gmail.com
@lumarinre
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