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ÁNGEL LOMBARDI |
I
América, una idea difusa y confusa
América,
para los europeos, de 1492 en adelante, es una idea difusa y confusa, proyección
de todas las leyendas y mitos de la antigüedad, como la Atlántida y la Última
Thule, hasta imaginarla como el paraíso terrenal, tal como lo expresa en algún
momento la afiebrada mente medieval de Colón.
Los
navegantes, exploradores y cronistas más lúcidos, poco a poco fueron
reconociendo la realidad americana como un mundo nuevo. Definitivamente no eran
las tierras de Oriente, Catay y Cipango, poyección fantástica de la mitología
creada por Marco Polo. No había transcurrido medio siglo del llamado
descubrimiento cuando era evidente que se trataba de un Orbe Novo, es decir, un
nuevo continente, intuído y experimentado por mentes renacentistas, entre
otros, como Américo Vespucci y Pedro Martyr de Anghieria, que aunque nunca
estuvo en América, tenía el privilegio, como secretario de la Corte, de recibir
y procesar casi toda la correspondencia que venía del nuevo continente. El
nombre temprano de América fue producto de una percepción equivocada de un
cartógrafo que erróneamente identificó en los nuevos mapas las tierras de Colón
como las tierras de Américo, equívoco definitivo y que de alguna manera ayuda a
crear una idenidad fundada en la precariedad y la confusión.
La
idea más persistente, en el siglo germinal del “nuevo” continente, es la
utopía, coincidiendo con el libro de Tomás Moro de la misma época y con ese
título. Ésta, encarna o debería encarnar en las tierras recién descubiertas.
Idea que fue asumida por autores influyentes en los siglos siguientes, entre
otros, Rousseau y Hegel. Así fue como, de manera intelectual y eurocéntrica,
terminamos definidos y asumidos como el continente del futuro, la tierra de la
utopía y nuestras élites se lo creyeron y así lo proyectamos en nuestros
sistemas constitucionales, educativos, mentalidad y cultura hasta nuestros
días. La literatura terminó sustituyendo a la historia, y el mito-histórico fue
nuestra particular mitología de tierra-paraíso. Los del norte se lo han creído
y creen haberlo construido, y los del sur seguimos pensando que nos toca
construirlo.
Conceptualmente
vivimos en estas tierras del sur, de ambigüedades identitarias y confusiones
antropológicas-culturales. Nos dejamos arrebatar la condición de americanos y
asumimos los nombres que el colonialismo francés impuso, en su empeño por
regresar a sus colonias americanas, y de paso, justificar la invasión a México.
Así se impone la idea, concepto y nombre de América Latina, una falsa identidad
antropológica, que de entrada excluía a aborígenes y africanos. Una identidad
por oposición al norte, blanco, anglosajón y protestante (wasp). La referencia más antigua sobre el uso del
concepto América Latina lo encontramos en Eugenio María de Hostos, en 1854, en
una gacetilla que publicaba en Nueva York en su lucha a favor de la
independencia de Puerto Rico, su patria. “América Latina” y “Latinoamericano”,
progresivamente fue asumida por la mayoría gracias a su éxito mediático hasta
desplazar otras denominaciones o nombres como Ibero-América, Luso-América,
Hispano-América, Indo-América, inclusive fue dominante con respecto al
Pan-americanismo que los norteamericanos trataron de imponer como un
complemento y continuidad de la doctrina Monroe y que sirvió de basamento
ideológico a la creación de la OEA. Desde el punto de vista político, literario
y cultural, sin lugar a dudas, hoy es nuestra palabra identitaria por
excelencia, la condicion de latinoamericano, como expresión de una identidad
agredida y humillada por el norte anglosajón y reivindicada siempre como un
proyecto que identifica nuestra tierra con el futuro y la utopía. Esto lo
asumió de manera militante toda la élite intelecutal del siglo XIX y buena
parte del siglo XX y quizá uno de los más emblemáticos es el uruguayo José
Enrique Rodó, con su famoso libro Ariel (1900) en donde el norte agresivo e
imperialista representaba la materia, con toda su connotación negativa, y estas
tierras del sur, el espíritu. Siempre sucede así, cuando la realidad nos es
adversa terminamos huyendo de nosotros mismo creando nuestra propia mitología.
II
América,
una y múltiple
La
visión unitaria del subcontinente, de México a la Patagonia, terminó opacando
las profundas e importantes diferencias locales, regionales y nacionales de
nuestros diversos países. No terminamos de entendernos en nuestras
características antropológicas, culturales, sociales, económicas y políticas, y
por consiguiente, no terminamos de asumirnos en la realidad-real. El mito
historiográfico nacional con su ideología nacionalista y la mitología literaria
tienden a prevalecer sobre los procesos reales que nuestros pueblos han vivido
y padecido.
El
subcontinente latinamericano (incluído el multi-diverso Caribe) pese a sus
diferencias, tiene una poderosa identidad compartida, de tipo cultural y
espiritual, de lengua, religión e instituciones, y al mismo tiempo, un fecundo
mestizaje en todos los órdenes antropológicos culturales, incluído nuestro
poderoso sincretismo. La historia colonial, sin lugar a dudas, homogeneizó el continente
en términos políticos, jurídicos, religiosos e institucionales y eso permitió
que nuestros procesos emancipadores fueran coetáneos e imbricados e
interconectados entre ellos, tanto, que se llegó a plantear, y realizar de
manera parcial, procesos unitarios importantes, como por ejemplo la Unidad
Centroamericana con México. La Gran Colombia, proyecto iluminado de Simón
Bolívar, que el historiador Castro Leiva, llamó la “ilusión ilustrada”, y más
al sur, la Unidad del vasto continente brasileño y las Provincias Unidas del
Río de la Plata.
Como
consecuencia de la independencia, el continente al sur, se asumía grande y
unido, pero la realidad fue otra, el surgimiento de élites y oligarquías
locales que impusieron la idea de patria grande como discurso y patria pequeña
como realidad y que terminó definiendo los proyectos de estados nacionales que
todavía hoy subsisten. Si las guerras
emancipadoras imponían una visión estratégica unitaria continental, la realidad
de los intereses concretos impuso las realidades integradoras de los estados
nacionales, creándose al efecto dos dinámicas, al norte, los Estados Unidos, un
proyecto federal en permanente crecimiento territorial y de poder, y al sur,
los Estados DesUnidos, con fronteras precarias y algunas de ellas, todavía hoy,
en discusión, y con lazos neo-coloniales en el proceso economía-mundo que
liderizaban europeos y norteamericanos.
Con
la doctrina Monroe (1823), oficialmente cancelada por el gobierno de Obama en
el 2014, se pretendió “unir” el continente bajo la guía y dominio
norteamericano, que no era otra cosa que el designio colonial e imperial de la
potencia emergente y que en el siglo XX se continuó con la doctrina del
panamericanismo, y unas décadas después de la creación de la OEA, el proyecto
integracionista de la ALALC bajo el tutelaje norteamericano y que en la
práctica continuó con los diversos tratados de libre comercio que se han venido
propiciando y firmando.
En
una perspectiva dialéctica inevitable frente al expansionismo norteamericano
surge una fuerte corriente latinoamericanista que se potencia con el triunfo de
la Revolución Cubana (1959) y que nos coloca de manera absoluta en la historia
universal, primero como países tercermundistas en alianza estratégica con
países de Asia y África (el tricontinental), y después claramente ya, formando
parte de los escenarios de la guerra fría con fuertes acentos nacionalistas,
aunque sin renunciar nunca al discurso integracionista.
Empezando
el siglo XXI, el latinoamericanismo está en plena vigencia, y en él confluyen
todos los agravios históricos sufridos por estos pueblos y todas las esperanzas
que en términos reales sirven de base ideológica a diversos intereses
integracionistas como el Mercosur, Unasur, Pacto Andino y los Acuerdos de los
Países del Pacífico, todo lo cual ha llevado a diversas experiencias de
integración, en su mayoría fallidas, o insuficientemente desarrolladas, ya que
los factores políticos endógenos tienden a prevalecer y nuestras economías no
terminan de desarrollarse como para sustentar un proyecto continental y global
de integración efectiva y comercio internacional exitoso.
En
estos procesos de integración, mención aparte merecen los esfuerzos de la
Iglesia en potenciar y articular una visión compartida de América Latina y cuyo
instrumento más efectivo, sin lugar a dudas, fue la creación del CELAM (Consejo
Epicospal Latinoamericano) y los importantes documentos que desde allí se han
producido. Producto de este esfuerzo de evangelización y lucidez son muy
pertinentes algunos textos como los contenidos en el llamado “Documento de
Aparecida” que insisten en la multiversidad antropológicia y cultural como
riqueza y esperanza. “Los indígenas constituyen la población más antigüa del
continente. Están en la raíz primera de la identidad latinoamericana y
caribeña. Los afroamericanos constituyen otra raíz que fue arrancada de África
y traída como gente esclavizada. La tercera raíz, es la población pobre que
emigró de Europa desde el siglo XVI, en búsqueda de mejores condiciones de vida
y el gran flujo de inmigrantes de todo el mundo desde mediados del siglo XIX.
De todos estos grupos y de sus correspondientes culturas se formó el mestizaje
que es la base social y cultural de nuestros pueblos latinoamericanos y caribeños,
como lo reconoció ya la 3era conferencia general del episcopado latinoamericano
celebrada en Puebla, México.”... “La veriedad y riqueza de las culturas
latinoamericanas, desde las más originarias, hasta aquellas que con el paso de
la historia y el mestizaje de nuestros pueblos se han sedimentado en la
naciones, están llamadas a converger en una síntesis capaz de orientarnos hacia
un destino histórico común”.
El
tema de la identidad en América Latina ha sido permanente y recurrente, desde
el siglo XVII hasta nuestros días, y que puede ser sintetizado, tal como lo
plantea Leopoldo Zea en su libro “Simón Bolívar, integración en la libertad” en
los siguientes términos “El problema de la identidad, ¿Quienes somos los
hombres de esta América?; El problema de la dependencia ¿Por qué somos así?; El
problema de la libertad, ¿Podemos ser de otra manera?; y el problema de la
integración, ¿Integrados en la dependencia, podemos integrarnos en la
libertad?. Estos interrogantes se venían planteando desde el siglo XVIII, las
respuestas fueron diversas pero coincidentes en los puntos esenciales y quizá
uno de los más lúcidos fue el propio Bolívar en su carta de Jamaica (1815)
“Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por
dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto
modo, viejo en los usos de la sociedad civil... no somos indios ni europeos
sino una especia media entre los legítimos propietarios del país y los
usurpadores españoles: En suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y
nuestos derechos los de Europa, tenemos que disputar, éstos, a los del país, y
que, mantenerlos en él contra la invasión de los invasores; así nos hayamos en
el caso más extraordinario y complicado”. Esta era, y en parte sigue siendo, la
visión de las élites latinoamericanas, en el sentido de asumirse
españoles-americanos e intelectualmente europeos-americanos, contradicción que
se mantiene hasta nuestros días, que seguimos asumiendo nuestra realidades
desde la perspectiva de las ideas eurocéntricas, lo que llevó al maestro Simón
Rodriguez a ironizar sobre la situación de “traer ideas coloniales a las
colonias”. De allí el empeño de algunos autores, especialmente en el siglo XX,
de tratar de re-pensar la realidad del Continente a partir de la propia
realidad, lo que ha permitido desarrollar un pensamiento teórico sumamente
importante como la llamada Filosofía Latinoamericana y la propia Teología de la
Liberación.
La
gran contradicción que se vive es que lo diverso no termina de ser integrado en
una cosmovisión compartida que permita acceder a una fase evolutiva más
avanzada y que posibilite hablar con propiedad, ya no solamente de los
proyectos libertarios e igualitarios, que inspirados en la Revolución Inglesa,
norteamericana y francesa, sirvieron de basamento a nuestros procesos
emancipadores así como el propio pensamiento católico que apuntaló muchas de
las actitudes y políticas que Lewis Hanke llamó la lucha por la justicia en
América, así como nuestro incipiente constitucionalismo como es el caso de
Venezuela de la Declaración de Independencia, cuyo autor principal fue Juan
Germán Roscio con una fuerte influencia católica y neo-tomista en su formación
y pensamiento.
III
Integración,
Educación y Fraternidad
La
fraternidad como necesidad, más allá del valor principista y utópico del
concepto de fraternidad, la palabra olvidada de la modernidad se convierte en
un imperativo categórico moral, político y económico, por la sencilla razón de
las múltiples amenazas que la humanidad padece. La agonía ambiental de la
tierra, el peligro latente y real del holocausto nuclear, la galopante
demografía y el agotamiento de modelos socio-políticos y económicos productores
de pobreza e injusticias. En consecuencia, todos los modelos de desarrollo que
la evolución y la tecno-ciencia posibilitan tienen que asumirse desde la
fraternidad que de alguna manera viene a ser la síntesis dialéctica de los
otros dos principios de la civilización actual: la libertad y la igualdad, que
conjuntamente con la fraternidad, terminan expresando y sintetizando un proceso
civilizatorio todavía por construir y cuyo logro más importante quizá sea, en
1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que suscribieron todos
los gobiernos del mundo y que de alguna manera es la doctrina que permite
identificar y definir el sistema político más adecuado a los intereses de la
humanidad, dentro de un concepto evolutivo de la idea de progreso y democracia.
Estas
amenazas o desafíos nos llevan a la necesidad de definir una nueva Paideia, que
puede sintetizarse en la cooperación solidaria, porque cooperamos o perecemos.
Es obligante trabajar por un mundo solidario y fraterno, ponerle fin a la
historia cainítica, suena utópico y quizá lo sea en el corto y mediano plazo,
pero sin lugar a dudas, es la utopía necesaria en este siglo XXI, que por los
acontecimientos de los últimos años pareciera empeñado en repetir las tragedias
que marcaron a fuego nuestro siglo XX, un siglo sin dios, según el decir de
Martin Buber
En
pleno desarrollo una crisis mundial de un orden que no termina de definirse ni
en función de los intereses geopolíticos de las grandes potencias, ni tampoco
en función de los intereses compartidos de la humanidad.
Los
seres humanos existimos en y con los “otros”, en la alteridad del
reconocimiento, reconocer y ser reconocidos. Esta exigencia de primer orden
pudiera ser canalizada a través de un proyecto educativo inclusivo, “educación
de todo para todos” y que permitiría desarrollar e integrar la humanidad en una
conciencia cósmica de habitantes de la tierra, y por consiguiente, cuidadores
de ella, así como cuidadores de nuestros hermanos, para poder responder
afirmativamente a la pregunta que Dios le hace a Caín “¿Dónde está tu hermano?
Y que pudiéramos responder de manera afirmativa: con nosotros y en
acompañamiento solidario.
El
problema de la integración y de la educación es su caracter histórico, por
aquello que decía Hegel que lo real siempre es racional y lo racional siempre
es real, es decir, que los seres humanos estamos limitados en tiempo y espacio,
o como diría Ortega y Gasset, yo y mi circunstancia, o mejor sería decir, yo,
mis circunstancias y mi consciencia.
Toda realidad responde a unos límites históricos en función de un
presente que en realidad es, un entrecruzamiento de tiempos, en donde pueden
identificarse estructuras, sistemas e instituciones. El límite siempre es la
realidad y en ese sentido la realidad dominante, en términos políticos, es el
estado-nación y la sociedad nacional, y en consecuencia, tanto la integración
como la educación encuentran sus posibilidades y límites en la estructura de un
mundo formado geo-políticamente por naciones con intereses propios y diversos.
Es axiomático y universal el principio que los paises no tienen amigos sino
intereses, y éstos tienden a prevalecer en las relaciones internacionales que
por definición son desiguales, porque siempre una de las partes, la más
desarrollada tiende a favorecerse en al relación. Otro tipo de integración, ya
no comercial sino ideológica, que termina creando unidades trasnacionales
artificiales, cuyo ejemplo más importante, sin lugar a dudas, es la Unión de
Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). No importa la motivación de las
relaciones internacionales, lo cierto es que el factor nacional sigue siendo el
dominante, con su sentido sectario, desintegrador y poco solidario, como una
especie de autarquía espiritual, a pesar de que sabemos que que ninguna nación
es viable por sí misma.
Una
situación parecida se vive en el plano educativo, la educación nacional con su
visión local y nacionalista tiende a prevalecer sobre cualquier otra
perspectiva, de allí que la educación se agota en el plano nacional, entre una
formación profesional o utilitaria y una formación de visión profundamente
nacionalista, inclusive en el campo de los valores, muchos de ellos terminan
siendo expresión de intereses y particularidades locales y nacionales,
conspirando todo ello frente a una visión de un mundo integrado e
interdependiente y una humanidad única acompañándose en la solidaridad. En
nuestras escuelas se siembra el germen del patriotismo que cada día termina
siendo no solamente anacrónico sino inconveniente para las necesidad y fines de
la nueva humanidad.
Dice
Kant, que la conciencia nunca puede exceder la experiencia, y si esto es así,
la experiencia de la mayoría de los habitantes del planeta no excede más allá
de las fronteras locales y nacionales, clanicas o tribales. Lo extranjero y el
extranjero sigue teniendo una fuerte carga negativa de exclusión y de
diferencias, a pesar del cosmopolitismo de la época y la globalización en
curso. Estos son algunos de los límites históricos que nos impone la realidad y
que tenemos que tomar en cuenta para tratar de trascenderlos en una nueva paideia y un nuevo proyecto
educativo que nos permita acceder a una consciencia y unas posibilidades que no
se agoten en el presente-pasado sino en un presente-futuro. Tenemos que
asumirnos con total vocación y convicción como “contemporáneos del futuro” y de
esa manera, las diversas ideas y planteamientos y discusiones que se vienen
dando en torno al tema de la fraternidad cobran vigencia y pertinencia.
En
el diálogo en desarrollo en torno al tema de la fraternidad hay que
replantearse totalmente los contenidos de los diversos programas del currículo
de nuestros sistemsa educativos y es fundamental al respecto, formar al nuevo
educador (educar a los educadores no solamente es un aggiornamento con respecto
a los nuevos paradigmas y tecnologías sino la necesidad de re-situarlos en un
horizonte de valores que respondan a los desafíos del siglo XXI). Al respecto
son útiles los planteamientos que se vienen haciendo en las últimas décadas,
una Ética Universal del teólogo Hans Kung o el filósofo Edgar Morín con su
Ética de la solidaridad, Ética de la comprensión y una Ética del género humano.
Siendo la diversidad antropológica y cultural una riqueza, termina siendo
limitante para una visión universal y ecuménica del género humano. Hay que
asumir la experiencia-consciencia del navegante del espacio, cuando visualiza
desde éste, la morada-tierra y no la particular nación a la cual pertence, no
puede sentirse menos que terrícola, habitante de la tierra, lo cual nos obliga
a preservarla y a sobrevivir sobre ella en paz y acompañamiento fraterno.
Nota:
“El principio olvidado: La fraternidad” En la política y el derecho. Antonio M.
Baggio (comp.)
“La
fraternidad en perspectiva política” Exigencias, recursos, definiciones del -principio
olvidado-. Antonio M. Baggio (comp.)
“Estudios
recientes sobre fraternidad” De la enunciación como principio a la
consolidación como perspectiva. Osvaldo Berreneche (comp.)
“Fraternidad
y conflicto” Enfoques, debates y perspectivas. Pablo Ramírez Rivas (comp.)
“La
brasa bajo la ceniza”. La fraternidad en el pensamiento de la integración
latinoamericana. Un recorrido. Domingo Ighina.
“Fraternidad
e instituciones políticas”. Propuestas para una mjor calidad democrática. Lucas
Cerviño (comp.)
“Fraternidad
y educación”. Un principio para la formación ciudadana y la convivencia
democrática. Rodrigo Mardones (ed.)
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codirigida con la RUEF (Red Universitaria para el Estudio de la Fraternidad):
espacio académico integrado por docentes, investigadores, graduados y alumnos
avanzados de múltiples disciplinas, que pertenecen a diversas universidades de
América Latina. (www.ruef.net.br)
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