He visto personas viviendo dentro de un carro
abandonado, a otras en contenedores de carga naviera desechados; vi en Cuidad
de México a gente viviendo dentro de cajas de neveras y en cuevas bajo tierra…
el hombre puede hacer de un hueco su morada, sin ningún problema; permítalo y
vivirá en botaderos de basura, los he visto en Mariche, rodeados de inmundicia;
no hay sino visitar una cárcel en Venezuela para ver que tan degradado puede
ser el hábitat humano; las cárceles han debido mejorar con un régimen que se
dice humanista, pero, para los socialistas, la porquería tiene cierta
“dignidad”, la pobreza y la miseria son temas para la exaltación y celebración.
Los socialistas piensan que las comodidades,
la higiene, la limpieza, el orden, lo funcional y hermoso son aberraciones
capitalistas, y eso se refleja inevitablemente en sus conceptos de lo urbano,
de lo social. Tuve oportunidad de ver las condiciones de vida de algunos
refugiados que el gobierno mantenía, bajo su administración y control, en las
instalaciones del Hipódromo de Caracas, en la parroquia El Valle; el
espectáculo que se ofrecía era simplemente dantesco, al punto que no pude
contener el vómito ante una escena que no debo repetir, pero que presencié en
un lugar infernal debajo de las gradas; este tipo de acción gubernamental
humanitaria, carente de todo sentido humano y humanístico, refleja lo que es
capaz un gobierno cuando glorifica la degradación humana y la lleva a la
animalidad más pura.
Todo el aparato conceptual y de valores de la
revolución bolivariana está contagiado por esta idea de lo que es un ser
humano, carente de todo contenido humano, vaciado de sus atributos y puestos al
servicio de la idea de “la necesidad” que es el motor del sentimentalismo
socialista.
En su interesante estudio Ideología y ciudad
en el “Socialismo del siglo XXI”, el profesor Oscar Olinto Camacho,
expresidente de Conavi, explica como el régimen comunal, totalmente
inconstitucional, fue creado por Chávez para que interviniera y manipulara la
planificación urbana, y su idea de las ciudades socialistas, tienen raíz en el
control político de las comunidades, desarrollos estos desarticulados de toda
concepción urbana coherente.
El ícono que identifica el desarrollo
chavistas, su idea de progreso y de urbanismo, la archifamosa Torre de David,
un edificio que iba a ser un centro financiero, quebró, no fue concluido y lo
invadieron personas que necesitaban un refugio, es este momento es objeto de
medidas de desalojo y el gobierno de Maduro ha puesto su destino en las resultas
de una supuesta discusión pública.
En otros artículos he argumentado que la
consecución de una vivienda es, para toda persona, un proyecto de vida;
primero, porque es costosa y adquirirla requiere de mucho trabajo y ahorro,
segundo, porque implica el hogar, que es darle cobijo a una familia, un grupo
de personas en convivencia, con sus costumbres, cultura y gustos, todos bajo un
mismo techo.
Una vivienda no se hace de la noche a la
mañana, toma tiempo y amor, llevarla a nuestros deseos, llenarla con nuestras
cosas y recuerdos, sentirnos a gusto y lograr que la gente quiera visitarnos;
las personas que tienen más de una vivienda son la excepción, mantener dos o
tres casas cuestas una tonelada de dinero y es un quebradero de cabeza. Las
personas pasan por un proceso largo antes de poder coronar con una vivienda
propia, primero viven con sus padres, luego rentan una propiedad, seguidamente
compran un terreno para hacer su casa o se meten en un apartamento, si la
familia crece y las oportunidades de prosperar se presentan, se vende el
apartamento y se da como inicial para una casa u otro apartamento más grande y
mejor ubicado, y así, poco a poco, hasta poseer la casa que uno quiere o puede…
llegar allí puede tomar toda una vida.
En Venezuela tenemos un decir popular: “El
rancho, se lleva en la cabeza”, el rancho es la vivienda básica, es más bien un
refugio auto-construido con materiales precarios y técnicas rudimentarias en
una parcela de terreno que no es propia, ni está sujeta a la norma legal, que
no tiene servicios y que, por lo general, está situada en medio de algún
desarrollo informal, en áreas de alto riesgo geológico.
La vivienda, el rancho, es el resultado
material de lo que se tiene en la cabeza, que no es otra cosa, en el caso
aludido, que el uso de la ley del menor esfuerzo ante las necesidades
perentorias de la vida; el siguiente paso a vivir en una cueva es vivir en un
rancho.
No hay mucho de dignidad, ni de estética, ni
de confort en la idea de un rancho, los he visto en las inmensas barriadas del
sur de Valencia, son lugares donde la carestía y la necesidad se entrecruzan
con una absoluta falta de intimidad y seguridad.
Los socialistas, en estos últimos cuarenta
años de supuesta democracia, han tenido la mala costumbre de tratar de
enaltecer el rancho como símbolo de la “vida buena” del venezolano;
confundiendo el término humilde con el de insalubre, quieren elevarlo a la
imagen de vivienda digna, por el simple hecho de que una buena parte de
venezolanos vive en esas construcciones para resolver sus necesidades
primarias.
La verdad es que estas grandes barriadas
representan un caudal importante de votos para partidos con inclinaciones
populistas y en nuestro país son muchos los partidos políticos y sus candidatos
quienes han comprado esos votos regalando láminas de zinc, bolsas de cemento y
bloques para la construcción de esas viviendas.
Por supuesto, hay ranchos de ranchos, los hay
mucho más acabados otros sólo son un techo de zinc sostenido por cuatro varas y
paredes de tablones de madera; quienes han consolidado su posición, la han
mejorado levantando columnas con cabilla y cemento y paredes de bloques, techos
impermeables, amplias habitaciones y han hecho llegar todos los servicios a su
hogar, la mayor de las veces, robándoselos de las redes públicas; pero sigue
siendo un rancho, en medio de la miseria y carestía, lejos de los servicios de
transporte, seguridad, salud y aprovisionamiento… por supuesto, en las grandes
barriadas y favelas suramericanas, sus mismos habitantes han sentido la necesidad
de organizarse para poder suplir los servicios básicos, entre ellos un cierto
orden que se acaba cuando llegan las bandas armadas.
La principal característica de estos
asentamientos informales es el hacinamiento; la gran densidad poblacional viene
impuesta por la carestía de la tierra, y al no haber espacio, la gente se apiña
unos sobre otros, dejando apenas el espacio para estrechas calzadas y
caminerías.
En estas colmenas humanas nace
obligatoriamente una comunidad, pero no tan “cristiana primitiva” como aquella
que tenía unos valores de vida, ni tan solidaria como nos lo quieren hacer
creer los teóricos del poder popular; hay entre esas barriadas comunidades que
se hunden en el vicio y la violencia de manera irremediable, lugares donde la
civilización tiene el nombre Smith & Wesson o Glock, donde la droga y la
prostitución son los rituales del día.
Porque todos esos barrios, unos buenos y
otros malos, tienen una historia, unos dueños, unos jefes que no tienen nada
que ver con el gobierno, evolucionan o desaparecen; son pocos los barrios que
permanecen iguales a como empezaron y muchos, aguijoneados por el miedo de que
los desalojen, que alguien les reclame un mejor derecho por las tierras que
ocuparon y los saque, pues con esa premura construyen, invitan gente, traen la
familia lejana, aparecen los equipos que levantan ranchos y los venden en un
pestañear y el barrio crece en días, en semanas, como una burbuja de jabón.
Y si las bandas armadas se hacen del barrio,
entonces instauran la organización de “los pranes” y someten a todos los
habitantes a la servidumbre de los más guapos.
La vida del pobre y los barrios no es algo
romántico, ni es parte de la vida del hombre natural, del obrero luchador, del
venezolano patriota, ideas que se cuelan en el discurso socialista, lo que hay
en los barrios es un espeso caldo de nacionalidades, de necesidades, de sueños
rotos, de esperanzas nutridas por los discursos de los políticos, hombres y
mujeres usados y desechados.
Por todo lo anterior, me repugnan en gran
medida quienes se valen de de esa gran masa de desheredados de la vida para
timarlos en sus esperanzas por una mejor vida, que les venden el discurso de
que ser pobre es bueno, que quieren pintarles el rancho para que se vean
bonitos pero jamás brindarles la oportunidad de salir de ese infierno en la
tierra; porque, detrás de esos engolosinados discursos, la verdadera intención
es que se queden allí para siempre, hacer el gasto mínimo para su redención, un
cable metro, un “pudreval”, un centro comunal, un refugio… y dejarlos que se
sequen y mueran en esos cerros y quebradas, en esas invasiones de terrenos y
construcciones que ya nadie quiere; porque los que tienen el rancho en la
cabeza no son sólo los que viven en un rancho, también lo tienen quienes
quieren que los pobres jamás salgan de allí.
El problema de las favelas, de las barriadas
informales, de los desarrollos fuera del control del urbanismo estatal,
permeados por los avatares de la autoconstrucción, que sufren muchos de los
centros urbanos en nuestro subcontinente, en muchos casos se resume bajo la
filosofía pragmática y oportunista de “ya están allí, son una realidad
inescapable ¿Qué hacemos? ¿Ignorarlos? ¿Desocuparlos y derribarlos?”
Esas preguntas por lo general son respondidas
con el alegato de que nada se puede hacer, sino ayudarlos, intervenirlos,
mejorarlos, debido a la magnitud del problema; para muchas ciudades
latinoamericanas, estos desarrollos informales a veces representan más del 50%
del territorio urbano. Pareciera una fatalidad que debemos consolidar de la
mejor manera, pues se trata de comunidades y personas arraigadas en un lugar y
que han desarrollado una cultura que merece respeto y consideración, así se
hayan iniciado y desarrollado fuera de la ley, a espaldas del urbanismo de las
ciudades y sin tomar en cuenta patrones de seguridad, higiene y paisajismo, por
no hablar de las formalidades sobre la tenencia y los deberes como propietarios
o usuarios de tales unidades de habitación.
Los urbanistas y arquitectos socialistas nos
hablan de personas con 50 y más años de posesión de estas unidades de vivienda,
que han invertido esfuerzo y dinero y que, de alguna manera, han generado
derechos. A falta de una autoridad que, en su momento, no puso orden en estos
desarrollos, ni de un gobierno que atendiera estas migraciones del campo a la
ciudad, la gente, el pueblo, se las arregló para darse ellos la vivienda que
necesitaban a su mejor entender.
Los sociólogos y antropólogos comunistas nos
hablan de un imaginario, de una ocupación del territorio que para ellos son
atributos sagrados, que están por encima de la seguridad y la vida de los
miembros de esa comunidad, es curioso, en vez de querer liberarlos de sus
cadenas de pobreza, los atrapan a su actual condición para inmovilizarlos.
Tanto la presión de las comunidades como las
políticas públicas que se han derivado de esta calamitosa situación, nos hacen
pensar que se trata de un callejón sin salida: las barriadas están allí, no hay
remedio, hay que soportarlas y aceptarlas como un hecho consumado.
Pero la verdad es que el Estado y la banca
privada deben reactivar el esfuerzo de construir viviendas populares, como se
hizo en Venezuela en los años cincuenta y sesenta, buenos desarrollos para los
trabajadores, con planes viables de financiamiento, acompañados de múltiples
empresas de la construcción que empezaban y terminaban sus obras a tiempo, en
coordinación con toda esa infraestructura de servicios y bienes al servicio del
sector constructor, cumpliendo los planes del otrora Banco Obrero, activando un
mercado de trabajo inmenso para tantas especialidades involucradas
(carpinteros, herreros, ingenieros, paisajistas, plomeros, arquitectos,
abogados, transportistas, albañiles, etc.).
No hay sustituto a flexionar el musculo del
estado en el esfuerzo por dotar de vivienda dignas, y digo dignas de verdad,
una primera vivienda para jóvenes profesionales, para matrimonios que empiezan
una familia, no hay manera de obviar las redes de inversión, la cadena de
construcción, los mecanismos financieros, las políticas públicas de dotación de
soluciones habitacionales, sin eso, el urbanismo es imposible, y seguirá ganado
terreno la informalidad.
Lo que sucede es que, por mucho tiempo, el
estado socialista ha querido obviar su deber, ha gastado una fortuna inmensa en
planes de vivienda que no han funcionado, de acuerdo al Centro Internacional
para investigaciones en Derechos Humanos (CIIDH) hasta el 2013, el gobierno
había gastado 13.743 millones de dólares en la Gran Misión Vivienda, el doble
del presupuesto nacional de Guatemala para ese año, y con unos resultados que
no se ven, principalmente por la corrupción y la ineptitud, ha permitido que la
informalidad y la improvisación campeen y ha dejado a la buena de Dios la
planificación a la que se debe como ente rector del área. Entre los muchos vicios que ha traído se
encuentra la centralización y concentración de viviendas en los cascos
centrales de las ciudades, no ha construido servicios nuevos para el incremento
de densidad que estos desarrollos informales han producido, practicante han
promovido el hacinamiento con sus secuelas de violencia.
La mayor parte de esas barriadas, en peligro
e inhumanas, pueden canjearse por mejores soluciones de hábitat que impliquen
no sólo una mejor calidad de vida, sino trabajo digno y bien remunerado;
reubicarlas puede ser trabajoso, pero no imposible, con la planificación de un
sistema de ciudades, de un buen transporte masivo (intra y extra) urbano y
rápido, con áreas naturales y de esparcimiento, provistos de buenos y
eficientes servicios públicos.
No debemos dejarnos engañar por los
funcionarios que, ahora, después de tanto mal gobierno, quieren traspasarle las
responsabilidades a la sociedad civil y ellos lavarse las manos como si no
fuera su asunto, a pesar de cobran un sueldo y se llenan la boca de que son
ministros.
La planificación urbana corresponde a un
gobierno responsable, el tiempo perdido, los errores cometidos no deben ser
ocultados debajo de la alfombra, el problema de los barrios informales debe ser
encarado y resuelto.
Saul Godoy Gomez
saulgodoy@gmail.com
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