Aunque Gardel haya predicado lo contrario,
diez, quince o treinta segundos pueden ser una eternidad. Lo entendí a plenitud
el lunes pasado cuando me percaté de la cercanía mortal de una pistola más
grande que el rostro del adolescente que me apunta mientras me pide el reloj,
el celular y la cartera.
Está ocurriendo a plena luz del día. Tres o
cuatro de la tarde. Final de la avenida Casanova. Caracas. Estoy tras el
volante de uno de los muchos vehículos hace rato detenidos por la descomunal
tranca. A pocos metros, en la esquina, cuatro policías bolivarianos conversan
distraídos.
“No uso reloj, no llevo cartera, pero tengo
dinero en el bolsillo”, le digo, con el poco de voz que el miedo permite. “El
celular está en la chaqueta, en el puesto de atrás”, agrego. Y cuando me vuelvo
a buscarlo para entregárselos, el adolescente, flanqueado por dos más, escupe:
“Si te mueves te quemo” y hace como que va a apretar el gatillo.
Entonces comprendo la gravedad de la
situación. Porque el adolescente está tan asustado como yo. La pistola tiembla
entre sus manos. Entro en crisis y trato de calmarlo para calmarme a mí mismo.
Recuerdo escenas de Diles que no me maten de Freddy Siso cuando el personaje
interpretado por Asdrúbal Meléndez implora de rodillas por su vida.
Cierro los ojos esperando el pistoletazo y
pienso alocadamente. En los amigos que nos ruegan que emigremos del país. En Y
salimos a matar gente, el libro de Alejandro Moreno. En la ironía de que hace
años, en 1993, participé desde la UCAB en uno de los primero estudios que
alertaba sobre el crecimiento exponencial del homicidio y la barbarie,
publicado luego bajo el título de La violencia en Venezuela, y ahora, me digo,
estoy a punto de convertirme en solo una cifra más, un objeto y no un sujeto de
estudio.
Como en un flashback final, largo y
melancólico, decenas de rostros se atropellan en la memoria. Los amigos, los
panas inolvidables. Los padres y los hermanos. Las mujeres que he amado,
hermanas, amigas, novias. Pienso que Marianella me está esperando. En Rut y en
Eleonora. En Isira. Incluso en Teo, nuestro perrito fiel. Y, al final, como una
pesadilla diabólica se atraviesa aquella escena de ese fracaso sin retorno
llamado Andrés Izarra, ministro oficialista, carcajeándose ante las cámaras de
CNN para burlarse de los muertos, de las cifras de homicidios que con
rigurosidad científica aportaba esa noche el sociólogo Briceño León.
En cinco minutos la vida es eterna, cantaba
Víctor Jara. Entonces, como si de un arcángel se tratara, el tercero de los
adolescentes, el que parece mayor, le dice al que tiene el dedo en el gatillo:
“No dispares, este hijo de… está muy nervioso y nos va a meter en un peo”. Y
corren.
El conductor del carro de adelante le avisa a
los policías de la esquina. Los cuatro se acercan. Caminan lentamente. Como
quien está de vacaciones. Uno de ellos, la mujer, me pregunta: “¿Es verdad que
lo atracaron con un arma? ¿Quiere poner la denuncia?”. No le respondo. Los miro
en silencio, como hace alguien que sabe que está siendo tomado por tonto. “Si
no quiere que lo ayudemos, entonces jódase”, dice y me dan la espalda.
Mientras los veo alejarse una tonelada de
adolorida tristeza y desamparo infinito me aplasta contra el volante que
abrazo. El dolor de recodar que solo en Caracas han ingresado a la morgue de
Bello Monte, en lo que va de año, 2.900 cadáveres de venezolanos asesinados.
Que en el año 2013 murieron en las mismas condiciones, la mayoría abaleada,
25.000 personas. Y que en los catorce años de gobierno rojo el acumulado de
asesinatos asciende a 200.000.
Veo la espalda de los cuatro pusilánimes de
uniforme verdinegro y pienso que los venezolanos de estos tiempos somos unos
desamparados. Que no tenemos un Estado que nos garantice el derecho a la vida.
Ni policías que nos protejan. Jueces que castiguen a los criminales. Cárceles
dignas donde se les reeduque. Pienso, de acuerdo a la propaganda oficial, que
lo único que tenemos es patria. O muerte. O, mejor, patria y muerte.
Tulio
Hernández
hernandezmontenegro@cantv.net
@tulioehernandez
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