Una de las características más exasperantes
de la actual tiranía militar comunista es que la junta militar no se muestra
abiertamente, como era tradicional, sino que ejerce el poder embozadamente,
ocultándose detrás de unos supuestos poderes públicos que no son otra cosa que
altoparlantes o cajas de resonancia de sus decisiones arbitrarias.
Detrás de esta práctica política hay toda una
filosofía del poder que lo representa como una máscara, un artificio de teatro,
hecho para divertir a las masas o más precisamente para engañar al público.
Todas las instituciones de la democracia
occidental, pero también la iglesia, han sido interpretadas por los comunistas
como una farsa de los ricos para engañar a los pobres (esa era, por cierto, la
consigna del partido de Tibisay Lucena en la Universidad); en consecuencia, la
democracia popular debe hacer exactamente lo que ellos ya han decretado:
constituir una farsa deliberada pero esta vez no para engañar sino para
aplastar al enemigo de clase, a la burguesía. Y nada ni nadie los sacará de ese
libreto.
De manera que no puede esperarse nada de
estas supuestas instituciones completamente vaciadas de contenido, porque no
están hechas para la defensa de los ciudadanos o para garantizar sus derechos
fundamentales; sino que son herramientas para una supuesta, ilusoria,
fantástica y delirante lucha de clases.
Esto no sólo hace más comprensible el rol de
los elementos colaboracionistas que se comportan “como si estuvieran en la
república de Platón y no en la sentina de Rómulo”; sino el de auténticos y
sinceros opositores que repiten constantemente que, por ejemplo, la SC del TSJ decidió defenestrar a MC,
prohibir las manifestaciones públicas, destituir y poner presos a los alcaldes
o el CNE decidió convocar elecciones en esos municipios; siendo la realidad que
esos sujetos no deciden absolutamente nada, sino que cumplen a discreción las
órdenes de la junta militar comunista para darles una fachada “legal”.
Aquí hay toda una concepción política: ellos
creen firmemente que todos los sistemas son así, que ellos descubrieron cuáles
son los intríngulis del poder y lo ejercen con desfachatez y plena conciencia
de lo que están haciendo; al contrario de lo que ocurre en las democracias
“burguesas”, en que se hace lo mismo pero inconscientemente, cubiertos por el
manto de una ideología encubridora.
Desafortunadamente para la junta militar
comunista, por mucho que se esconda, sus acciones quedan a la vista del público
y pueden ser analizadas críticamente describiendo lo que sale a la superficie
de toda esta enrevesada tramoya. Por ejemplo, las argumentaciones del abogado
Fidel Castro pueden sostenerse sólo porque prohíbe terminantemente que se las
contradiga, so pena de muerte; pero en el mundo real no resisten el menor
análisis y Castro queda como lo que es, un tramoyero.
La reciente sentencia, si puede llamarse así,
de la SC del TSJ, que prohíbe las manifestaciones públicas y pone una
amenazadora espada de Damocles sobre la cabeza de los alcaldes que creen que la
sumisión es una política viable, puede ser ilustrativa.
Veamos, las constituciones no crean derechos
humanos fundamentales sino que sólo establecen garantías para esos derechos,
que son anteriores y supraconstitucionales, admitiendo que las personas nacen
con ellos y los tienen por simple condición humana.
Desde la declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano de 1789 se reconoció que los hombres nacen libres e
iguales, con derechos naturales e imprescriptibles que son: la libertad, la
propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
Si los tomamos en serio resulta que resistir
a la opresión es un derecho humano fundamental, violarlo o restringirlo es violar
derechos humanos. Al contrario, el derecho a reprimir manifestaciones públicas
no existe en ninguna constitución, más bien se prohíbe expresamente, incluso el
uso de armas de fuego y sustancias tóxicas en el control de manifestaciones
pacíficas, algo que se ha vuelto habitual en este país.
Decir que las manifestaciones deben someterse
a la ley es una perogrullada o una tergiversación, porque la ley es para
aplicar los derechos contenidos en la constitución y no puede servir para
impedir su ejercicio.
Asimismo el concurso de derechos según el
cual no es posible manifestar porque se obstruye el libre tránsito y otros
derechos es un argumento falaz, no sólo porque tampoco sería posible transitar
si se impide el derecho a manifestar, sino porque sería imposible el mismo
libre tránsito, porque no podemos transitar todos a la vez, al mismo tiempo y
por el mismo lugar. Para eso es que sirve el recurso a la ley, para que los
derechos de unos coexistan con los derechos de otros, logrando lo que se llama
convivencia pacífica.
Así como está prohibido interpretar un
contrato de tal manera que se haga imposible su realización; la Constitución no
puede interpretarse en un sentido de haga nugatorios los derechos que por
principio debe garantizar, porque para eso es que existe.
Las
constituciones sólo hacen dos cosas: garantizar los derechos y dividir los
poderes; si no hacen esto, entonces, no hay constitución.
HACIA LA LIBERTAD
A muy destacados historiadores venezolanos,
casi todos de inspiración socialdemócrata, les gusta describir la evolución de
la sociedad venezolana como un largo camino “hacia la democracia”; como si esta
parte de la humanidad luchara fatigosamente por salir del pantano del
caudillismo militar para elevarse a las cumbres de la civilización.
El problema, no pequeño, es que las
revoluciones socialistas del siglo XX se empeñaron en hacer compatible la
democracia con la dictadura y ciertamente lo lograron, tanto en la teoría como
en la práctica, en lo que llaman “dictadura democrática del proletariado” como
forma de organización política de la sociedad y “centralismo democrático” como
forma de organización del partido socialista, lo que se traduce en el
sometimiento irrestricto de la minoría a los dictámenes de la mayoría.
Nótese que todos los países sometidos a la
órbita soviética, de Europa del Este pero también Vietnam, Camboya e incluso
China, se hacían llamar “democracias populares”, en militante contraposición a
las “democracias burguesas” de occidente.
Es un hecho muy curioso que en Venezuela
tanto el gobierno como la oposición oficial se autodenominan “demócratas” y no
hay absolutamente nadie que cuestione la democracia ni siquiera como la menos
mala de todas las formas de gobierno.
La razón es muy sencilla: desvinculada del
elemento “libertad”, que siempre debería acompañarla para evitar la tiranía de
la mayoría y garantizar los derechos individuales, la democracia es una
chaqueta que le ajusta perfectamente a todo el mundo, incluso a los militares
golpistas, que se arrogan la representación del pueblo, más que eso, ellos son
el pueblo, con lo cual ya no tienen que contarse ni celebrar auténticas
elecciones, como en Cuba.
De manera que el giro más importante que la
juventud de este siglo XXI le ha dado a su lucha es que se trata de una lucha
por la libertad. La democracia no basta e incluso es una gran amenaza si no se
atempera con la libertad que es el primero y más fundamental de todos los
derechos humanos.
La libertad se ha entendido en dos sentidos:
uno, como la posibilidad de hacer lo que se quiera sin más impedimento que la
libertad de los demás; otro, como autonomía, esto es, cumplir sólo la ley que
nos damos a nosotros mismos, de manera que obedeciendo permanezcamos tan libres
como antes.
Pero oculto bajo este malabarismo rousseauniano,
ideado para fundamentar el estado constitucional y el régimen representativo
como el único que hace compatible la libertad con la obediencia a la ley, se
escurre el segundo gran enemigo de la libertad.
El positivismo extremo considera que la ley es
lo que diga el legislador, quienquiera que sea y diga lo que diga. No hay que
ser constitucionalista para advertir el peligro que entraña esta facultad de
dictar la ley y el desafío que lanza
contra los ciudadanos que se consideren libres y estén dispuestos a defender su
libertad.
Igualmente, el positivismo considera que la
palabra del juez al resolver la aplicación de la ley al caso concreto es la que
crea el derecho entre las partes, sin que haya más nada en la realidad de donde
agarrarse.
Y estos son los dos caballos de batalla del
totalitarismo socialista, que lo hacen digerible para ciertos ideólogos
interesados: la democracia, como dictadura de la mayoría y el positivismo
jurídico como dictadura de la ley (y la sentencia como ley).
Se ha dicho muchas veces pero es
indispensable repetirlo: una vez que el totalitarismo socialista impone su
pseudolegalidad revolucionaria, la única manera de salir de la trampa jaula es
rompiendo con esa seudolegalidad, rebelándose, resistiendo.
Aclaramos para tranquilidad del buen padre de
familia: la pseudolegalidad socialista es profundamente irracional, ilegal e
inconstitucional, es lo que vemos a diario y todos no podemos estar locos;
romper con ella significa establecer una legalidad normal, racional, de sentido
común, garante y no enemiga de los derechos individuales.
La rebelión es la bendición de la juventud,
su sello vital, por eso todavía hay esperanza. A los viejos políticos habría
que decirles: “Si van a ayudar, no estorben”.
LEVANTAR LA MORAL
Dicen que las guerras se ganan por la moral
de las tropas e igual se pierden. Los grandes logros del movimiento estudiantil
eran inconcebibles hace apenas dos meses, no sólo por el cambio de percepción
de la llamada “comunidad internacional” que tiene otros asuntos prioritarios de
qué ocuparse; sino principalmente de la “comunidad nacional” que se ha visto
obligada a rediseñar su agenda por el cambio generado por la irrupción
estudiantil.
Cierto que todo movimiento ascendente al
llegar a su punto más alto se estaciona, luego tiende a descender, para volver
a remontar, si las condiciones son propicias y no cunde el desaliento. Este
sería el mayor peligro para el movimiento estudiantil y el cálculo que hacen
sus enemigos para dividirlo, con el señuelo de que hay que retirarse cuando
estas ganando porque sino puedes perder todo en una apuesta arriesgada.
Cuentan que un cínico secretario de estado
americano decía que no hay general latinoamericano que resista un cañonazo de
un millón de dólares. ¿Podrán los líderes estudiantiles resistir la tentación
de Mefistófeles del régimen y la MUD? Está por verse.
El llamado “diálogo” es una táctica
diversionista para encubrir la represión, lo mismo que la política de “paz”, lo
más soviético que han hecho los cubanos en Venezuela. Bajo esa consigna se
peleó la guerra fría y se construyó el arsenal atómico de la URSS, suficiente
para borrar a toda la humanidad del planeta. Es el ejemplo más socorrido de la
neolengua totalitaria denunciada por Orwell: “La guerra es la paz”; “la mentira
es la verdad”.
Aceptar una oferta de diálogo de paz es
admitir que se está en guerra, como pedir una ley de amnistía es aceptar que se
han cometido delitos.
Por su parte, el régimen de ocupación y el
colaboracionismo pagan un alto costo por el desafío de la protesta y
subsiguiente represión, no pueden ofrecer nada a cambio de la sumisión y los
problemas que originan y alientan la protesta son cada día más graves.
De manera que se justifica el nerviosismo
inocultable ante sus respectivas clientelas, a las que tratan de apaciguar pero
que están dando muestras de impaciencia. ¿Qué pasará si esto se sale de
control, como la criminalidad, los precios, la escasez, el tipo de cambio y un
largo etcétera?
La situación política venezolana no es mejor
pero es más clara: los manejos del régimen y de la MUD están al descubierto
para quien quiera verlos y ante la fatalidad de caer en un limbo a la cubana se
abre una dimensión de incertidumbre esperanzada.
Puede ocurrir algo, piensa todo el mundo;
tiene que ocurrir algo, decimos todos. Y mientras más tarde, peor y más caro.
Luis Marín
lumarinre@gmail.com
@lumarinre
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