Ubicando algunas pistas…
Es oportuno el debate para traer algunos
testimonios referentes a la situación económica del país al inicio del siglo
pasado.
Es importante destacar que hay una carta escrita el 24 de enero de 1900
por el doctor Carlos Bruzual Serra, natural de Cumaná, quién fuera uno de los
exitosos abogados, considerado uno de los más hábiles litigantes y de sólida
formación como legista de Caracas, quién fuera ministro de Obras Públicas,
Fomento, y Hacienda y Crédito Público durante la presidencia del General
Joaquín Crespo; precisamente, ocupando este
último cargo, y con el apoyo irrestricto de Jacinta Parejo, esposa de Crespo,
en 1897, fue candidato presidencial en el partido liberal amarillo, donde, pese
a lo que significaba ese respaldo de mucho peso, se terminará escogiendo a
Ignacio Andrade.
Este hecho lo llevará a ser ministro plenipotenciario de
Venezuela en Francia y Alemania entre 1898-1900. Estando en París, en doctor
Bruzual Serra dirigirá una carta a Cipriano Castro, en la que resalta la
situación agrícola del país, la necesidad de diversificar la producción y
desarrollar las pequeñas industrias, condiciones básicas para limitar la
dependencia de los países industrializados, de las grandes potencias con su
política imperialista, de manera similar a lo que hicieron posteriormente con
respecto al petróleo, lucrándose con nuestros frutos de manera inmoderada, al
tiempo que amenazaban con represalias si hubiésemos osado aumentar los precios
de exportación. Como aún sucede en nuestros días, los venezolanos aún
dependemos del exterior para nuestro consumo interno, tal como acontecía en
1900 con el café y en nuestros días con el petróleo. Una excelente referencia
para juzgar a nuestros sucesivos gobiernos en cuanto a su eficiencia y eficacia
para desterrar ese mal congénito que es la “Agricultura de Puertos” la cual
disfruta de carta de ciudadanía por un larguísimo período que ha desembocado
sin cambios en el presente. En esa
esquela señalaba Bruzual Serra lo siguiente:
… que el café representa hoy para nosotros la
principal si no la única riqueza. Hemos tenido y tenemos, pues, todo nuestro
bienestar cifrado en el precio de un solo fruto. Esto por sí sólo es un gran
peligro que, desgraciadamente, hemos visto convertido en verdadera calamidad
por más de una ocasión, cada vez que el fruto ha sufrido una notable baja. Es
evidente que las crisis económicas no sucederían tan frecuentemente, si
Venezuela contase con otros productos que viniesen a equilibrar las bajas del
café. Nuestro café vale en Havre 55 francos el saco de 100 kilogramos, pero ese
saco paga en Francia por derecho de importación 156 francos, esto es, tres
veces lo que vale el café puesto en Havre. Y ese enorme impuesto viene rigiendo
en Francia después de la guerra franco-alemana de 1870 hasta la fecha, sin que
los países principales productores de café, como Brasil, Venezuela, Centro
América y Colombia, se hayan puesto de acuerdo para llegar a un acuerdo
razonable con la Francia, tendiente a modificar esa tarifa escandalosa. Así es
la verdad, que nosotros compremos al extranjero mantequilla, queso, pescados
conservados, jamón, frutas en su jugo, en fin, conservas, confituras de todo
género, y lo que es más grave aún, hasta maíz y caraotas. Es decir: importamos
el desayuno, el almuerzo y la comida, y enviamos por ello al extranjero una suma
respetable en oro, oro que tanto necesita el país.
Castro está muy consciente que la descripción
que le ha hecho Bruzual Serra es de capital importancia: ella impera como
preocupación en el estamento político y
económico; la descripción es muy similar a la que sostuvo uno de los testigos
presenciales de ese momento, Delfín Aguilera, quién señaló en su testimonial lo siguiente:
La Venezuela agrícola de esta fecha no
produce más que la de 1808, ni sus cultivadores saben más que los de aquella
fecha, y en esto ven muchos el verdadero origen de nuestro atraso.
El texto que antecede ofrece una visión de la situación agrícola
del país y en su estado innegable. Para acometer seriamente una política para
alcanzar el logro de satisfacer la necesidad de diversificar la producción y
desarrollar las pequeñas industrias, condiciones básicas para limitar la
dependencia de los países industrializados, era obligado contar con una clase
productora, la de los grandes propietarios de la tierra, cuya expresión política
era el Partido Liberal Amarillo, que representaba la disgregación feudal,
acorde con la ideología y los intereses de la clase terrateniente venezolana,
que había venido ejerciendo el poder desde 1864 en virtud del triunfo de la
Guerra de la Federación hasta el advenimiento del Partido Liberal Restaurador
de Cipriano Castro.
La población del país estaba estimada en
aproximadamente un poco más de 2.300.000 habitantes, de los cuales 150.000 lo
representaban los propietarios de la tierra, en su mayoría de medianos
propietarios, es decir, los campesinos ricos, llamados hacendados, que no
alcanzaban el rango de grandes señores de la tierra (verdaderos latifundistas)
que sólo estaban representados por una ínfima minoría, entre los que estaban,
Páez, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo y buena parte de quienes como ellos
lograron alcanzar esta posición utilizando el poder político para apropiarse de
las tierras; y 2.150.000 los preteridos. De esta población total, 300.000
vivían en pueblos y ciudades, es decir, era la expresión de la población urbana
y más de 2.000.000 vivían en el campo, dedicados a labores agrícolas y
pecuarias.
Veamos cómo se nos mostraban esos hacendados
en la Venezuela de este tiempo. Aguilera señala en primer término que ellos
eran “la primera persona después de nadie”, ignorantes de la técnica agrícola y
de administración de empresas, con una dieta barata acostumbrada que se había
impuesto en la mesa de los venezolanos, bien en las haciendas o en las
ciudades, constituida por un poco de carne, arroz blanco, caraotas negras,
algunos tubérculos cocidos y como postre alguna fruta, aunque solían comer de
manera abundante, la mala alimentación que se suministraban los propietarios de
la tierra, irremisiblemente los conducía a la desnutrición, al punto de que
Aguilera deja constancia que era proverbial “que cuando algún venezolano
pudiente realizaba un viaje de salud a Europa, y allá se hacía reconocer por
algún médico, éste le decía después del largo examen: “Usted lo que tiene es
hambre: aliméntese mejor”. Sin duda alguna este no es el cuadro que puede
caracterizar a un estrato social elevado y poderoso, sino expresión de las
limitaciones propias de las clases rurales medianas que representaban a los
campesinos ricos. Además, Aguilera reseña su calidad de vida mediante la
siguiente expresión:
Aparte de esto, se dan casos de verse el
hacendado pudiente en calzoncillos y guardacamisa o tocana, cuando no se
permite el lujo de un liqui-lique arrastrando sus alpargatas en chancletas,
mientras la señora, desgreñada y sucia, hurga el fogón, y los chiquillos
sarnosos y hambrientos, moquean sobre el puchero. Pero esos detalles y algunos
otros en nada influyen sobre el espíritu caballeresco y medieval de los
hidalgos criollos, los cuales conservan el derecho de pernada sobre las
doncellas del peonaje. Referir aventuras de esta laya es una de las más
frecuentes y deliciosas manifestaciones que de un refinado gusto, cultura y
moralidad suelen dar los explotadores de la gente campesina. En alguna hacienda
de alta categoría podrá encontrarse un ejemplar de alguna mala novela galante,
pero será muy difícil encontrar un ejemplar de un periódico como la América
Científica.
El cuadro anterior nos da un diagnóstico
aproximado de estos productores, además, agregará Aguilera que
Al hacendado no se le debe ninguna iniciativa
para modificar el medio en que vive: ahogado e incapacitado por la ignorancia
propia o por la ajena, o por ambas, y por la maligna indiferencia o desidia de
cuantos se acogen a su sombra, está condenado a ver consumirse o desaparecer
cuanto no atiende por sí mismo.
La otra clase social del campo, la clase
campesina o trabajador agrícola, perteneciente al más bajo estrato de la
estructura social venezolana, que conoceremos como el peón, un trabajador no
calificado que laboraban la tierra en los grandes latifundios y en las faenas
de producción del café y cacao, estaba sometida al aboletamiento y el sistema
de pago con fichas, que la condenaba a trabajar enfeudado de por vida en la
hacienda del señor, sometido bajo la doble condición de semi-siervos y
semi-asalariados, de enfeudamiento, es descrita en el testimonio de Aguilera de
la manera que sigue:
El Partido Liberal acabó con la esclavitud,
según nosotros los liberales y con la libertad según otros. Dejando esta cuestión a los partidos a cuyas
querellas debemos la primacía de la espada, símbolo de las desdichas
nacionales, sólo diremos por ahora que el peón venezolano está hoy en peores
condiciones que cuando la esclavitud legal. El salario del peón rara vez pasa
de dos bolívares diarios, que hacen quince pesos mensuales, suma que recibe
generalmente en efectos cuyo valor lleva un recargo leonino; y tanto es esto
así que para recomendar el valor de una hacienda no se dice cuánto de su
cosecha, sino: la pulpería produce tanto. Toda querella entre él y su patrono
se decide en contra suya. El peón se compra por medio de lo que se le fía, se
le presta o se le adelanta con usura, y para el cumplimiento del pacto el que
lo explota cuenta con las facilidades que le brinda el comisario en cuyo
nombramiento influye. Hay hombres especiales para la caza de peones que
pretenden eludir, con el cambio de domicilio o de avecindamiento, el pago de
sus deudas. (Volveremos sobre el tema).
Pedro R. Garcia M.
pgpgarcia5@gmail.com
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