El filósofo quiso democratizar España, volverla europea mediante la persuasión; en eso consistía su liberalismo. Pero la desilusión con la República y la sublevacion fascista enterraron su proyecto
José Ortega y Gasset“Yo soy yo y mis circunstancias” |
Me hubiera gustado escuchar una conferencia de
Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus cursos. Todos quienes
lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía,
en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes
vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la
claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora
Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después
de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su
auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído
bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en
su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
La biografía que acaba de publicar Jordi Gracia
(Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y
convicciones de lo que se creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta
crisis profundas de desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas,
parece inagotable, y lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua,
durante semanas y meses, produciendo artículos, ensayos, una correspondencia
ingente, dando clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor
editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo. Muestra,
también, que ese trabajador infatigable era, como un Isaiah Berlin,
prácticamente incapaz de planear y terminar un libro orgánico, pese a tener la
intuición premonitoria de tantos, que nunca llegaría a escribir, porque la
dispersión lo ganaba. Por eso fue, sobre todo, un escritor de artículos y
pequeños ensayos, y, sus libros, todos ellos con excepción del primero —las
Meditaciones del Quijote— recopilaciones o inconclusos. Nada de eso empobrece
ni resta originalidad a su pensamiento; por el contrario, como ocurre con los
textos casi siempre breves de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son
generalmente algo mucho más rico y profundo que lo que suele ser un artículo
periodístico, planteamientos, exposiciones o críticas que a menudo abordan
temas de muy alto nivel intelectual y cargados de sugestiones a veces
deslumbrantes y, sin embargo, siempre asequibles al lector no especializado.
La impotencia lo condujo al silencio, pero nunca
traicionó su propio ideal de coexistencia ilustrada
Por eso ha hecho muy bien Jordi Gracia rastreando
como un sabueso toda la trayectoria de los artículos de Ortega y Gasset ; es la
más segura manera de acercarse a su intimidad de pensador y de escritor, de
averiguar cómo discurría en él su vocación de filósofo y de literato. Todo
comenzaba por una idea o una intuición que volcaba en un artículo (a veces en
varios). De allí, ese embrión pasaba la prueba de una clase o una charla
pública y, enriquecido, cuajaba en un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea
de prolongarlo en un libro, por lo general no pasaba de allí, porque otra
intuición, hallazgo o invención genial lo desviaba a otro artículo, que, luego,
siguiendo el mismo itinerario, terminaba desembocando en uno de esos ensayos
—con frecuencia excelentes y a menudo soberbios— que son la columna vertebral
de su obra y que ocuparon gran parte de su vida.
Jordi Gracia muestra también que la vocación
política fue tan importante en Ortega como la intelectual. En su juventud, en
su temprana y media madurez, ambas vocaciones se fundían en una sola ; quería
ser un gran pensador y un gran escritor para cambiar a España de raíz, volverla
europea, modernizarla, democratizarla, lo que para él —como para los
intelectuales que atrajo a la Agrupación al Servicio de la República—
significaba llevar a gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y
decentes, en vez de esa clase política que desprecia por mediocre, falta de
ideas y de creatividad, acomodaticia y cínica. A tratar de formar un movimiento
que materialice ese proyecto dedica buena parte de su tiempo, pues él está
convencido que se trata de una acción cultural, de diseminación de ideas nuevas
y fértiles, y eso explica que se vuelque de ese modo a una tarea periodística,
en diarios y revistas, convencido de que esa es la mejor manera de cambiar la
política en uso, contagiando entusiasmo por unas ideas y unos valores que deben
llegar al gran público de la misma manera que llegaban a sus estudiantes: a
través de la persuasión. En eso consistía lo que él llamaba su “liberalismo”,
aunque, muchas veces, le añadiera la palabra socialismo, para indicar que
aquella revolución cultural de la vida política no estaría exenta de un fuerte
contenido social. La República le pareció que era el régimen más propicio para
aquella transformación política de España.
Sin embargo, aquellos no eran tiempos para la sana
controversia de las ideas como quería Ortega, sino la de los fanatismos
encontrados en la que los insultos y las pistolas reemplazaban rápidamente los
debates y los diálogos entre los adversarios. Este será el gran fracaso de
Ortega, la absoluta inoperancia de aquella pacífica revolución cultural que
proponía y que, primero la violenta experiencia republicana y luego la
sublevación fascista y la guerra enterrarían por más de medio siglo.
Fue un gran error de su parte volver en plena
dictadura creyendo que el régimen se abriría.
El libro de Jordi Gracia da cuenta pormenorizada y
con admirable objetividad de la traumática experiencia que significó para
Ortega el desmoronamiento de todos sus anhelos políticos. Primero, la
desilusión que tuvo con la República que no se parecía en nada a aquella
ilustrada coexistencia en la diversidad que había previsto, y, luego, la
sublevación militar y la Guerra Civil.
La impotencia lo condujo al silencio. Pero nunca
traicionó su propio ideal, aunque admitiera que, en esa circunstancia, era
simplemente impracticable, desprovisto de toda realidad. El silencio que guardó
en tantos años de exilio, en Francia, en Portugal, en Argentina, desprestigió a
Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que fue un acto de gran coraje tratar de
mantenerse al margen, sin tomar partido, por dos opciones que le parecían
igualmente inaceptables: el fascismo y una república muy poco democrática,
dominada por los extremismos sectarios.
Creo que fue un gran error de su parte volver a
España en plena dictadura, creyendo ingenuamente que con la posguerra el
régimen se abriría; y la verdad es que lo pagó caro, pues, como muestra con
lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que seguía siendo atacado (y
silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo, ciertos sectores
falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la confusión en torno de él, al
extremo de que seguidores suyos tan fieles como María Zambrano llegaran a creer
que había traicionado sus viejos ideales. Nunca los traicionó; hasta el fin de
sus días fue laico y ateo y defensor de una democracia liberal signada por la
tolerancia. Al mismo tiempo, pese a la incomodidad política permanente en la
que pasó sus últimos años, su vitalidad intelectual nunca cesó de manifestarse,
en ensayos y artículos que recobraban a veces el vigor expresivo y la riqueza
creativa de antaño. El reconocimiento que tuvo en los últimos años fue en el
extranjero, en Alemania sobre todo, pero también en Inglaterra y en Estados
Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy día, nunca se le ha reivindicado del
todo, porque, para unos, es una figura ambigua y reticente, que mantuvo durante
la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde que constituía una
discreta complicidad con los fascistas, o un conservador de viejo cuño,
inadaptado e irremisiblemente enemistado con la modernidad.
Uno de los grandes méritos del libro de Jordi
Gracia es que, sin excusarle ninguna de sus equivocaciones y errores políticos,
ni dejar de señalar cómo a veces la vanidad lo cegaba y lo llevaba a exagerar
sus exabruptos, hecho el balance, Ortega y Gasset es uno de los grandes
pensadores de nuestra época, y que, precisamente en el tiempo en que vivimos
—no en el que él vivió— sus ideas políticas han sido en buena medida
confirmadas por la realidad. Leerlo ahora no es un quehacer arqueológico, sino
una inmersión en un pensamiento candente, muy provechoso para encarar la
problemática actual, a la vez que disfrutar del placer exquisito que produce un
escritor que pensaba con gran libertad y originalidad y expresaba sus ideas con
la belleza y la precisión de los mejores prosistas de nuestra lengua.
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