Barack
Obama llegó a la Casa Blanca decidido a terminar con el injerencismo
norteamericano. Se largaría de Irak y de Afganistán. Cerraría la cárcel de Guantánamo.
Ignoraría el espasmo imperial de Putin o los exabruptos de Chávez y sus
cómplices del Socialismo del Siglo XXI. Su divisa era “ mind your own
business’’, ocúpate de tus propios asuntos.
Seguramente,
le parecía ingenua la pretensión de George W. Bush de sembrar la democracia en
el Medio Oriente. ¿Con cuáles demócratas? Obama formaba parte de esa extensa
zona de la sociedad norteamericana que no comparte la idea de que Estados
Unidos es un país excepcional, sino otra nación más, con intereses, virtudes y
defectos, como les dijo a los mandatarios latinoamericanos cuando se reunió con
ellos en Trinidad-Tobago, advirtiéndoles que los dejaba a la buena de Dios.
Hace
pocas fechas, sin embargo, Obama anunció que desplazaba de nuevo 300 consejeros
militares a Irak ante el embate de los yihadistas suníes contra el gobierno
chiita de Maliki. Washington, a su pesar, no puede lavarse las manos e ignorar
lo que allí sucede. Obama no va a desplegar tropas de infantería, pero sí
expertos en la búsqueda de inteligencia para utilizar la aviación y los drones
no tripulados en contra de estas tropas de ultrarradicales.
Los presidentes norteamericanos no tienen cómo ni dónde esconderse. A veces tienen que actuar como el sheriff del pueblo, y, a veces, como el predicador. La excepcionalidad del país no viene dada por un designio divino, sino por algo mucho menos misterioso: su tamaño, peso económico, militar, científico, demográfico, y su sentido de la responsabilidad.
Es
muy sencillo: si, durante la Segunda Guerra, Estados Unidos hubiera sido,
realmente, neutral, no habría habido Pearl Harbor (los japoneses atacan por el
boycott norteamericano al petróleo), y Adolfo Hitler y sus aliados habrían
controlado buena parte del planeta, al menos por un tiempo.
Si,
tras el fin de ese conflicto, Harry Truman no hubiera montado la estrategia de
contención, la URSS habría ganado la Guerra Fría, no se hubiera desintegrado, y
todo el mundo, incluido Estados Unidos, hubiese pagado un alto precio por el
aislacionismo americano. La pesadilla marxista-leninista continuaría vigente.
Incluso,
la inhibición americana a veces genera consecuencias inesperadas y terribles.
El 25 de julio de 1990 Saddam Hussein convocó a su palacio a la embajadora
norteamericana April Glaspie para hacerle una pregunta clave: qué haría Estados
Unidos si Irak invadía a Kuwait.
En
esa época las relaciones entre Bagdad y Washington eran razonablemente buenas.
Estados Unidos le había proporcionado armas y ayuda a Hussein durante la larga
guerra que el país sostuvo contra el Irán de los ayatolas.
La
embajadora, que sabía que Irak había trasladado cien mil soldados a la frontera
con Kuwait, le respondió que, de acuerdo con sus instrucciones, ése era un
asunto entre dos naciones árabes limítrofes que no involucraba a su nación.
Hussein pensó que Estados Unidos estaba autorizando la invasión y una semana
más tarde dio la orden de ataque.
Craso
error. El 16 de enero de 1991, Estados Unidos, al frente de una coalición de 34
países, espoleados por Arabia Saudita, que se sentía en peligro, lanzó la
Primera Guerra del Golfo, recuperó Kuwait y destruyó el aparato militar de
Saddam Hussein.
Sólo
que esa guerra sería el prólogo de una segunda, desatada en marzo del 2003,
encaminada a encontrar armas de destrucción masiva, que nunca aparecieron, y a
derrocar a un tirano que no era, por otra parte, cómplice de los terroristas de
Al Qaeda.
¿En
qué va a parar esta renovada (aunque limitada) presencia de soldados
norteamericanos en Bagdad? Obama las utilizará para lanzar operaciones comandos
o dirigir drones contra los enemigos, porque se ha aficionado a ese tipo de
acciones, pero todo puede salirse de sus manos.
Por
estas fechas, hace 100 años, comenzó la terrible Primera Guerra Mundial, y
nadie puede explicar con total certeza por qué el asesinato de un oscuro
príncipe austriaco en Sarajevo provocó la mayor matanza que había conocido la
historia.
Cuando
terminó el conflicto llegó el momento de los predicadores. Surgió la Liga de
las Naciones, pero hicieron las paces de tal manera que dos décadas más tarde
comenzó la Segunda Guerra. Entonces aparecieron los sheriffs a poner orden.
Es
un cuento que nunca se acaba.
Carlos
Alberto Montaner
montaner.ca@gmail.com
@CarlosAMontaner
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