domingo, 16 de marzo de 2014

SIMON GARCIA. REPENSAR LA LUCHA.

             El Estado se ha convertido en un peligro para la sociedad. No sólo por las consecuencias catastróficas que su gestión le impone al país, sino porque ha recorrido unos grados más  en su oscilación desde el autoritarismo al totalitarismo. Su voracidad de control apabulla a la sociedad.
           
La actual élite de poder hace quince años conquistó en una competencia electoral el gobierno y desde entonces ha cumplido paso a paso una ruta ilegítima de apoderamiento de todo el Estado, con la excepción de los terrenos ganados por la oposición, política o electoralmente. Mediante una tecnología de dominación sofisticada ha logrado reducir drásticamente la libertad de expresión sin necesidad de tener un censor en cada medio de comunicación. En contra de todo precepto republicano, un solo hombre acapara las decisiones del poder judicial y dictamina sobre quién es o no ciudadano, la confiscación de bienes o el sistema de precios de la economía.
            Su proyecto, como en las maderas secas carcomidas lentamente por la polilla, erosiona sistemáticamente  a la democracia y no dejará de roerla hasta desmantelarla. En sus reglas está negado que la oposición sea un componente de la democracia y la protesta es un delito. Los cultores de la lucha de clases quieren una sociedad sin antagonismos y sin pluralidad.
            Precisamente porque enfrentamos un plan fundado en el odio, la violencia y la separación entre venezolanos, tenemos la obligación de agotar los medios pacíficos y constitucionales. No sólo por la necesaria vinculación entre lo que hacemos y el país que proponemos, sino también para cultivar la ventaja ética y la eficacia comunicacional que deben ser soportes de los nuevos atributos de un gran movimiento progresista y democrático. Sin ello no habrá ni fuerza ni opción verdaderamente alternativa.
            Los estudiantes han librando y ya han ganado una gran jornada. El vigor que ha tenido la protesta, su extensión y duración, los apoyos ciudadanos y las simpatías pasivas surgidas en la otra mitad del país sorprendieron en los dos lados de la polarización.  Ellos sacaron a flote la inconformidad mayoritaria represada en la sociedad, realizaron movilizaciones extraordinarias, manejaron con firmeza la avalancha represiva y los ilegales grupos paramilitares no los atemorizaron, contribuyeron a develar el desprecio gubernamental por los derechos humanos internamente y en el exterior. Hubo un costo, indignante y doloroso.
            En esta fase, parece obvio que el conjunto del movimiento, especialmente los líderes estudiantiles, abran un debate sobre cómo mejorar la continuación de las luchas en la calle y los modos de llevarla a otros espacios, sumar nuevos apoyos y conectarlas con demandas sentidas por el ciudadano común, al margen de su inclinación política. Los médicos señalaron un excelente ejemplo al marchar por la defensa de sus pacientes  y la atención al sistema público de salud.   
            El debate debe abordar la superación del radicalismo porque es una condición de éxito que el movimiento no termine en un callejón sin salida. El radicalismo reduce todo a un objetivo mayor y minimiza todos los demás logros. Tiene una visión única, mientras más extrema e inviable mejor. Genera aislamiento y obstaculiza el objetivo de acercar a quienes todavía nos observan con desconfianza o con los prejuicios de la vieja confrontación. El radicalismo conduce al foco y a la glorificación de actos minoritarios.
            La agenda de ese debate existe. La está dictando la necesidad de aumentar la capacidad de respuesta ante los efectos del golpe económico que el gobierno le va a asestar al pueblo en los días que vienen. Y ante la escasez de libertad, que no es un tema menor.
Simon  Garcia
@garciasim

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