La
vida y los acontecimientos tienen dos maneras de verlos: el optimismo y el
pesimismo. Cuando una botella está llena hasta la mitad, el optimista dice que
está medio llena; y el pesimista, que medio vacía. En un recorrido, antes de
llegar al destino, el optimista dice: ya casi llegamos. Y el pesimista,
pregunta: ¿Todavía falta mucho? El pesimista dice: No me gustan las rosas
porque tienen espinas. Y el optimista, por el contrario, afirma: Me gustan las
espinas porque tienen rosas.
Esa
forma de ser de los seres humanos, polarizada entre el blanco y el rosado y el
gris y el negro, es irreconciliable. Para cambiarle a una persona su manera de
ser, su naturaleza, hay que manosearla y volverla a hacer. Y mi Dios no hace
esos “remiendos”.
A
veces el optimista peca de osado, de temerario, y por verle el lado amable a
las cosas no calcula los riesgos; o se conforma con las cosas como se vengan y
trata de justificarlas, o no pierde la esperanza, que a última hora se
enderecen a su favor, como el que se cayó de un décimo piso, y cuando iba por
el segundo pensaba: hasta aquí voy bien.
Los
otros, los pesimistas, por el contrario, anticipan todos los males; y de cosas
buenas sacan resultados malos. El genial caricaturista del siglo pasado,
Merino, trágico por naturaleza, se quejaba de que se ganó un carro en una rifa,
con una boleta que le regalaron, y cuando alguien iba a felicitarlo, decía: No,
esa es una desgracia. Yo con qué voy a pagarle impuestos y seguros, echarle
gasolina y hacerle mantenimiento. Además de que mis hijos van a querer que se
los preste, lo estrellan y yo de dónde voy a sacar plata para repararlo.
En
lo anterior, como en todo en la vida, hay un punto medio, el equilibrio de las
cosas, que es la medida justa, que no es fácil de conseguir, porque las
reacciones ante los hechos, para bien o para mal, se van a los extremos.
Por
eso recomiendan los tratadistas de la conducta humana dejar enfriar los hechos,
para no tomar decisiones en caliente, y correr el riesgo de equivocarse, a
veces sin posibilidades de rectificar. Y de contar hasta diez antes de
responder una impertinencia, para contestar lo acertado o quedarse callado. El
silencio, muchas veces, dice más que las palabras.
Con estas “simplezas mías” despedí el año 2013, dándole gracias a Dios, porque el balance de los hechos personales es maravilloso, gracias a que aplico la tolerancia de los principios liberales; además de que aprendí a no meterme en lo que no me importa y a valorar y aplaudir lo bueno que hacen los demás, y a no criticar a nadie. En cuanto a 2014, que se venga como quiera que aquí lo toreamos.
britozenair@gmail.com
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