viernes, 15 de noviembre de 2013

ISABEL PEREIRA PIZANI, DE BARQUISIMETO A PUERTO ORDAZ

Con la intención de animar la reflexión en el país sobre los argumentos planteados en mi libro “La quiebra moral de un país”, he dialogado con mucha gente en diversos pueblos y ciudades. Cada encuentro ha sido una gran experiencia. Palpar el corazón abierto de la gente, sus esperanzas, sus temores, el pesimismo y el optimismo, ha sido aleccionador.
El mayor impacto de esta experiencia lo recibí al completar una gira Barquisimeto-Puerto Ordaz. Era como si las hipótesis que exponía en mi libro se convirtieran en el script de una obra de teatro. El inicio fue Barquisimeto, una experiencia cálida, hombres y mujeres planteando sus angustias, sus opiniones más profundas sobre el deber ser. La audiencia respetuosa oía las argumentaciones y replicaba a mis tesis, y, además, planteaba las propias. 
Alguien con mucha franqueza llamó a dejar “el culillo” de lado y asumir la responsabilidad que nos corresponde como parte de una sociedad que sufre. Esta jornada en Lara mostró un pueblo deseoso de cambios, de propuestas, de amoblar caminos frente a la necesidad de parar la perversión en el uso de los recursos petroleros, de detener la debacle de la agricultura y la industria, la arremetida parricida contra las universidades, la crisis terminal de la salud y, sobre todo, frenar la aniquilación de miles de venezolanos, los más pobres, en sus barrios, en las calles, en cualquier parte. Fue la expresión de gente que se atrevió a hablar a denunciar, a buscar acuerdos y a rechazar aquello en lo cual no creía. En definitiva, una sociedad donde se respiraba un ambiente de libertad.
Días después desembarqué en Puerto Ordaz de nuevo para dialogar. La primera señal que recibí de mis anfitriones y que me pareció un tanto enigmática fue: “sepa usted que no está en Barquisimeto”. Interiormente me preguntaba el significado de estas palabras. La diferencia geográfica era indiscutible. ¿De qué se trataba? 
Esa misma noche, en el encuentro, comencé a notar que la gente entraba al sitio de reunión, compraba el libro y prácticamente desaparecía. La huida era más veloz cuando el lente del fotógrafo intentaba tomar alguna placa o cuando algún periodista abordaba a las personas para solicitarle sus opiniones sobre el libro. Al fin solo quedábamos, inconmovibles, la gente de la universidad, algunas personalidades de tradición en el estado. Nadie más. Un poco asombrada por estos acontecimientos me atreví a preguntarle a David Natera: ¿qué pasa?, ¿por qué la gente se desvanece, aparecen y huyen ante las fotografías, toman el libro bajo el brazo y corren? 
Natera, con su inconfundible mirada de capitán valiente, me replicó: “es para que entiendas que estás en un territorio militarizado, hay un solo poder, el resto de los ciudadanos está sometido, obligado a callar y a bajar la cabeza, no por miedo o cobardía sino por supervivencia. El Estado es todo, las empresas básicas están en su poder y quebradas, los empresarios solo pueden contratar con el Estado, son en su mayoría contratistas del gran patrón. Tú supondrás lo que significa salir en una foto del Correo del Caroní, único bastión de libertad, en este gran cuartel que es Guayana”.
Asombrada por encontrar a flor de piel aquello que planteaba como tesis en mi libro, comencé a indagar. Es cierto, en Guayana la democracia es una ficción, los militares gobiernan como antes de 1958, sin ningún control, sin frenos a su poder, no hay contraloría, no hay jueces, no hay libertad para crear empresas y crecer, a menos que acepte las reglas del juego del poder militar ¿El Estado es un botín para los que tienen el poder en sus manos?, pregunté. Sí, afirmaban algunos de los pocos que tenían el derecho a quedarse, porque no dependían del Estado totalitario. “Busque usted el origen de las nuevas fortunas, los grupos que se han enriquecido. Lo mismo que cuando Gómez”, dijo alguien. De un solo golpe comprendí, en Barquisimeto, la gente era diversa, la libertad se manifestaba en la existencia de cada persona, podían hablar, pensar y criticar libremente, no había el temor de ser espiado, grabado o fotografiado. En Puerto Ordaz, parecía que una espada pendía sobre cada cabeza; el diálogo era imposible porque el precio era prácticamente la vida.
En Barquisimeto y Puerto Ordaz, en un mismo país, a solo 748,62 kms de distancia en línea recta, las condiciones de existencia son opuestas. La pregunta ineludible es: ¿nos atreveremos a luchar para vivir como en Barquisimeto o preferimos Puerto Ordaz?
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