"El
gobierno no es la solución a nuestros problemas, el gobierno es el
problema", Ronald Wilson Reagan.
A
lo largo de todo un siglo el Partido Demócrata ha operado bajo la premisa de
que el gobierno es la solución de todos los problemas que aquejan a la sociedad
norteamericana. Los dos exponentes principales de esa política fueron los
presidentes Franklin Delano Roosevelt, en 1933, y Lyndon Baines Johnson, en
1964. El primero fue salvado de su paternalismo estatista por una economía de
guerra que demandaba la producción masiva de armamentos capaces de derrotar al
eje nazi-fascista. El segundo puso en marcha programas como los de la Gran
Sociedad y la Guerra contra la Pobreza que quebraron el erario público y
terminaron en rotundos fracasos.
El
caso de Johnson merece especial mención. La piedra angular de la Guerra contra
la Pobreza fue la Ley de Oportunidad Económica de 1964, el costo de cuyos
programas asciende en la actualidad al 70 por ciento anual de todos los
programas de asistencia pública. Cincuenta años y 15 MILLONES DE MILLONES más
tarde, la pobreza le ha ganado la guerra a los estrategas que trataron de
derrotarla con fondos públicos y sin el compromiso de quienes serían los
principales beneficiarios de una victoria, los pobres norteamericanos. En la
fecha en que fue puesta en vigor la Guerra contra la Pobreza, el nivel de
pobreza en los Estados Unidos era del 14 por ciento. En la actualidad supera el
16 por ciento.
A
pesar de sus buenas intenciones estos programas promueven una actitud de
holgazanería y dependencia entre los ciudadanos necesitados. En el ancestral
conflicto entre "seguridad en sí mismo" (self reliance) y
"dependencia del estado" (free lunch) gana la segunda cuando el
ciudadano antepone la seguridad a la libertad. Sin lugar a duda, el "free
lunch" es la esencia de la izquierda moderna en los Estados Unidos. Y en
la época de Obama esa izquierda ha procedido a extender sus beneficios a los
mamo gramas gratuitos, la salud preventiva gratuita y hasta los anti
conceptivos gratuitos para gente promiscua que rehúsa asumir la responsabilidad
de sus actos.
En
realidad, con su programa de la Gran Sociedad como alivio a la pobreza, Johnson
prácticamente destruyó a la familia negra norteamericana. El gobierno sustituyó
al padre como la figura obligada a mantener a su familia. ¿Qué incentivo tiene
un hombre de asumir sus responsabilidades cuando el gobierno está dispuesto a
asumirlas en su lugar?
En
los años que siguieron a Johnson el Partido Demócrata vio frustradas sus
aspiraciones a la Casa Blanca con la postulación de candidatos de extrema
izquierda como Hubert Humphrey, George McGovern, Walter Mondale y Michael
Dukakis. Fue necesario el escándalo de Watergate y la propaganda corrosiva de
la prensa de izquierda contra el Partido Republicano para que se colara en la
Casa Blanca un anodino gobernador populista llamado Jimmy Carter, de quién
muchos se burlaban preguntando "¿Jimmy Who?"
Este
estrafalario personaje, que 33 años después de abandonar la Casa Blanca sigue
hablando tonterías en un esfuerzo infructuoso por mejorar la imagen de su
deplorable legado, fue el peor presidente norteamericano del siglo XX. Sus
estadísticas de 16 por ciento de inflación, 22 por ciento de tasas de interés y
70 por ciento de tasas marginales de impuestos lo convirtieron en una figura
detestada hasta por aquellos ciudadanos que él se propuso beneficiar.
Sabemos,
sin embargo, que toda regla tiene excepciones y, en el Partido Demócrata, esa
excepción se llama Bill Clinton. Aunque moralmente despreciable y éticamente
corrupto Bill Clinton es un brillante político. Como diría una dama que atiende
a mi suegra centenaria, Bill Clinton es un tigre con diferentes rayas. No es un
ideólogo que, a la manera de Obama, impone su ideología personal contra viento
y marea sin importarle los perjuicios a sus gobernados, sino un pragmático que
negoció con sus adversarios para lograr el bien común de todos aquellos a
quienes representaba como presidente, ya fueran demócratas o republicanos.
Después de tomar la temperatura del electorado norteamericano se dio cuenta de
que la izquierda de su partido estaba en bancarrota y se movió hacia el centro
del camino.
Fue
entonces cuando optó por negociar con una Cámara de Representantes bajo la
presidencia del republicano Newt Gingrich. Ambos decidieron continuar los
estímulos económicos iniciados bajo dos previas administraciones republicanas y
prolongaron el mayor período de prosperidad económica del Siglo XX. Fue Bill
Clinton, no un republicano, quien dijo: "Se acabo la época del gobierno
gigantesco y quienes quieran beneficios de desempleo tienen que demostrar que
están buscando trabajo". Barack Obama, con su arrogancia de gobernar por
decreto, echó abajo el requisito del empleo y abrió las compuertas de una
represa que proporciona beneficios de desempleo sin el requisito de buscar
trabajo.
Y
así llegamos a la era de Obama y al eclipse de la izquierda en la política
norteamericana. Este señor no vino a gobernar para beneficio de todos sino a
imponer a cualquier precio su ideología de izquierda sobre todos sus
gobernados. Como Fidel Castro y Hugo Chávez lo dijo aún antes de alcanzar el
poder: "Mi objetivo es una 'transformación radical' de la sociedad
norteamericana". Como en los casos de Castro y Chávez sus conciudadanos no
lo creyeron y pagarán un alto precio que se prolongará por muchos años.
Esa
"transformación radical" es ilustrada en toda su magnitud por la Ley
de Salud Asequible bautizada por el pueblo como Obamacare. Disfrazada bajo el
manto compasivo de protección a los desamparados, el objetivo de esta ley no es
la salud del pueblo norteamericano sino el control del gobierno sobre ese
pueblo. A través de ella, el gobierno se arroga el poder de tomar decisiones
sobre el 16 por ciento de la economía norteamericana. Ronald Reagan, cuando
todavía no había hecho la transición del Partido Demócrata al Partido
Republicano, advirtió sobre el peligro con estas palabras: "Uno de los
métodos tradicionales de imponer el estatismo o el socialismo sobre un pueblo
ha sido por la vía de la medicina. Resulta muy fácil presentar programas
médicos como proyectos humanitarios".
Por
eso en sus primeros dos años de gobierno, cuando tenía el control absoluto de
las dos cámaras del Congreso y de la Casa Blanca, Obama ignoró los apremiantes
problemas económicos y concentro su inmenso poder político en imponer su
Obamacare. Su objetivo primordial era hacer realidad lo que ha sido el
"cáliz sagrado" de la izquierda demócrata durante el último siglo: un
programa de salud universal pagado por medio de la redistribución del ingreso
de los ricos a los pobres.
Ahora
bien, ponerlo en marcha ha demostrado ser más difícil de lo que esperaban Obama
y sus alabarderos Harry Reid y Nancy Pelosi. Sus supuestos beneficiarios han
descubierto que detrás de las falsas promesas había realidades como el aumento
de las primas y de los deducibles, al igual que la creación de nuevos
impuestos, así como la reducción de sus beneficios y hasta probabilidades de
empleo. Todo parece indicar que se cumple el consabido refrán de: "there
is no free lunch" (no hay almuerzo gratuito).
Hemos
visto además en los últimos días que el Obamacare es un programa minado por
errores y conflictos que son consecuencia de la premura y la ineptitud de
quienes tenían que hacerlo funcionar. Si a ello agregamos las revelaciones de
las mentiras del presidente para venderlo, podemos concluir sin temor a
exagerar que Obama se ha gastado no sólo una gran parte de su capital político
sino del capital político de su propio partido. Si los republicanos no cometen
alguna soberana estupidez, los demócratas van a estar alejados de la Casa
Blanca por un buen rato. Porque la historia demuestra que, como la virginidad
de una doncella, la credibilidad de un político y, por ende, de un partido son
virtudes que una vez perdidas son de difícil recuperación.
En
cuanto al inefable Presidente Obama, podría ser candidato a compartir con Jimmy
Carter no solo un inmerecido Premio Nobel de la Paz sino el estigma de haber
sido uno de los peores presidentes de los Estados Unidos.
@AlfredoCepero
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