Isaiah Berlin estaba conteste en que, dentro
de las necesidades del ser humano, éste
requiere de comida, saciar su
sed, tener seguridad, un techo y, entre las muchas cosas que necesita, precisa
“pertenecer”, ser parte de una sociedad, con un mismo lenguaje, estar con gente
que comparta una misma cultura, que entre ellos se sienta a gusto, que cuando
hablen, no haya que explicar muchas cosas, pues todos se entienden.
Pero si además se le da la promesa y la
ilusión de que van a pertenecer a un grupo dominante, con poder, a un Estado
Nación con un plan histórico, con un pasado glorioso y un futuro de triunfos,
la oferta puede ser demasiado tentadora, sobre todo para gente ignara,
incapacitada para decidir por ellos mismos cosas tan importantes como qué hacer
con sus vidas; una propuesta de esta naturaleza les resuelve todas sus
angustias, ya no tienen que pensar, todo viene preparado, las preguntas y las
respuestas, qué hacer y cómo hacerlo, a dónde ir, con quién estar, qué decir…
sólo hay que seguir al líder, obedecer y jamás cuestionarse las razones y las
consecuencias de sus actos.
El nacionalismo necesita de las masas,
mientras más necesitadas e ignorantes mejor, y, por supuesto, de un líder
(tratar de hacer nacionalismo sin un líder es un absurdo, pero es imposible tratar
de hacerlo con un extranjero). Entre los líderes, el demagogo es el más
peligroso, ya que utiliza las ideas y la palabra sin importar sus
consecuencias, y al contrario de otro tipo de conductores de hombres, que usan
el poder de la masa para fines constructivos y para el progreso de sus
naciones, el demagogo conduce a las masas, inevitablemente, por caminos oscuros
hacia la destrucción.
Eso fue lo que hizo Hitler en la primera
mitad del siglo XX en Alemania, y lo que hizo Stalin en Rusia, Mao en China,
Pol Pot en Camboya, Fidel en Cuba, Chávez en Venezuela; por supuesto, cada uno
de esos nacionalismos tenía sus diferencias, sus características regionales e
históricas, sus muy particulares líderes y circunstancias; pero, a pesar de los
matices, había un trasfondo común para todos esos nacionalismos: una patria y
un proyecto.
En primer lugar, tenemos que admitir que el
nacionalismo representa la fuerza social más poderosa en muchos lugares del
mundo, y no es exclusivo de la derecha, la izquierda lo sufre con igual
intensidad y frecuencia; no importa la ideología cuando el nacionalismo
revuelve las pasiones más profundas de un pueblo, y como pasión que es, apela a
las más básicas y primitivas de las
pulsiones del ser humano, esas que atañen a la tribu, al grupo, al terruño, a
los ancestros… por ello no es de extrañar que muchos intelectuales y personas
preparadas se dejen arrastrar por esa marejada de patriotismo y supremacía,
consciente o inconscientemente se entregan a la fiebre de un líder y una
cultura, creen fervientemente en la superioridad de ideales y posibilidades del
grupo, en sus promesas de una mayor gloria y alcances, que están fuera de las
posibilidades de un individuo.
El nacionalismo necesita de una herida
abierta o una humillación, el resentimiento es clave para el surgimiento de
este movimiento, bien sea por un pasado colonial, una guerra perdida, una
ideología diferente, la envidia a una cultura superior inalcanzable, la riqueza
de los otros… Siempre hay una o varias razones que funcionan como espuelas en
los ijares del pueblo y que el líder utiliza para provocar ese reclamo
histórico, ese deber impostergable de hacer justicia; aquí surge el segundo
ingrediente, pegadito del resentimiento y el desprecio hacia los otros, y es la
creencia inculcada por el líder a las masas de un destino superior para su
pueblo, primero en la negativa a seguir patrones o copiar comportamientos ¿O es
que no somos tan buenos como ellos… quizás hasta mejores? Entonces empieza el proceso de transformar en
veneno todo lo que viene de “allá” para “acá”, comienza la descalificación del
otro, de su sistema de vida, de su cultura, todo con la intención de alimentar
el odio y definir el enemigo.
Berlin asume que se trata de un complejo de
inferioridad, sublimado en uno de superioridad, con el fin de justificar
agresiones, levantar muros, iniciar persecuciones, expulsar embajadores y
declarar la guerra. Para ello hay que enaltecer los valores autóctonos, se
devela un pasado glorioso, de grandes avances, con idearios insuperables y
dignos de seguir, algunos llegan a falsificar evidencias y modificar la
historia para construir una edad dorada que todo el mundo quisiera tener como
suya.
De aquí nace un perverso altruismo; el deber
de una nación de imponer a las otras su visión del mundo, sus costumbres, sus
glorias, se transforma en un acto de “caridad” al ayudar a los otros a surgir,
al civilizarlos en la verdad verdadera, esa es la misión que justifica el
dominio y el conflicto.
Berlin creía en una conciencia nacional,
saludable, armónica y necesaria para los pueblos; al llevarla al extremo, los
nacionalistas la convirtieron en una patología. Uno de sus más nocivos
catalizadores, nos señala, es la soberanía, que es cosa muy distinta a la
independencia nacional; la soberanía conduce a los grupos humanos en curso
directo hacia el conflicto y los enfrentamientos, es por ello que los
nacionalismos tienen en la soberanía su piedra angular, la idea de soberanía
sostiene todo el edificio del nacionalismo, la soberanía es y será, según
Berlin, el mayor obstáculo para una convivencia mundial.
(Este artículo se basó en una entrevista para
radio que le hizo Bryan Mcgee, en 1992, a Sir Isaiah Berlin). –
saulgodoy@gmail.com
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