miércoles, 18 de septiembre de 2013

SAÚL GODOY GÓMEZ, EL NACIONALISMO

Isaiah Berlin estaba conteste en que, dentro de las necesidades del ser humano, éste  requiere de  comida, saciar su sed, tener seguridad, un techo y, entre las muchas cosas que necesita, precisa “pertenecer”, ser parte de una sociedad, con un mismo lenguaje, estar con gente que comparta una misma cultura, que entre ellos se sienta a gusto, que cuando hablen, no haya que explicar muchas cosas, pues todos se entienden.

Pero si además se le da la promesa y la ilusión de que van a pertenecer a un grupo dominante, con poder, a un Estado Nación con un plan histórico, con un pasado glorioso y un futuro de triunfos, la oferta puede ser demasiado tentadora, sobre todo para gente ignara, incapacitada para decidir por ellos mismos cosas tan importantes como qué hacer con sus vidas; una propuesta de esta naturaleza les resuelve todas sus angustias, ya no tienen que pensar, todo viene preparado, las preguntas y las respuestas, qué hacer y cómo hacerlo, a dónde ir, con quién estar, qué decir… sólo hay que seguir al líder, obedecer y jamás cuestionarse las razones y las consecuencias de sus actos.
El nacionalismo necesita de las masas, mientras más necesitadas e ignorantes mejor, y, por supuesto, de un líder (tratar de hacer nacionalismo sin un líder es un absurdo, pero es imposible tratar de hacerlo con un extranjero). Entre los líderes, el demagogo es el más peligroso, ya que utiliza las ideas y la palabra sin importar sus consecuencias, y al contrario de otro tipo de conductores de hombres, que usan el poder de la masa para fines constructivos y para el progreso de sus naciones, el demagogo conduce a las masas, inevitablemente, por caminos oscuros hacia la destrucción.
Eso fue lo que hizo Hitler en la primera mitad del siglo XX en Alemania, y lo que hizo Stalin en Rusia, Mao en China, Pol Pot en Camboya, Fidel en Cuba, Chávez en Venezuela; por supuesto, cada uno de esos nacionalismos tenía sus diferencias, sus características regionales e históricas, sus muy particulares líderes y circunstancias; pero, a pesar de los matices, había un trasfondo común para todos esos nacionalismos: una patria y un proyecto.
En primer lugar, tenemos que admitir que el nacionalismo representa la fuerza social más poderosa en muchos lugares del mundo, y no es exclusivo de la derecha, la izquierda lo sufre con igual intensidad y frecuencia; no importa la ideología cuando el nacionalismo revuelve las pasiones más profundas de un pueblo, y como pasión que es, apela a las más básicas y primitivas  de las pulsiones del ser humano, esas que atañen a la tribu, al grupo, al terruño, a los ancestros… por ello no es de extrañar que muchos intelectuales y personas preparadas se dejen arrastrar por esa marejada de patriotismo y supremacía, consciente o inconscientemente se entregan a la fiebre de un líder y una cultura, creen fervientemente en la superioridad de ideales y posibilidades del grupo, en sus promesas de una mayor gloria y alcances, que están fuera de las posibilidades de un individuo.
El nacionalismo necesita de una herida abierta o una humillación, el resentimiento es clave para el surgimiento de este movimiento, bien sea por un pasado colonial, una guerra perdida, una ideología diferente, la envidia a una cultura superior inalcanzable, la riqueza de los otros… Siempre hay una o varias razones que funcionan como espuelas en los ijares del pueblo y que el líder utiliza para provocar ese reclamo histórico, ese deber impostergable de hacer justicia; aquí surge el segundo ingrediente, pegadito del resentimiento y el desprecio hacia los otros, y es la creencia inculcada por el líder a las masas de un destino superior para su pueblo, primero en la negativa a seguir patrones o copiar comportamientos ¿O es que no somos tan buenos como ellos… quizás hasta mejores?  Entonces empieza el proceso de transformar en veneno todo lo que viene de “allá” para “acá”, comienza la descalificación del otro, de su sistema de vida, de su cultura, todo con la intención de alimentar el odio y definir el enemigo.
Berlin asume que se trata de un complejo de inferioridad, sublimado en uno de superioridad, con el fin de justificar agresiones, levantar muros, iniciar persecuciones, expulsar embajadores y declarar la guerra. Para ello hay que enaltecer los valores autóctonos, se devela un pasado glorioso, de grandes avances, con idearios insuperables y dignos de seguir, algunos llegan a falsificar evidencias y modificar la historia para construir una edad dorada que todo el mundo quisiera tener como suya.
De aquí nace un perverso altruismo; el deber de una nación de imponer a las otras su visión del mundo, sus costumbres, sus glorias, se transforma en un acto de “caridad” al ayudar a los otros a surgir, al civilizarlos en la verdad verdadera, esa es la misión que justifica el dominio y el conflicto.
Berlin creía en una conciencia nacional, saludable, armónica y necesaria para los pueblos; al llevarla al extremo, los nacionalistas la convirtieron en una patología. Uno de sus más nocivos catalizadores, nos señala, es la soberanía, que es cosa muy distinta a la independencia nacional; la soberanía conduce a los grupos humanos en curso directo hacia el conflicto y los enfrentamientos, es por ello que los nacionalismos tienen en la soberanía su piedra angular, la idea de soberanía sostiene todo el edificio del nacionalismo, la soberanía es y será, según Berlin, el mayor obstáculo para una convivencia mundial.

(Este artículo se basó en una entrevista para radio que le hizo Bryan Mcgee, en 1992, a Sir Isaiah Berlin). – 

saulgodoy@gmail.com


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