El
arraigado deseo de poder en la naturaleza humana, conjugado con el avance de la
tecnología, acrecientan la tendencia a presumir que todo problema debería tener
solución, incluso en política. Me temo que se trata de una quimera. Hay
problemas sin solución y uno de ellos, me parece, es el que enfrenta a Israel y
los palestinos.
No
es mi propósito recapitular la historia del conflicto ni repasar los argumentos
que esgrimen ambos lados de la controversia. Voy a enfocarme sobre el presente
y comentar el nuevo esfuerzo de Washington para dar inicio, una vez más, a las
negociaciones para la creación de un Estado Palestino como salida a la pugna.
Tal
intento diplomático tiene lugar en momentos que ponen de manifiesto, con
prístina claridad, que en el Medio Oriente existen problemas de envergadura que
no tienen que ver con Israel y los palestinos, y cuya dinámica se extiende por
sus propias motivaciones. Me refiero, por ejemplo, a la guerra civil entre
sunitas y chiítas que ya ha producido alrededor de cien mil muertos y un millón
de refugiados en Siria, a las convulsiones revolucionarias que sacuden Egipto y
otros países árabes, y al programa nuclear iraní, cuyo impacto geopolítico va
bastante más allá de la presencia de Israel en la región.
Cuesta
entender el empeño de Washington por motorizar de nuevo unas negociaciones que
refuerzan la creencia, por lo demás completamente errada, según la cual el
conflicto entre Israel y los palestinos es el principal y casi único problema
que aqueja el Medio Oriente, y cuya “solución” prácticamente pondría fin a
todas las tensiones, revueltas y amenazas provenientes de esa parte del mundo.
De paso, con sus afanes, que a mi modo de ver son ilusorios, en perseguir el
espejismo de la “solución de dos Estados”, Washington se arriesga a sumar la
experiencia de otro fracaso y sus secuelas, pues la frustración de los
palestinos ante las promesas incumplidas bien podría generar renovadas y
costosas sublevaciones.
A
lo anterior se añade lo siguiente: En 1967, en una guerra que ganó limpia,
rápida y claramente sobre sus adversarios, Israel logró extender sus fronteras
hasta posiciones que reducen la extrema vulnerabilidad estratégica en que había
vivido desde su independencia en 1948. Fue precisamente tal situación
estratégica la que condujo en primer lugar al Egipto de Nasser y sus aliados, a
confiar en la factibilidad de destruir al Estado judío en una guerra corta y
decisiva.
Resulta
sencillamente insensato, además de inútil, pedirle a cualquier dirigente
responsable en Israel que retorne a su país a las fronteras de 1967, colocando
de nuevo al Estado judío a merced de sus enemigos jurados. En el caso hipotético
que, empujado a hacerlo por las presiones de Washington y de una no pocas veces
anti-semita Comunidad Europea, Israel admitiese a su lado la existencia de un
Estado Palestino, el mismo estaría sujeto a unas condiciones de severa
limitación de su soberanía, en particular a una estricta desmilitarización,
todo lo cual le vaciaría en buena medida de contenidos. No veo otra forma en la
cual tal Estado pueda ser aceptado por Israel.
De
modo que a fin de cuentas uno se pregunta qué explica el empeño de Washington
por dar vida a una especie de zombi, emprendiendo otra vez la ruta en
circunstancias especialmente desfavorables, y frente a un Medio Oriente en el
cual, si se le observa con objetividad, el conflicto entre Israel y los
palestinos no ocupa el lugar de otros tiempos. ¿Será acaso que John Kerry
también desea un Nobel de la Paz? No me sorprendería.
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