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El político y embajador panameño
Guillermo Cochez no se anda con chiquitas. Decidió jugarse su carrera a cuenta
de denunciar los atropellos, tropelías e iniquidades de un gobierno que sabe
espurio, de un régimen que sabe nefasto y de unos gobernantes que sabe
forajidos. Sabe lo que nadie ignora y conoce, como el resto de sus compañeros
diplomáticos que hacen vida en la OEA,
exactamente los mismos entresijos y antecedentes de una pandilla
camorrera que ofende el buen nombre de un país y el prestigio de un continente.
De los que él no tiene la menor responsabilidad.
Es en defensa de esa República,
haciendo honor de gratitud a la generosa acogida que los venezolanos le
brindaran en tiempos sombríos para el istmo, que actúa el bondadoso corazón de
este caballero de adarme, fueros y principios, como se les conoce cada día
menos en un continente agobiado por la corrupción, la estulticia y la
mediocridad.
Del Chile de mis tormentos ya he
escrito demasiado. Pero a la sombra de la honorabilidad de Willie Cochez no se
salva ningún país de la región. Insulza pasará a la historia de la infamia de
la diplomacia regional. No se hable de Brasil ni de Argentina, babosos de
castrismo. De México, muy lejos de sus antecedentes solidarios. De Colombia
mejor callar, que sus intereses limítrofes le afilan los colmillos y le
despiertan sórdidas apetencias.
No recuerdo otra época más sinuosa,
turbia y nefasta en la historia de las relaciones internacionales de América
Latina. La crisis global que afecta los principios de una civilización en
decadencia se ha cebado con la mezquindad de unos países que se enriquecen
materialmente para caer en las redes de la corrupción, el sórdido materialismo,
la carencia de valores y la más crasa miseria espiritual.
Carlos Rangel escribió en una de sus
más famosas obras que la historia de América Latina era la historia de un
fracaso. No le cambio una coma. Han pasado 30 años desde entonces, y el fracaso
asume caracteres apocalípticos. No hablemos de Venezuela, ni de un sátrapa al
servicio de una tiranía extranjera de dudosos orígenes.
2
Que a 100 días de un gobierno
desastroso, si bien no tan desastroso como los casi 5.000 días de engaños,
mentiras, farsas, trácalas, ruindades e inmundicias de su promotor y mecenas,
se considere que la escogencia de Maduro fue un error de Chávez, suena cuando
menos a ligereza.
En primer lugar, si a ver vamos, el
error no fue de Chávez, fue de los hermanitos Castro, a cuyo arbitrio el
agónico Hugo Chávez había entregado la suerte de Venezuela, las decisiones
sobre la poca y miserable vida que le restaba y la catastrófica herencia que
dejaría. Y para los Castro, no había en Venezuela otro infeliz a quién dejar a
cargo de la administración de la satrapía que a Maduro. De cuya absoluta carencia
de iniciativas, orgullo personal y patriotismo estaban sobradamente
convencidos. Sabían, y no se han equivocado, que la Venezuela bajo control de
Maduro y el ministro de defensa que ellos escogieran – la señora de la marina a
la que le entregaron la sub comandancia de las fuerzas que ellos controlan con
sus generales de más confianza – no se les iría de las manos.
¿O alguien cree que un par de
tiranos que han sido capaces de arruinar una de las más florecientes posesiones
hispanas dejadas por el retiro del Imperio, tendrían algún interés en poner al
frente de la satrapía a un ejecutivo exitoso, dotado y experto como para sacar
a flote a la primera potencia petrolífera de la región? Para los Castro, la
prosperidad y la fortuna son pecados capitalistas. La pobreza, incluso el
hambre, la miseria y la hambruna, son virtudes socialistas. Tan es así que han
insistido en que Chávez no les de más de lo estrictamente necesario para
mantener pobres a los pobres. Que en cuanto prosperan pretenden independizarse.
Salvo que pertenezcan a la corruptocracia.
De modo que controlando
absolutamente todas las instituciones del Estado, pero particularmente el
ministerio de guerra y represión, el ministerio electoral, la justicia del
horror y PDVSA, todo lo demás les sincuida. Ya le cortaron las ínfulas a
Cabello, cuyos latrocinios, robos, desfalcos, y cuentas corrientes tendrán a
muy buen recaudo; y tendrán controlado a Rafael Ramírez, con suficientes
pruebas documentales de sus saqueos, desviaciones hormonales y enriquecimiento
personal. De modo que Maduro es el hombre perfecto de un caudillo imperfecto.
Pues para los Castro, Chávez fue un
caudillo imperfecto. Se murió, y eso es prueba suficiente de que, como Lenin,
estaba condenado a caer en manos de un pobre infeliz, suficientemente inescrupuloso,
cobarde y analfabeta como el que le impusieron a Chávez.
Saben los Castro que el país está
al borde del estallido. Que Cabello tiene pretensiones desmedidas y sus
ambiciones podrían incluso llevarlo a declarar la Independencia. Que a la
oposición hay que conformarla con elecciones a granel, represión entibiada y
una mascarada de normalidad legal y apacible. Y seguir cociéndola a fuego
lento. Para todos esos propósitos, Maduro era el cocinero perfecto: romo,
mediocre, arrastrado, sapo, incapaz de jugar un juego político propio. Va
cuando lo llaman, escucha en silencio, no amenaza a nadie, sigue ciegamente la
línea que se le imponer y es lo que en criollo se llama “el jalabolas
perfecto”.
¿Error
de Chávez? Yo te aviso, Chirulí.
Antonio
Sánchez García
@sangarccs
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