El odio es una pasión fácil, sobre la cual
Karl Kraus observa con agudeza que “tendría que volver a la gente productiva;
de lo contrario, más le valdría amar”.
No es exactamente el reverso del amor, pues
es correspondido con mucha mayor frecuencia que su contraparte lúdica y suele
ser más perdurable. El odio es la pasión predilecta en el Olimpo, en los
palacios y en las telenovelas, más aún que el amor.
Las fantasías del más allá
son, por lo general, encarnaciones del odio. No hay extraterrestre bueno ni
marciano bienintencionado. Tampoco hay infiel, o sea miembro de otra religión,
que para el fanático de la propia no merezca ser odiado. Igualmente existen
creyentes que, por no odiar a nadie, se odian a sí mismos. Vienen a la mente
los santos de cualquier signo, gente con la que es mejor no mezclarse. Las
religiones que dejan de odiar se debilitan y lo digo pese a que algunos
creyentes me odiarán por decirlo.
La gente está convencida de que quien la odia
es siempre inferior, pero de ser así el mundo estaría repleto de genios. No, el
odio es ubicuo: se odian los sabios, los poetas, los Nobel de Literatura, los
abogados de gran bufete y los barrenderos, y a veces por las mismas razones.
Aparte de su abundancia, el odio tiene otro sesgo democrático: lo corriente es
que los iguales odien a los iguales, así haya bastantes celebridades o
potentados a los cuales es imposible no odiar.
El odio es la gran pasión de los excéntricos
y de los solitarios, como Poe y Fernando Vallejo. Su lógica es: los odio (¿me
odian?), luego no me mezclo con ellos. Y ojo que en esta categoría el amor tiene
un alto potencial destructivo, por cuanto un excéntrico idolatrado se tambalea
con facilidad.
Decía Alphonse Daudet que “el odio es la
cólera de los débiles”, pero la frase no se sostiene pues la pasión abunda
todavía más entre los poderosos. Ser poderoso, muchas veces, se asume como la
autoexpedición de una patente de corso para odiar. El poderoso odia no sólo
porque hacerlo no lo perjudica, sino porque le da réditos y alimenta el lado
perverso de su egolatría.
Capítulo aparte es el de la política, actividad que con endiablada frecuencia es propulsada por el odio. El caudillo no sólo odia a sus adversarios —a todos en últimas los considera enemigos jurados–, sino que invita a sus seguidores a imitarlo y se vanagloria de ello. Claro, como en la profesión abunda el cinismo, se ve mucho que un odio político desaparezca por conveniencia o por el surgimiento de otro superior. El odio político es esa rara vertiente del fenómeno que suele tener un propósito.
El odio no siempre es destructivo. Grandes
obras han sido alimentadas, aunque no dominadas, por el odio. Pienso, por
ejemplo, en la Divina comedia de Dante; Dostoievski igualmente destiló esta
pasión básica y cruda convirtiéndola en una escritura sublime, según se ve en
Recuerdos de la casa de los muertos. En cambio, los odios genéricos sí son
destructivos, pues a diferencia del odio individual, uno colectivo puede
conducir, digamos, a la guerra.
Es difícil que el odio deje de ser visceral,
o sea, que deje de implicar el deseo de aniquilar a la contraparte. Sin
embargo, si queremos convivir y progresar tenemos que aprender a odiar de una
manera más simbólica y abstracta, menos física. Dicho de otro modo, nadie nos
pide que dejemos odiar, tarea imposible, sino que dejemos de matarnos por odio,
algo muy distinto.
andreshoyos@elmalpensante.com
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