La desidia, la corrupción y el autoritarismo han sido
castigados desde hace ochenta años
El país avanza hacia el 7 de octubre impulsado por vientos de
cambio. Henrique Capriles ha resultado un extraordinario candidato, no solo
porque parece incombustible, sino porque ha elaborado un discurso sencillo y
directo que le llega a la gente más necesitada. No pierde tiempo en discusiones
inútiles. No se debate entre capitalismo y socialismo, o entre Estado comunal y
democracia representativa "burguesa". Se plantea retos más terrenales:
¿cómo lograr que los millones de compatriotas hundidos en la miseria salgan de
ella y disfruten del bienestar que la ciencia, la tecnología y las políticas
incluyentes permiten? Tampoco se propone salvar al planeta Tierra de los
horrores de la contaminación y la guerra, sino rescatar al campesino de Cojedes
y Mérida, al obrero de Guayana, a la madre jefa de hogar y al desempleado
caraqueño, del foso en donde los sumergió el chavismo.
Estos aires renovadores no deberían sorprendernos. A partir
de la muerte de Juan V. Gómez en 1935, el país vive grandes transformaciones.
Pocos años después de la ausencia del tirano encontramos una sociedad civil
bien tramada, capaz de exigirle e imponerle condiciones al todopoderoso Estado
construido por el déspota. Surgen los partidos políticos, los sindicatos, los
gremios y asociaciones de profesionales y empresarios. Nace la democracia. El
sectarismo y la hegemonía conducen el experimento democrático al naufragio. La
nación gira hacia la derecha militarista y desarrollista encarnada por la logia
liderada por Marcos Pérez Jiménez. En 1948 el pueblo no sale a defender las
conquistas alcanzadas por la naciente democracia. La sociedad se siente
defraudada por la arrogancia de los nuevos gobernantes y no se ve obligada a
defender el gobierno constituido con el voto popular nueve meses antes.
Diez años más tarde, los venezolanos le pierden el miedo a la
temible dictadura de Pérez Jiménez y obligan a las Fuerzas Armadas a deponer a
un gobernante que en pocos años había logrado modificar el perfil del país,
conduciendo el tránsito de Venezuela desde una sociedad rural a una sociedad
urbana. Con la caída del caudillo tachirense, resurge la democracia
representativa. Comienza el ciclo que llevará, quince años más tarde, al
surgimiento del bipartidismo. A partir de 1973, AD y Copei se convierten en los
grandes protagonistas del escenario político. Durante dos décadas copan la
escena, pero incurren en el pecado señalado por Galbraith: se duermen en los
laureles y se vuelven incapaces de renovarse.
La mineralización de los dos grandes partidos es castigada
por los venezolanos, aunque de forma extraña, paradójica. En 1993 optan por un
viejo líder, fundador de la democracia, anacrónico, ajeno a las reformas que se
producían en el mundo después de la caída del muro de Berlín y el colapso de la
Unión Soviética. El país gira. Busca el cambio, aunque de manera errática. Se
decanta por una fórmula equivocada que no encarna el futuro, sino un pasado
conservador y retrógrado.
En 1998, desencantado de AD y Copei, y frustrado por el
fracaso que había significado el segundo gobierno de Rafael Caldera, decide
cortar por lo sano. Apuesta por un teniente coronel golpista que no se andaba
por las ramas: ofrecía refundar la República a través de una constituyente. La
nueva Constitución aseguraría la independencia del Poder Judicial, acabaría con
las tribus judiciales, castigaría la corrupción y adecentaría al Estado y a la
nación en todos los planos. Erradicaría la pobreza y promovería el desarrollo
equilibrado y sostenido. Mejoraría la calidad de vida de todos los venezolanos
sin exclusión de ninguna clase. El país sería un ejemplo de paz, progreso y
bienestar. Los más necesitados serían redimidos.
Después de catorce años en el poder, el
"refundador" de la República ha resultado un fiasco. Comparado,
incluso, con los autócratas que le anteceden, sale perdiendo. Gómez deja un
país estabilizado. Aquel se erige como el único garante de la paz. Pérez
Jiménez siembra el territorio nacional de autopistas, carreteras, puertos y
aeropuertos, silos, represas, salinas, estadios. Este nos deja el puente de
Cúpira, carreteras y autopistas intransitables, y una nación en la ruina
material y moral.
La desidia, la corrupción y el autoritarismo han sido
castigados desde hace ochenta años. Los venezolanos parecen conformistas, pero
no lo son, solo poseen un estilo particular de cobrar las facturas vencidas.
El 7-O comenzará un nuevo ciclo de cambios.
trino.marquez@gmail.com
@cedice
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