"No soy Allende, me voy a mi casa", declaró el destituido Fernando Lugo culminado el juicio express en su contra, y tranquilamente se retiró a su hogar mientras asumía el mando el vicepresidente, Federico Franco.
¿Ha sido esto un Golpe, como claman las cleptocracias de Kirchner, Morales, Corra y del agónico Chávez?
No, no lo ha sido. Primero, acá no hubo cambio de régimen. Nadie ha sacado un gobierno para nombrar otro, sino que sólo se ha removido de su cargo a un Presidente acusado de negligencia. Es legítimo que un país acuse a un mandatario de no ceñirse a la ley o de incumplir sus obligaciones, y que proceda a acusarlo constitucionalmente, enjuiciarlo y expulsarlo.
En segundo lugar, cabe reconocer que el juicio político en su contra no fue prolijo, y deja mucho que desear. No obstante, la institucionalidad paraguaya es débil, por lo que difícilmente podemos ponerlos quisquillosos ante los tecnicismos legales. En general, no fue un proceso arbitrario, eso sí podemos atestiguar.
Atenerse a las consecuencias
Un aspecto que no podemos soslayar es el de la responsabilidad del electorado en una democracia. Cuando un pueblo vota en comicios, hace una elección, nomina a sus mandatarios, y esta decisión —errónea o sensata— debe respetarse hasta las últimas consecuencias. Si la gente se equivoca, debe sufrir las consecuencias de sus propios errores.
Votar por el "Obispo de los pobres" fue desde siempre una idea completamente estúpida. Los paraguayos, por lo tanto, debieron joderse y aguantar hasta el final el mandato de Lugo, y hacerse cargo de su propia imbecilidad de elegir a un cura promiscuo y populista. No vale esto de arrepentirse a medio camino. Acá rige la doctrina caveat emptor. Y en Paraguay, en principio parecería injusto que las instituciones del país ahora trataran de corregir el error del electorado.
No obstante lo anterior, el Presidente de una república debe ante todo respetar la ley, y si deja de cumplirla, más allá de lo bueno o malo de su gestión, debe ser apartado de su cargo. Lugo evidentemente falló en mantener el mando del país, lo que fue patente con la matanza que colmó la paciencia de su propia coalición de gobierno y que fue la gota que rebosó el vaso.
En Paraguay han dado un ejemplo a Chile. Nadie duda que la gestión de Salvador Allende fue pésima, pero lo terrible es que sus errores siempre contaron con la complicidad de la derecha. El punto de no retorno del Golpe Militar lo marcó la usurpación vergonzosa del cobre, que fue votada en el Congreso y aprobada por unanimidad. Después, cuando la situación se volvió insostenible, nunca hubo una acusación constitucional contra Allende. Sólo el polemista ultraconservador de Hermógenes Pérez de Arce sostiene aquello, tratando de hacer creer que una mera declaración de los diputados en 1973 tiene el peso de una acusación constitucional. Nunca hubo tal cosa.
En Chile se removió a Allende de forma cobarde y sangrienta, por parte de la derecha golpista, la misma que hundió al país luego de destruir la economía nacional con el robo descarado del cobre. Paraguay, un país modesto con una institucionalidad enclenque, demostró así todo estar a la altura de las circunstancias. Apenas unas pocas protestas, disuadidas con gas lacrimógeno, fueron registradas. No pasó más que eso.
Es de esperar que ahora los paraguayos, en las próximas elecciones, decidan un poquito mejor. Por nuestra parte, recomendamos encarecidamente al Presidente Piñera que el Gobierno de Chile pronto reconozca a Franco en su calidad de primer mandatario de Paraguay.
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