François
Hollande no es el candidato del “cambio”. Ni él ni su partido tienen la
intención de hacer verdaderas reformas. El socialismo francés es una fuerza
inmovilista, reaccionaria, defensora del statu quo y de los privilegios de
ciertas categorías sociales. Esa es su
vocación. El socialista François Mitterrand
congeló el Hexágono en muchos ámbitos y luego de él el PS impidió que el
presidente Jacques Chirac, de derecha, realizara las reformas aplazadas. Por eso le tocó a Nicolas Sarkozy, desde
2007, iniciar una enérgica acción en favor de los cambios pues Francia, en esos
26 años de parálisis, se había quedado
atrás respecto de los países más avanzados de Europa.
Durante
los cinco años de la presidencia de Nicolas Sarkozy, el PS y François Hollande,
por cobardía y cinismo, y sobre todo por su falso “progresismo”, se opusieron a
las reformas que la mayoría parlamentaria y el gobierno impulsaban, y hasta
sacaron sus huestes para tratar de que tales reformas fueran abandonadas ante
la intimidación de la calle. Todo eso fue inútil. Gracias a la firmeza de
Sarkozy y al apoyo de la opinión pública, las reformas salieron adelante. La
izquierda y sus variantes extremistas nunca le perdonaron eso a Sarkozy: cada
día de ese periodo movilizaron su gente,
su prensa y sus aparatos contra él. Pero las reformas continuaron.
La
tantas veces aplazada reforma de las pensiones de jubilación fue aprobada a
pesar de las numerosas manifestaciones y huelgas contra eso, y ello evitó que ese sistema colapsara. Lo
mismo ocurrió con la reforma de las universidades (el 90% de éstas adquirieron
así su autonomía, lo que mejora sus
dotaciones, sus planes de formación e investigación y su relación con el mundo empresarial). Gracias a la
reforma de la justicia se mejoró la seguridad de la gente: ahora se protege más
a las víctimas que a los culpables. La reforma sobre el servicio mínimo en los
transportes y en la educación nacional evita que el país sea paralizado y que
los usuarios sean convertidos en rehenes de los sindicatos. La revalorización
de las horas extras mejoró el ingreso de
los trabajadores y desbarató el sistema absurdo de una semana de sólo 35 horas
que nadie aplica en el mundo
desarrollado y que golpeó tanto la competitividad de las empresas francesas. La
eliminación del impuesto a la sucesión favorece la transmisión del patrimonio a
los hijos. La prohibición del uso de la burqa en los espacios públicos puso
coto a esa iniquidad islamista y relanzó la discusión sobre el respeto del
laicismo republicano. El aumento de los
subsidios a los minusválidos y a los ancianos,
y el plan de investigación científica contra el cáncer y la enfermedad
de Alzheimer, no contaron con el apoyo
de la izquierda.
Estas
solo fueron unas de las muchas reformas pues Sarkozy puso en movimiento, en
realidad, 931 iniciativas.
¿Qué
tipo de “cambio” puede encarnar Hollande con tales antecedentes? Cuando él
habla de “cambio” se cuida de decir para dónde quiere ir. ¿Un líder como él que
proclama que su enemigo es el capital
financiero puede trabajar por la reforma
del sistema financiero internacional? El
escamoteo de Hollande frente a los puntos cruciales de la reforma que requiere
Francia y Europa duró hasta la primera vuelta. Su campaña para la segunda sigue
en el mismo tono. El teme debatir estas
cosas con Sarkozy en la televisión y en la radio. Hollande, quien no tiene ni
el carisma ni la experiencia necesaria,
trata de evitar que se vea su
maniobra: un regreso al arcaico modelo socialista, el único que él conoce, que
precipitó la crisis en Grecia, en España (con Zapatero), en Holanda, en Portugal y en Reino Unido,
entre otros. ¿Un hombre con tales limitaciones cómo podría bregar con la crisis
que sigue sacudiendo a Francia y como podría trabajar por la buena reforma de
la Unión Europea y de la mundialización?
Es
pues evidente que la victoria de François Hollande no es ni segura, ni
indiscutible. Los caciques socialistas más lúcidos están preocupados.
Hollande
pidió al PS, a la extrema izquierda y a los Verdes, votar por él el 22 de abril para poner su
candidatura “lo más alto posible”. Hollande soñó un momento con ser elegido en
la primera vuelta. El PS llegó a creer que la candidatura de Sarkozy se
derrumbaría a último minuto. Los ataques del PS y de los otros nueve
candidatos, de los medios de información y de los institutos de encuestas,
buscaban eso. Todos fracasaron. Sarkozy pasó a la segunda vuelta en buenas
condiciones: entre él y Hollande la
diferencia es sólo de un punto y medio. Este es el evento más importante de la
primera vuelta. A pesar de que Sarkozy se encuentra al final de cinco años de
un gobierno sacudido desde 2008 por la triple crisis mundial, él pasó la prueba de la primera vuelta.
Es
más, la mayoría del electorado votó contra los socialistas y sus aliados
extremistas de izquierda.
Ridiculizados
por los resultados de la primera vuelta, los “especialistas” de los medios
siguen haciendo cálculos “objetivistas” y adiciones aritméticas. Ellos se
consuelan con un vago “bloque mayoritario de izquierdas”, ignorando que la
dinámica verdadera de la segunda vuelta se mueve hacia la derecha. Todo
dependerá de las propuestas que hará Sarkozy a los centristas y al electorado
de Marine Le Pen. El candidato de la UMP dijo que no hará pactos con ella, y
que no habrá ministros de ese partido, y se rehúsa a insultar a los electores
de esa formación. “Yo debo escucharlos, entenderlos y no hacer el gesto, que
hacen los socialistas, de taparse la nariz”.
En
la primera vuelta, muchos electores de izquierda rechazaron a los candidatos
más agresivos de su propio campo, como Mélenchon, quien obtuvo únicamente 11%
de los votos, cuando los “especialistas”
predecían que él se convertiría en la tercera o incluso en la segunda fuerza
política del país. Mélenchon hace frente con los comunistas y es un admirador
de Hugo Chávez.
Hollande
es, pues, un candidato frágil. Los socialistas más lúcidos lo saben. El
verdadero candidato de ellos era otro personaje, Dominique Strauss-Kahn, el ex
director del FMI, que está retirado por el momento de la vida política por sus
líos con la justicia de Estados Unidos y de Francia.
Hollande
trata de imponerse como el candidato “del cambio”, pero esa posición es
insostenible. El es, más bien, el hombre
“del pasado y del pasivo”, el candidato de la involución, de un regreso al
pasado, al viejo modelo en el que los sindicatos y los grupos de presión mandan
y no los representantes elegidos del pueblo. El es el candidato del sistema de
vivir al debe. ¿Qué se puede pensar cuando él anuncia que si es presidente contratará 60 000 nuevos enseñantes? ¿Con qué
dinero? Con el de los impuestos, los cuales tendrán que subir de manera
dramática. Nadie en Europa está tomando medidas así de irresponsables.
¿Qué
otras cosas oculta esa candidatura?
Los
Verdes han negociado con el PS un acuerdo: un gobierno de Hollande deberá
desmantelar las centrales eléctricas
nucleares, lo que hará de Francia un país cada vez más dependiente del gas ruso y del petróleo de los países
árabes.
Otro
detalle alarmante: 700 mezquitas en Francia están ordenando a los musulmanes
votar por Hollande. Como éste promete dar a los extranjeros el derecho a votar
en las elecciones, esa gente presiente que un gobierno así facilitará el
comunitarismo y la imposición a la sociedad francesa ciertas leyes de la
charia: velo islámico y separación de mujeres y hombres en los hospitales, en
la educación, en las piscinas, entre otras cosas.
Ese
llamado de las 700 mezquitas no es una invención de la derecha: fue
denunciado por Marianne, un semanario
parisino de izquierda, furiosamente anti Sarkozy.
Un
triunfo de François Hollande en Francia tendría repercusiones negativas para
Colombia y América Latina. El bloque que apoyaría ese gobierno estaría
integrado por partidos que han apoyado siempre a los regímenes de Fidel Castro,
Hugo Chávez, Evo Morales, Cristina Kirchner, Daniel Ortega y Rafael
Correa, países donde la democracia está
en ruinas. Son los mismos que quieren robarle a Colombia el archipiélago de San
Andrés y providencia, en el Mar Caribe.
Los mismos que expropian ilegalmente empresas, como hace Chávez hace
años en Venezuela y como está haciendo
Kirchner en Argentina con la firma española Repsol. Ese bloque trabaja por la salida de Colombia del mundo
libre y su integración al aparato del Alba. Se esfuerza también por destruir el
panamericanismo y, sobre todo, por conseguir el auge militar y político de las
Farc.
Lo
que se juega el 6 de mayo es, pues, crucial para Francia, para Europa y para
América Latina.
Fuente:
HACER
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