De Leonardo a Maquiavelo.
No debe extrañarnos que Leonardo Da Vinci y Maquiavelo hayan sido italianos. Cada uno encarna de manera relevante ciertos rasgos de este pueblo singular. Leonardo representa la creatividad, el cultivo de la belleza y la minuciosa laboriosidad en las tareas que se impuso. Maquiavelo --y me refiero exclusivamente al Maquiavelo de El Príncipe--, asume el individualismo cínico combinado con el mesianismo político. No olvidemos que el último capítulo de El Príncipe constituye un emotivo alegato a favor de la unidad de Italia, y expresa una inocultable esperanza en la aparición de un líder, un jefe, un legítimo condottiere, que expulse a los invasores extranjeros e integre a las diversas regiones y ciudades italianas en una sola nación.
Los observadores atentos de la actual realidad italiana, y aún los visitantes que vienen al país ocasionalmente y prestan cierta atención a lo que ocurre más allá de los sitios turísticos, se sorprenden ante el evidente contraste entre, de un lado, la extraordinaria creatividad y gusto por la vida de los italianos, y del otro el cinismo que caracteriza la vida pública y corroe a los gobiernos. Este es un hecho clave de Italia: la contradicción entre una sociedad con una base industrial y agrícola extraordinarias, capaz de innovar en el campo del arte y de la técnica, heredera de una maravillosa tradición de creatividad estética y depositaria de una parte fundamental de la herencia cultural de Occidente; una sociedad, por otra parte, que es no obstante conducida por una verdadera casta política, ineficiente y corrupta, que se sirve a sí misma, se auto-reproduce, casi no cambia y escenifica un permanente teatro inmóvil, pues sus decisiones se desvanecen, sus proyectos se diluyen, sus palabras vuelan con el viento y sus propósitos de enmienda son tan reiterados como efímeros.
Nada de lo mencionado es nuevo, y no perdamos de vista que Italia, como nación unida e independiente, apenas cumplió hace poco 150 años de existencia. Es decir, menos tiempo aún que, por ejemplo, Venezuela, que llega a doscientos años de vida como país unido y autónomo.
Históricamente Italia es vieja; políticamente es joven, y la clase dirigente que ha conducido sus destinos desde mediados del siglo XIX hasta el presente ofrece un palpable y doloroso contraste, por sus evidentes fallas y errores, con la sociedad civil en general y sus empeños creativos. Los desastres de la Primera y Segunda Guerras Mundiales, el ascenso del fascismo, y el colapso brutal y patético de la República de partidos que de hecho abrió las puertas a Berlusconi, constituyen un catálogo ilustrativo de la persistencia de un liderazgo deficiente, que ha degradado el servicio público y sembrado por doquier el cinismo hacia la política.
La clase dirigente italiana, en particular la casta política que se enquistó luego del fin de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, lleva sobre sus hombros el peso principal de la responsabilidad por el estado de postración nacional en que están desembocando este pueblo y este país en tantos sentidos admirables. Ahora bien, la sociedad civil en general no puede desembarazarse de su propia cuota de responsabilidad por lo ocurrido: la escasa participación política, el individualismo estéril hacia lo público y las divisiones históricas entre regiones, han contribuido a generar una especie de círculo vicioso de la decadencia: mientras más tropelías comete la casta política más cunde el desaliento en la sociedad.
Los orígenes de Berlusconi.
La llamada “centro-izquierda” italiana de nuestros días, que es una especie de minestrone que incluye a buena parte de los ex-partidos comunista, socialista y demócrata-cristiano, se atribuye la dimisión y salida de Berlusconi del gobierno, acaecidas hace pocos días. La verdad, no obstante, es muy distinta. Para empezar, cabe traer a la memoria que fue el colapso de dichos partidos, hundidos en un foso de dificultades económicas, incompetencia, corrupción, conspiraciones mafiosas y absoluto desprestigio, lo que originó el vacío político que durante diecisiete años, en el poder o fuera del mismo, ha ocupado Silvio Berlusconi, un condottiere de show televisivo con el perfil que reclama una sociedad a la vez opulenta y atemorizada. Y es que para entender a Berlusconi y su lugar en la Italia de estos tiempos debemos comprender a los italianos. Italia no siempre fue rica y opulenta. El “milagro económico” de los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, que sentó las bases de lo que vemos hoy, es percibido por muchos italianos como una etapa idílica pero a la vez frágil. Ciertamente, las generaciones jóvenes ni se preocupan sobre los orígenes de su bienestar, pero los más viejos saben que las bondades de la vida son precarias, que hay que luchar por su sobrevivencia, y que el pasado no está enterrado definitivamente.
Berlusconi le ofreció a Italia tres cosas: optimismo, distracción y evasión. No pertenecía originalmente a la casta política pero al final devino en otro más del grupo, a su manera. Cabe no obstante comparar las apariciones de Il Cavaliere y su discurso público con los de personajes tan sombríos y siniestros como Romano Prodi (demócrata-cristiano), Bersani (excomunista y ahora jefe del denominado –con ironía no intencional-- “Partido Democrático”), o Di Pietro (ex-socialcristiano), para captar cuál ha sido la “magia” de Silvio. Lo cierto es que Berlusconi ha durado tanto porque la oposición italiana no sirve, no tiene ideas ni proyectos alternativos, no ha logrado en diecisiete años producir un programa capaz de suscitar el interés y la adhesión de la mayoría, y es además profundamente melancólica y tediosa. La “centro-izquierda” no sacó a Berlusconi: lo sacaron los mercados financieros, Merkel y Sarkozy, además de sus propios errores; pero el hecho de que Berlusconi haya sido electo varias veces por una mayoría de los italianos, y que su salida del poder no haya tenido lugar mediante una nueva elección, debería encender las alarmas sobre lo que podría pasar en Italia en un futuro no lejano.
No pocas de las críticas que hacen la prensa inglesa, francesa y española con respecto a Berlusconi, pecan de condescendencia y de miopía. Berlusconi es ciertamente un showman, que haría mucho menos daño si se dedicase a animar los programas burlescos de sus canales de TV, programas repletos de vulgaridad, de bellas jóvenes con escasa ropa encima, de gritos y humillaciones. No obstante, Berlusconi ha expresado a través de su teatralidad sarcástica un aspecto central de una sociedad que teme por su futuro y a la vez ansía aferrarse a una esperanza. Al final de diecisiete años, por desgracia, lo que queda en muchos es un sabor amargo, pues el teatro inmóvil prosiguió durante ese tiempo, la derecha y la izquierda continuaron su representación llena de frases huecas y objetivos etéreos, en tanto que el electorado italiano, sumido en una opulencia que día a día disminuye y en una frivolidad que se desgasta, caminaba junto con la casta al lugar en que ahora se encuentran: puestos de rodillas por el peso de deudas contraídas con tanta irresponsabilidad como jolgorio.
El golpe de los banqueros.
Aunque no sea grato decirlo, la dura verdad es que el electorado italiano ha tolerado la casta en la medida que esta última le ha posibilitado vivir bien. La excepción a esa tolerancia cómplice se presentó hace casi dos décadas, con el estrepitoso derrumbe de la República de partidos en medio del fango del crimen y la corrupción. Aquél fue un momento estelar de la vida pública de la postguerra italiana; surgió el movimiento de opinión mani puliti o “manos limpias”, y el colapso de los partidos tradicionales, de derecha, centro e izquierda, pareció anunciar una etapa diferente para el sistema político del país.
Silvio Berlusconi emergió como una opción frente al vacío que dejaron los viejos partidos y sus desacreditados dirigentes. Como vimos, Berlusconi dio continuidad al teatro del inmovilismo, pero en distintas condiciones económicas. El ingreso a la zona Euro a partir de 1999 generó en Italia iguales resultados que en países como Grecia, Irlanda, España y Portugal. Con bajas tasas de interés y una moneda única valorada al nivel del marco alemán, el endeudamiento se acentuó y los costos de producción se multiplicaron. En 1999, una hora de trabajo en Italia o España era entre 15 y 20% más barata que en Alemania. Berlín usó la moneda única para potenciar sus exportaciones y reducir sus costos de producción, en tanto que los países mediterráneos igualaban sus salarios y niveles de vida con el promedio de Alemania y otras naciones del “centro” de la zona Euro. El resultado de todo ello es que ¡ya en 2010 una hora de trabajo en países como Italia y España costaba 15 a 20% más que en Alemania! Tales cambios y desniveles convirtieron a Italia, con sus elevados costos de producción, su inflexible mercado laboral y su política patológica, en un país que importa cada vez más y depende de los préstamos para pagar no poco de lo que consume.
Llegó la hora de la austeridad, la contracción y las penurias para buena parte de Europa. El cada día más evidente desastre del Euro --un proyecto mal concebido desde su propio inicio y sometido a la desmesura de las élites franco-alemanas y la tecnocracia europeísta en Bruselas--, ha suscitado un terremoto en los mercados financieros, con hondas repercusiones políticas. En Grecia y en Italia ya han caídos dos gobiernos electos democráticamente, sin que mediasen nuevas elecciones en el proceso de su salida del poder. El nuevo Primer Ministro griego fue en su momento empleado del Federal Reserve de Boston y también Vice-Presidente del Banco Central Europeo. De modo que los políticos de Europa están siendo sustituidos por banqueros.
En Italia, una amplia coalición y un intenso movimiento de opinión se aliaron para sacar del poder a Berlusconi, y la centro-izquierda se regocija pues logró su objetivo de despedir a Il Cavaliere y al mismo tiempo dar cabida a un “gobierno técnico”, que presuntamente cumplirá la labor del sheriff en el salvaje oeste estadounidense, poniendo orden pero sin que la oposición pague los costos políticos de la severa crisis interna que se avecina. Considero que tales cálculos son simplistas y temerarios y pronto se verán superados por la realidad de una sociedad en rebelión. Puedo desde luego equivocarme, pero un “gobierno técnico” me resulta una contradicción en sus propios términos. La tecnocracia no es sustituto para la política, y lo que queda demostrado con todo esto es que la oposición italiana no sirve, no tiene siquiera el coraje de asumir las consecuencias de sus actos y pagar los costos, además de explorar las oportunidades de decir a los italianos la verdad: llegó la hora de apretarse los cinturones y el ajuste será muchísimo más duro y prolongado de lo que imaginan.
La legitimidad democrática ha sufrido serios reveses en Europa estas pasadas semanas, sujeta a las presiones de los mercados así como de los verdaderos amos del patio: Alemania y Francia, a los que se suma el Fondo Monetario Internacional. Tales eventos no pasarán bajo la mesa y acarrearán severas turbulencias. La política, parafraseando a Clemenceauemplead, es demasiado importante para dejarla en manos de los tecnócratas, y en cuestión de semanas o pocos meses se reimpondrá la dinámica de sociedades que aún no alcanzan a medir en toda su dimensión lo que se les viene encima, pero que una vez lo experimenten reaccionarán, como es natural, mediante tomas de posición política y no a través de discusiones meramente técnicas. En tal sentido, considero un serio error suponer que Berlusconi es un cadáver. Si bien en este instante lo parece, no hay que perder de vista que no salió mediante elecciones, que conserva numerosos recursos mediáticos para seguir en la pelea, que no ha aparecido un líder alternativo de la centro-derecha italiana, y que más adelante, cuando el pueblo de Italia perciba en sus bolsillos el cataclismo de nuevos impuestos, menores salarios, menos vacaciones, más horas de trabajo y más tardías jubilaciones que le espera, el terreno de la demagogia estará fértil para un diestro y astuto demagogo. No dudo que Il Cavaliere –a menos que la salud o la prisión se lo impidan—se prepara para el retorno.
Y si no es él, entonces vendrá otro condottiere, el hombre salvador, el líder, el Duce al que con frecuencia se aferran sociedades frustradas y desorientadas; pues sin un consenso democrático labrado mediante la convicción y la persuasión –tareas que nadie está dispuesto a llevar a cabo en Italia por los momentos--, la austeridad que viene será profundamente resentida por un electorado apegado a su todavía robusto nivel de vida, que resiente lo que considera el maltrato de los mercados, y que puede ser presa fácil de una cruzada nacionalista en contra de la Europa franco-germana y el crecientemente aborrecido Euro.
Piacenza, Italia, Noviembre 2011
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