De modo que, en la más grande amputación que se ha refrendado del territorio venezolano en toda su historia, tiene mucho que ver el pago del gobierno cubano y sus líderes al respaldo que siempre le brindaron los países del CARICOM, factura que ha recibido Chávez como parte de su herencia para seguir honrándola, y que los beneficiarios agradecen apoyándolo en la OEA, la ONU, y en cuanta instancia regional e internacional sea necesario derrotar mediante votos a quienes denuncian sus tropelías, sus atropellos a la Constitución , su empeño en desestabilizar la democracia dentro y fuera de las fronteras venezolanas, ofreciendo, incluso, el territorio nacional como cabeza de puente para los estados forajidos de Europa oriental o el Medio Oriente que quieran construir bases para enriquecer otra herencia que recibió Chávez de Castro: su odio contra los Estados Unidos.
Antes de que Chávez llegará a la presidencia de la República hace aproximadamente 13 años, la hipótesis fundamental de guerra de las Fuerzas Armadas Nacionales era con vecinos agresivos, golosos y dolosos que en el curso de nuestros casi 2 siglos de historia republicana habían hecho esguace con una tercera parte del territorio original del país.
Herida que era también centro de la unidad nacional y de la necesidad de que tanto las FAN, como sus cuerpos auxiliares, tuvieran siempre el apresto operativo indispensable para defender y recuperar lo que en razón de títulos inobjetables nos correspondía para terminar de estructurar la idea que ceñía la comprensión de “Venezuela y de los venezolanos”,
Creo que con un poco de esfuerzo los venezolanos de más de 20 años podrían recordar la agitación periódica que tomaba calles y cuarteles cada vez que alguien dentro o fuera del mapa físico nacional desafiaba este que podía tomarse como uno de nuestros mitos fundacionales, así como los eventos, movilizaciones, seminarios, mitines, conferencias, declaraciones, controversias, gestos, y de todo cuanto pudiera contribuir a fortalecer la decisión de: “Ni un milímetro más de tierra venezolana para los extranjeros”.
Y en este contexto, sin duda que los temas más persistentes, crecientes y convincentes eran la defensa del Golfo de Venezuela cuyas aguas territoriales no habían sido (ni lo son aun) delimitadas con Colombia, y la reclamación de unos 159.500 kilómetros que según pruebas hasta reconocidas por los autores del despojo, le habían sido arrebatadas a Venezuela por Inglaterra en el “Laudo Arbitral de París” de 1899 que fijó los límites del país con la entonces “Guayana Británica”.
Quiero recordar algunos nombres de aquellos tiempos que ahora parecen tan lejanos como el humorismo de Don Rafael Guinand o la música de Los Cañoneros: Pedro José Lara Peña, Miguel Ángel Capriles Ayala, Jorge Olavarría, Luís Miquilena, Isabel Carlota Bacalao, Rafael Sureda Delgado, Simón Alberto Consalvi, Aníbal Romero, Pedro Duno, Fernando Ochoa Antich, Adolfo Taillardat, Manuel Quijada, Sadio Garavini, Rodolfo Schmidt, José Machillanda y-last but not least-José Vicente Rangel, quienes aun cuando situados en las antípodas de las ideologías políticas en boga, no tenían empacho en aparecer firmando documentos que terminaban con slogans como “Todo el Golfo es nuestro”, o “El Esequibo es de Venezuela”.
Hoy, a 13 años del vendaval chavista, puede decirse que de esa pasión que fue uno de los fundamentos principales de la historia de la segunda mitad del siglo XX venezolano queda poco o nada; desapareciendo, como si no hubiera existido, no solo del lenguaje oficial, sino también de la agenda que se discute en partidos políticos, universidades, asambleas de vecinos, seminarios, sindicatos, consejos comunales, púlpitos, disensos, acuerdos y de todo lo que ocurre y discurre en el fluir del tejido de la vida nacional.
¿Qué sucedió, pasó, volvió, se revolvió y al final siguió su curso hacía el helado olvido, y dónde fueron a parar los innúmeros estudios, discursos, análisis, slogans, ensayos, pintas, volanteos, y textos que consumieron tantas noches de sueño, tantos miedos por la salud, y tantas peleas con padres, esposas o hijos “por no apagar la luz”, sin hablar del tiempo contabilizado en plata líquida o ilíquida, o en ese oro de la felicidad del hallazgo intelectual escriturado y publicado que no llegaron a intuir Benjamín Franklin ni Adam Smith?
Pues nada, que fueron a parar al “Gran Archivo Nacional” de los objetos perdidos, de las pasiones pasadas de moda, de las ideas olvidadas, como pudieron serlo los positivismos lógico e ilógico, el naturalismo, el romanticismo, el costumbrismo, el surrealismo, el existencialismo, la teoría de la dependencia, el estructuralismo, el lacanismo, el marxismo y sobre todo, “el amor por Venezuela”.
Pérdida esta última que es la causa eficiente de que en los últimos 13 años se perdiera su significado y de que el país empezara a ser ocupado por extranjeros para quienes palabras como territorio, historia, cultura, y lengua menguaron su utilidad y comenzaron a ser canjeados por “el culto al caudillo”.
Religión, alarde, o barbarismo traído ahora en el moral de un militar de cuartel que no de batallas, más bien deportista que castrense, con poco de academia y menos de disciplina, y si no analfabeta, si minado de lecturas anacrónicas y desactualizadas (que es decir lo mismo), y por tanto, pasto fácil de delirios, fantasías, ideas muertas, y de todo cuanto pudiera contribuir (según dicen por aquí) a quedarse de por vida con el coroto.
Lo cual no quiere decir otra cosa, sino que para Chávez, como para Stalin, Gómez, Mao, Trujillo, Fidel Castro, Duvalier o Fujimori, la unidad territorial es una categoría que funciona en cuanto pueda ser teatro de su vagabundeo por el poder, porque si no, puede ser perfectamente cedida a amigos o enemigos, según el caso.
Así, en un momento en que para Chávez era importante tener distraído al presidente colombiano, Álvaro Uribe, para que le permitiera un respiro a sus entonces aliados de las FARC, se le invitó a restablecer las conversaciones sobre el “Diferendo sobre la Delimitación de las Aguas del Golfo de Venezuela”, ofreciéndole de antemano lo máximo a que aspiraban los negociadores colombianos y nunca aceptaron los venezolanos: “el 10 por ciento”.
Más afortunados, los guyaneses (ahora independientes, pero vástagos orgullosísimos de la Inglaterra colonial) terminaron incautándose de los derechos que antes nos habíamos negado a reconocerle cuando eran colonia: la propiedad de los 159.500 kilómetros del territorio Esequibo y de la plataforma marítima que generan en el Caribe Oriental y todo por una casualidad muy feliz: son miembros del CARICOM (Comunidad del Caribe), la unión de los países del Caribe angloparlante, que, como herederos del conflicto histórico entre ingleses y gringos, han apoyado siempre a Fidel Castro y su revolución, y ahora, por costumbre, o porque los odios históricos nunca terminan, a Hugo Chávez, el hombre que se proclama su heredero, hijo o nieto .
De modo que, en la más grande amputación que se ha refrendado del territorio venezolano en toda su historia, tiene mucho que ver el pago del gobierno cubano y sus líderes al respaldo que siempre le brindaron los países del CARICOM, factura que ha recibido Chávez como parte de su herencia para seguir honrándola, y que los beneficiarios agradecen apoyándolo en la OEA, la ONU, y en cuanta instancia regional e internacional sea necesario derrotar mediante votos a quienes denuncian sus tropelías, sus atropellos a la Constitución , su empeño en desestabilizar la democracia dentro y fuera de las fronteras venezolanas, ofreciendo, incluso, el territorio nacional como cabeza de puente para los estados forajidos de Europa oriental o el Medio Oriente que quieran construir bases para enriquecer otra herencia que recibió Chávez de Castro: su odio contra los Estados Unidos.
Pero no son solo los países vecinos y fronterizos con los cuales tuvimos hasta hace poco conflictos territoriales, los que se han acercado al festín de nuestros despojos, sino que Cuba en primer lugar, y después Nicaragua, Ecuador, Brasil, Argentina y Uruguay, por el solo hecho de apoyar y militar en el “culto al caudillo”, se han enseñoreado de los mercados nacionales, abastecen más del 50 por ciento del consumo alimenticio y por esa vía, se apropian de buena parte de nuestra renta petrolera para el financiamiento de sus propias economías.
Un caso único es el de China: distante en todos los términos de Venezuela, de su gente, de su historia, pero dueña de una tercera parte de la producción petrolera por los próximos 20 años, y a precios actuales, como parte del pago de una deuda de 20 mil millones de dólares, la mitad de los cuales deben emplearse en la compra de baratijas chinas.
China: el último país en restaurar el imperialismo de los siglos XVIII y XIX, por cuanto lleva a cabo una revolución industrial con trabajo esclavo e infantil, sin sindicatos ni fórmulas de contratación colectiva, y que importa gigantescas cantidades de materias primas, pero a cambio de que los exportadores conviertan a sus países en mercados cautivos de su producción a escala.
O sea, un país promotor de la desindustrialización de otros, como lo han descubierto recientemente Brasil y Colombia, que empiezan a salirse de la trampa que permite que los dólares que entran por la venta de minerales y productos alimenticios, regresen después en la compra de mercancías que podrían producir los importadores.
Ganador en la ruleta del “culto al caudillo” sin otro esfuerzo que respaldar las políticas exóticas de este revolucionario anacrónico que siente nostalgia por Mao Zedong, la revolución cultural, el libro rojo y todos los signos que perpetraron la pérdida de por lo menos 50 años de la historia china.
Como también lo es la Rusia de Putin y Medvedev, relamiéndose y abriendo las fauces para dar cuenta de las minas de oro y diamantes que pronto les serán entregadas por que Chávez decidió entregárselas a “imperialistas buenos y amigos”.
Y termino, porque la historia también parece que termina, y con ella las amputaciones, el reparto de la riqueza nacional entre asaltantes sin escrúpulos y al parecer inconscientes de que los bienes mal habidos, tarde o temprano, hay que devolvérselos a sus legítimos dueños.
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